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¿Cuándo se jodió Venezuela?

¿Cuándo se jodió Venezuela?
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En el subsuelo venezolano se encuentra la mayor reserva mundial de petróleo. No obstante, el país lo gobierna un régimen disfuncional cuya mala gestión ha sembrado el caos económico y la ruina entre su población. ¿Cómo puede darse tal paradoja?

Como atestigua el periodista Raúl Gallegos en el recientemente publicado ¿Cuándo se jodió Venezuela? (Ediciones Deusto) la realidad en Venezuela es el resultado de la ignorancia económica y del despilfarro de sus dirigentes. El régimen bolivariano y sus políticas económicas han convertido lo que podría ser una de las grandes potencias latinoamericanas en una de sus naciones más pobres, plagada de absurdas contradicciones.

Raúl Gallegos, quien durante cinco años ejerció como corresponsal en Caracas para la agencia de noticias Dow Jones y para el periódico The Wall Street Journal, cuenta la historia de cómo una nación con las reservas petroleras más grandes del mundo se convierte en una bomba de relojería. Asimismo, analiza las causas del declive económico y describe las políticas imprudentes de un gobierno que utiliza el dinero del petróleo para subvencionar la vida de sus ciudadanos con una miríada de políticas insostenibles, al tiempo que controla casi todos los aspectos de su existencia.

La tragedia de Venezuela, tal y como ha escrito el ensayista Moisés Naím, no era inevitable. ¿Por qué sucedió? ¿Cómo se hubiese podido evitar? ¿Quiénes empujaron a la sociedad venezolana al barranco de miseria, muerte y corrupción donde ha caído? El texto de Raúl Gallegos arroja las claves para responder estas preguntas.

A continuación reproducimos sus primeras páginas.

La economía más loca del mundo

En mi primer viaje a Venezuela, en junio de 2004, logré introducir de contrabando más de 8.000 dólares escondidos en un cinturón de dinero. Era arriesgado hacerlo, pero en aquel momento creía que no tenía otra opción. Acababa de aceptar el cargo de corresponsal en Caracas para Dow Jones Newswires y el periódico The Wall Street Journal y varios colegas me habían advertido de que Venezuela tenía reglas estrictas en cuanto a divisas extranjeras que hacían muy difícil introducir dólares en el país de manera legal. Mi trabajo me pagaba en dólares en una cuenta bancaria en Estados Unidos y mis jefes me habían asegurado que mi salario sería más que suficiente para vivir cómodamente en esta nación rica en petróleo. Había escuchado historias de expatriados que gozaban de una vida de cinco estrellas en Caracas: vivían en apartamentos de lujo en las mejores zonas residenciales del país, contrataban cocineras y señoras de servicio y frecuentaban los mejores restaurantes, bares y discotecas. Algunos de ellos tenían apartamentos en la playa, se desplazaban en vehículos todoterreno y conseguían ahorrar mucho dinero.

Pero existía un problema. Convertir un salario en dólares a bolívares era un proceso complicado. Las transacciones de dólares eran un negocio ilegal y oscuro en Venezuela. Los extranjeros cambiaban su dinero haciendo transferencias bancarias a nombre de personas que no conocían. Todo el mundo tenía un contacto sin nombre que secretamente convertía sus dólares a bolívares. Como extranjero tenías dos opciones: lidiar con comerciantes de dólares en el mercado negro o cambiar dólares en bancos a la tasa oficial fijada por el gobierno, pero a esa tasa la vida en Venezuela se tornaba muy cara. Cambiar dólares a la tasa legal quería decir que un expatriado ya no podía permitirse ningún lujo. El incentivo por seguir el camino ilegal era demasiado poderoso.

No tenía contactos en ese submundo del dólar, de hecho no conocía a nadie en este país, y no me sentía cómodo haciendo una transferencia bancaria a un completo desconocido. Pero contaba con que alguien estaría dispuesto a comprarme dólares en efectivo, cara a cara, sin necesidad de hacer transferencias bancarias secretas. Mientras preparaba mis maletas, decidí contrabandear un poco menos de los 10 000 dólares que los viajeros típicamente deben declarar a las autoridades aeroportuarias. Tenía los nervios de punta pero intentaba no demostrarlo.

