Boxeo

Sollozos de Esquina

Sollozos de Esquina
Sollozos de Esquinalarazon

A veces es difícil escribir algo. Unas, porque las musas se han ido de fiesta y otras porque sabes que lo que vas a plasmar en palabras te va apuñalar tan hondo, que solo de pensarlo, sangras. Os prometo que hoy, es una de las segundas.

Estoy con unos colegas en el Parque San Isidro, mi parque: el que tiene un color esmeralda especial cuando le roza el sol de la mañana. Con un petate de la mili que me ha prestado un familiar, relleno de arroz y colgado de un árbol, tres o cuatro adolescentes pegábamos puñetazos y patadas como sino hubiera un final. ¡Joder, con el puñetero arroz! No sabía lo que podía doler y tampoco sabía que los sacos de boxeo que veía por la tele se llenaban de tela, no de arroz, ¡bendita ignorancia!

Ante tanto sufrimiento me despierto sudando.

Sigo mi ritual de despertar: dar un beso a Paulita, una buena meada que para eso descargamos hidratos en la noche, un buen vaso de agua, y seguimos durmiendo.

Yo ya me había apuntado a un gimnasio de full-contact en el barrio: el Kata Madrid, ahí es donde me desvirgaron las manos, calzándome unos guantes por primera vez. Yo debía llevar unos meses con las lecciones de mis nuevos profesores cuando mi colega, mi tronco, mi brother, Raúl quiso seguirme los pasos. Él, por horario, no podía venir conmigo al Kata, por lo que nos buscamos otro para él, uno que tuviera un horario que se adaptase a su pelea diaria en la frutería. En los bajos del viaducto encontramos uno. Jesús Eguía era el profesor. Nos fuimos a conocerlo y no sé lo que tendría ese hombre, pero desde el minuto uno, bien por sus conocimientos o por su carisma, se convirtió en un segundo padre del nuevo aprendiz de guerrero. Raúl estaba en un buen sitio, yo podía vivir tranquilo.

Así soy yo, siempre preocupándome por mis hermanos pequeños, fueran de sangre o no.

Y sudando me vuelvo a despertar. Así es mi sueño: intermitente, como el que no quiere dormir por no perder el tiempo.

Mis paseos al mercado San Isidro... furgoneta Nissan Trade mal aparcada en carga y descarga para tomarme mi cafelito con El Bicho, el mote de Raúl en el barrio. Entrar en ese mercado era como entrar en otra dimensión: mezcla de olores y colores distintos, alma de barrio por los cuatro costados. Echo de menos los gritos desde la puerta de los fruteros, los polleros, los pescaderos... Ese coro de voces y gritos anunciando las ofertas del día... La mejor balada, me transportaba siempre a otros lugares. Y allí estaba Mari, su madre, preguntando por la mía y por mis peques.

Vengo a secuestrar a su hijo, Mari. A ver si le saco un cafelito...

- Llévatelo un rato, ¡pero no mucho que tenemos lío, Jero! Y llévate estas manzanitas que a la pequeña le gustaran.

Eso de darme fruta ha llegado hasta estos días, pues cada vez que me ven, intentan secuestrarme el maletero para llenármelo de un muestrario frutal.

Y sigo desvelándome, una vez más, un poco sobresaltado, como el que pelea con los nervios a cada rato. Con cuidado me coloco para proseguir el descanso, últimamente en mi cama dormimos cuatro y es difícil estacionar.

Nos proponemos hacer veladas de boxeo en el Rayo, en los bajos del estadio. Raúl y yo, codo con codo. Yo había promocionado bastantes veladas amateur pero nunca me había adentrado en los mundos del profesionalismo en el boxeo de papel, promotor. Esto o lo hacía con mi brother o no lo hacía con nadie, y más después de mi experiencia en el mundo de las dieciséis cuerdas, que fiarse de alguien podía ser un manjar demasiado caro.

Giovanni Jaramillo con su debut y la vuelta del “Locomotora” dibujaron el cartel de no hay billetes en la primera velada de boxeo en la historia del Campo del Rayo. En los negocios “el bicho” hacía honor a su mote, era un auténtico crack.

Y no puedo coger el sueño, me vienen recuerdos por todos los lados, anécdotas de toda índole. Unas buenas y otras no tanto, pues así es la vida, y la nuestra, la de Raúl y Jero, fue larga y nada aburrida.

Cuando me llamó de Santander para decirme que había quedado campeón de España, cuando me llamó para decirme que había aprobado su oposición. Así una y mil veces... para decirme que se casaba, que tenía un hijo, que se casaba otra vez y que iba a tener una hija... Él era así: no nos veíamos mucho, pero siempre tenía alguna sorpresa.

Hasta que llegó una vez en la que no llamó él... y ya no volvió a llamar jamás.

Me dijeron que voló desde la Costa del Sol a otros lugares y nos dejó solos. Desamparados, sin su fuerza para todo, sin su empuje y claridad en la vida.

No sé quién nos lo robó: si el estrés, los problemas o la vida esta desagradecida, que se lleva a las buenas personas.

Ahora solo me queda su frutería al lado del gimnasio. Siempre la veo cada vez que vuelvo a casa y siempre me queda ese recuerdo que hace daño. Pienso si cambio de ruta, si en vez de irme por la M-30 cojo la carretera de Extremadura y tiro por la M-40 hacia tierras majariegas donde cumplo con mi descanso.

Ya lo dijo Viktor Frankl: que la última voluntad del ser humano es poder tomar la decisión de elegir la actitud que quieras en cada momento por muy desastroso que sea. Y yo tomo la mía, la de torcer esa esquina siempre que vuelvo a mi hogar, y recordarle todas las noches tirándome boleas homicidas en los montes del Pardo o discutiendo de fútbol o escondiéndome las caja de fruta en el maletero o felicitándome por Navidad, o por una nueva victoria de mis chicos en los rings españoles...

Porque no me da la gana de borrar su última conversación en el WhatsApp. Porque a lo mejor siempre tomo las decisiones que me hacen más daño, pero que, a la vez, son las que me hacen sentir más vivo.

¡Adiós, amigo! Te he mandado la foto de mis mellizos en un mensaje, no sé si la verás o no... pero te la tenía que mandar. Te lo debía.

Me falta tu enhorabuena, pero la siento a lo lejos... Y las lágrimas que derramo en la cafetería del hospital al escribir estas palabras solo me indican lo que te quise.

Como a un hermano.

Pues aunque tenga que deshidratarme todas las noches a sollozos de esquina, te recordaré siempre.