Boxeo

Ríndete al dolor

Ríndete al dolor
Ríndete al dolorlarazon

¿Miedo yo?
Estaba ojeando los dominicales de la prensa por casa, cuando aterrizo en una de las columnas de Gonzalo Suárez que habla del miedo al folio en blanco. El pavor a que las musas salgan por la ventana y te quedes más solo que la una. Tú y tu ordenador cara a cara sin poder deciros ni una palabra, como una pareja que se rompe o como una muerte temprana, ese grito ahogado en el silencio que es antesala a la lágrima de desesperación.

Si de terrores hablamos, recapitulo en mi vida y me doy cuenta que miles y miles de veces he estado en la antesala del horror. Y sin caer en retahílas de libros de autoayuda, donde diríamos que el cobarde es el que tiene miedo, que el loco es el que no tiene miedo y el valiente es el que tiene miedo el miedo, reflexiono... Porque seguro que la recién mencionada cantinela se la puedo contar a cuatro imberbes y posiblemente se la crean y la sigan a pies juntillas, pero de ahí a creérmelo yo, dista mucho.

Reflexiono y digo:

Miedo tuve la primera vez que me pegué en el colegio, en primaria y con mi mano izquierda mandé a dormir al rival, y confiado de mi, me di la vuelta como un campeón del mundo de seis años para llevarme una pedrada en mi linda cabeza lanzada con su mano diestra. Torrente de sangre el que manaba por la herida y al practicante del barrio, que tenía preparados más puntos que la final de la NBA. Ese tío sí que acojonaba, y no las noches oscuras.


Canguelo me entró a la edad de las quince primaveras cuando uno no había dado el estirón y era el base del equipo (ósea de todos los colegas, uno de los más enanos) y solo se me ocurre la fantástica idea de meterme a hacer un arte marcial donde mi sueño de golpear con los puños brillaba por su ausencia: el Taewkondo... En un gimnasio situado a orillas del Río Manzanares, donde mi periplo para llegar era en transporte público o una buena caminata rozando el trekking como lo llaman ahora. Que miedo no me daba ni el deporte en sí, ni mi corta estatura, lo que realmente me acojonaba era que, en una época donde el bono bus o el abono transporte eran cosa del futuro, aquí al menda, solo se le ocurría cruzar el Cerro de la Mica... (Ríete del Salvaje Oeste o del Bronx setentero) y solo para ahorrarme las 50 pesetas que valía el autobús y que mis padres me daban religiosamente para salir un poco del barrio. Yo, con mi mechero en el puño, como si fuera la espada láser de Luke Skywalker, penetraba en ese bosque de chabolas donde el delito circulaba por todas sus arterias... Eso era miedo, del bueno, y cuántas veces lo superé cruzando ese manto de favelas con las canillas en tembladera sin saber qué me podía encontrar entre sus caminos de barro y empedrado.

Cagado, cagado estaba antes de dirigirnos a los campos de fútbol rivales, donde lo mínimo que te podías llevar era un paraguazo desde la banda, una pedrada de detrás de la portería o una cantidad de improperios dignos de una sesión del parlamento español ¡Qué estadios aquellos! Sin grada y con una arena que os juro que arañaba más que el papel de lija ¡Qué balones! Los Mikasa, ¡eso sí que era pavor del bueno! cuando venía por el aire, apretabas los dientes, cerrabas los ojos y deseabas despejarlo como fuera. Porque esos años en la regional madrileña lo del tiki-taka era lo mismo que jugar con minifalda, allí el portero sacaba en largo y lo que ocurría después era lo más parecido a la ley del más fuerte. Riesgo, era lo que corríamos en las batallas campales a puñetazo limpio y a medias bajadas al estilo Gordillo (qué gran lateral) ostias por aquí, ostias por allá, que luego recordábamos en el Bar Mora, el bar del club. Batallitas de regional a lo mosquetero pero que daban miedo no, lo siguiente: treinta tíos a mandobles y pateos, eso tenía más electricidad que toda Iberdrola.