Introducir dólares secretamente en Venezuela podía traerte problemas y no sólo con los oficiales de aduanas. Bandas criminales que operaban en la zona del aeropuerto tenían la fama de atacar a extranjeros ingenuos recién llegados al país. Alguien me aconsejó que tuviese el cuidado de tomar el taxi adecuado para evitar ser víctima de un robo. Únicamente la flota de camionetas Ford Explorer negras estacionadas a la salida del aeropuerto se consideraba un transporte seguro. Cualquier otro taxi podría llevarme a un barrio donde un grupo de «malandros», como les llamaban en Venezuela, me robaría mi dinero y mis pertenencias. Por suerte, logré pasar por la aduana sin problemas, y luego abordé una camioneta negra que me llevó por la carretera serpenteante que conecta la costa con Caracas. Mientras mi gentil conductor intentaba iniciar una conversación, yo observaba los barrios ubicados en la parte alta de las montañas que rodean la ciudad, y mantenía instintivamente mi brazo aferrado al cinturón de dinero atado a mi cintura. Sólo pude relajarme cuando el taxista me dejó en mi hotel.

Pronto conocería a una gran cantidad de venezolanos ansiosos por comprar dólares. Parecía que casi cualquier persona estaba dispuesta a darme una gran cantidad de bolívares a cambio de mis dólares. A la mayoría les parecía cómico que yo hubiera introducido dinero de contrabando cuando fácilmente podría haberles hecho una transferencia bancaria a sus cuentas en bancos fuera del país. Prácticamente todos los venezolanos de familias acomodadas mantenían cuentas bancarias en el exterior. No obstante, mi cinturón de dinero me ayudó a alquilar un apartamento y a sobrevivir por un tiempo en mi nuevo hogar. Ya que no tenía donde guardar mi dinero, pues los bancos locales tenían prohibido aceptar depósitos en dólares, guardaba mi efectivo en la mesita de noche junto a mi cama como un traficante de drogas de poca monta. Era una manera muy extraña de vivir.

Venezuela atravesaba en esa época un momento único en su historia. El país estaba bajo el liderazgo de Hugo Chávez, un exparacaidista de las fuerzas armadas venezolanas con ideas de izquierda, quien se había hecho famoso por un intento fallido de golpe de estado. Chávez finalmente había logrado ser elegido presidente en 1999 tras prometer a la población que acabaría con décadas de gestión corrupta en el gobierno y que redistribuiría la riqueza petrolera del país entre los más pobres. Era un líder carismático que quería transformar Venezuela, y para hacerlo, había aprobado grandes cantidades de leyes nuevas y había logrado además reescribir la Constitución. Incluso cambió el nombre del país por República Bolivariana de Venezuela, en honor a su héroe personal, el libertador de Sudamérica, Simón Bolívar. El presidente parecía además ser un hombre indestructible. Sobrevivió a un golpe de estado en 2002 que logró sacarlo del poder 47 horas y se sobrepuso a un paro petrolero de dos meses, ambos orquestados por sus enemigos políticos.

La economía no se mantuvo inmune a los grandes cambios ordenados por el presidente. Chávez fijó la tasa de cambio y reguló el flujo de dólares en Venezuela. Fijó además los precios de productos básicos de consumo, lo que los hizo muy baratos, e ilegalizó que las empresas hicieran recortes de personal. El presidente tenía claras simpatías de izquierda, pero entendía en aquel entonces las implicaciones que esto tendría para una de las economías petroleras más importantes del mundo. Chávez había dicho que no era «marxista, pero tampoco antimarxista». Desarrolló una amistad muy cercana con Fidel Castro en Cuba, pero al mismo tiempo se acercaba a banqueros en Wall Street ansiosos por hacer negocios con su gobierno. Poco después de ser elegido presidente, Chávez tocó la campana de cierre de la Bolsa de Nueva York, un bastión del capitalismo, pero a la vez satanizaba a empresarios venezolanos llamándolos «capitalistas salvajes». Más importante todavía era que Venezuela, bajo su mando, buscaba que los precios del petróleo subieran tan alto como fuese posible a costa de los consumidores de gasolina en Estados Unidos y muchos otros países importadores de petróleo, y además Chávez pedía a sus colegas miembros de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), el cartel petrolero global, que recortaran su producción de crudo para mantener los precios elevados. Chávez incluso se acercó al dictador iraquí Saddam Hussein como parte de su campaña por incrementar los precios del petróleo. El presidente quería más dinero para gastar en Venezuela, pero nunca hablaba en detalle sobre sus futuros planes económicos. Chávez era un inteligente operador político, no un tecnócrata o un especialista en políticas económicas.