Miedo era entrar en la mili con dieciocho veranos rebeldes y una falta de autocontrol digna de un mono con una pistola. Eso es uno de los pavores más grande que he sentido en mi ya, larga vida. El miedo a que se junte el rojo con azul, a la mezcla de aire y gasolina en mi carburador de doble cuerpo, a esas descargas eléctricas en mi cabeza que provocaban más chispas que todos los sopletes utilizados a la vez en la construcción de un submarino. No me extraña que a la pregunta irónica del demonio de Pedro Simón en una entrevista para su periódico ¿cuál es el exorcismo más grande que has vivido? Yo no tuviera que pensarlo mucho: raudo y veloz dije con contundencia, el mío.

Miedo tuve en los tres partos de mis hijos.

Miedo la primera vez que subo al ring y las sesenta y nueve veces siguiente.

Cagado estaba cuando me sueltan al enderezamiento adolescente con cámaras por medio.

Cagado estoy cuando juega mi Atleti.

Cagado hasta las trancas, cuando me pongo a pensar si estoy educando bien a mis hijos o educaré bien a los que están creciendo y así... con este poco aburrimiento emocional, discurro en mi vida con miedos y más miedos que me atacan constantemente.

Y vuelvo al texto de Gonzalo Suárez sobre el miedo del escritor al folio en blanco y me doy cuenta de que ese no es mi problema. Pues para tener esa tesitura habría que ser del gremio y por supuesto, no me considero miembro. Un pequeño aprendiz de junta letras, sí, pero de ahí a lo otro hay un gran trecho que tendré que recorrer.

- Entonces, ¿qué coño me pasa?
- Que eres un meapilas. - Ya empezamos a discutir mi demonio y mi ángel interior, ¡qué agotamiento!
- ¿Por qué dices eso?
- Porque eres un acojonado.
- ¿Acojonado? Si he dicho por activa y por pasiva que no tengo miedo a quedarme en blanco.
- Es que tus actitudes gallináceas no vienen de ahí
- Entonces ¿de dónde vienen?
- Del miedo a sufrir.
- ¿¡Qué dices!?
- Te tiemblan las canillas de pensar en volver a repasar tus mierdas en ese libreto chapuza que quieres escribir.
- ¡Oye! Sin insultar.

- Que eres un cagado a las tres, ¡imberbe!.
- De verdad, ¡qué irrespetuoso, coño!

Ahí los dejo, a mis dos yo pegándose entre ellos, y analizo la situación creada. Puede que no esté lejos la realidad. Incluso puede que este texto sea una prórroga para evitar enfrentarme con la cruda realidad de ponerme manos a la obra otra vez. El miedo a la catarsis, a revolverme en el fango del recuerdo entre puñaladas emocionales, la cobardía de la introspección.
Y es que yo escribo así, no sé hacerlo de otro modo, desde lo vivido y sobre todo, desde lo sentido. Y posiblemente esté al borde del barranco descamisado y a pecho descubierto en un gran estado de vértigo.

¡Eso es lo que tengo! Miedo a caer, pero en este caso no en Despeñaperros... No... Miedo a caer a ese pozo donde en vez de agua, hay dolor, sangre, sudor y muchas lágrimas. Así que, como he hecho mil y una veces en mi vida tendré que superar el pánico, coger al toro por los cuernos y superar los canguelos.
Porque, qué sería la vida sin esas superaciones, sin subir poco a poco los escalones de los retos y objetivos que tenemos. Un miedo es una posibilidad de superarlo, por tanto es un paso más para llegar a tu objetivo.

Así es mi filosofía de vida: más miedos, más posibilidades de superarlos, mis miedos me hacen grande, no pequeño. Pelearé mis pánicos como batallas que pueda ganar.

Y ahora, aquí solo en el borde del precipicio, con un viento que se las pela, con una tiritera acobardada, oigo la voz de mi primo Jaime, que me dijo una vez en su camilla de fisio metiéndome el codo hasta mi otra dimensión: Jero... Ríndete al Dolor.