Mi trabajo era informar a lectores estadounidenses sobre cómo este hombre manejaba una nación que era un jugador importante en el mundo del petróleo. Venezuela es un país ubicado a unos 4 300 kilómetros al sur de la frontera de Estados Unidos. Pocos estadounidenses conocen Venezuela, a pesar de que cada vez que llenan el depósito de gasolina de su coche, unos cuantos céntimos van a ese país. El asfalto que se usó originalmente para pavimentar las carreteras en Estados Unidos provenía del crudo venezolano. El gobierno venezolano es dueño de Corporación Citgo, una importante refinadora de petróleo en Estados Unidos y un nombre muy conocido para los amantes del béisbol en Boston, quienes están acostumbrados a ver el icónico letrero gigante de Citgo desde las graderías del estadio Fenway Park. El producto principal de exportación de Venezuela tiene una importancia mundial. El petróleo es el origen del plástico y la goma usada para los neumáticos de los coches, ordenadores, zapatos, televisores, bolígrafos, muebles, ropa, móviles, champú, bolsas de basura, e incluso para las bases de béisbol, el deporte favorito en Estados Unidos. Venezuela controla la reserva de petróleo más grande del mundo, un vasto océano de un producto básico sin el cual todos nos encontraríamos aislados, aburridos, ignorantes, hambrientos, malolientes y desnudos. El petróleo hace que Venezuela ocupe un lugar destacado en el mundo, y Chávez no quería desaprovechar esa oportunidad de poder.

Encontré en Venezuela, sin embargo, algo mucho más interesante que el régimen de un presidente populista con un discurso incendiario. Los venezolanos mostraban un comportamiento económico muy extraño. Y ese comportamiento incluía mucho más que simplemente su tendencia por comprar y vender dólares en la sombra. El día que decidí comprar un automóvil en Venezuela me encontré con una anomalía interesante. Era muy difícil encontrar coches nuevos en medio de un boom petrolero, y los coches usados valían muchísimo más de lo que valdría el mismo auto, con el mismo modelo, en Estados Unidos. Más extraño aún, los coches retenían su valor en el tiempo. En 2005 compré un Ford Fiesta usado que mantuve cuatro años y cuando lo vendí logré recuperar los dólares que utilicé para comprarlo. Comprar un coche era la manera perfecta de proteger dinero de la inflación y de la pérdida de valor del bolívar, como una cuenta de ahorros sobre ruedas. Por muchos años los venezolanos se habían dedicado a la compra y venta de coches que no perdían valor, incluso en los tiempos en los que la inflación se mantenía relativamente baja y cuando el valor del bolívar versus el dólar permanecía estable.

Otra de las anomalías que me llamó la atención fue el ridículo precio de la gasolina. La primera vez que llené el depósito de mi coche me costó menos de un dólar. Pagué al empleado de la estación de servicio con las monedas que llevaba en el bolsillo. La gasolina en Venezuela es la más barata del mundo y escribir esto no hace justicia al sentimiento que experimentas cuando llenas tu depósito prácticamente gratis. En resumidas cuentas, el gobierno de Venezuela paga a las personas para que conduzcan su coche. Y los venezolanos esperan que el gobierno venda gasolina barata, y a eso se han acostumbrado por muchas décadas.

Al pagar por el alquiler de mi apartamento me enfrentaba a otra situación anómala. Pagaba el alquiler a mi casero en bolívares, pero ya que la moneda local se devaluaba constantemente con respecto al dólar, el alquiler de mi apartamento era más y más barato cada mes. Los caseros que tuve buscaban constantemente renegociar el contrato de alquiler, pero éste era cada vez menor durante mis cinco años en Venezuela, lo que me permitió ahorrar una buena cantidad de dinero.

En el mundo de los negocios encontré situaciones raras también. En 2005 los bancos prestaban dinero a los venezolanos para pagar por sus cirugías plásticas. La gerente de una pequeña caja de ahorros me contó la historia de algo muy común en su oficio. Una venezolana de escasos recursos se acercó, junto con su hija adolescente de catorce años, al banco para solicitar un crédito con el que pagarle una cirugía de implantes mamarios a la niña como regalo para celebrar su cumpleaños número quince. La gerente me dijo que ocasionalmente aprobaba préstamos para las cirugías estéticas de adolecentes pero que «quince años era demasiado joven». Ella tenía por costumbre aprobar créditos únicamente para niñas que tenían por lo menos dieciocho años. Dejando de lado por un momento la costumbre de regalar implantes mamarios a una adolecente, me parecía ilógico que una venezolana de escasos recursos optara por endeudarse por una cirugía plástica. Me parecía igualmente arriesgado por parte de los bancos financiar el consumo de personas que tenían una capacidad muy limitada de poder pagar el crédito a futuro. Sin embargo, durante el boom petrolero de la primera década del siglo xxi este tipo de cosas ocurría todos los días en Venezuela.

Al visitar los barrios llenos de chabolas y viviendas sociales me llamaron la atención las decenas de antenas de televisión por satélite DirecTV sujetas a los techos de hojalata. Optar por gastar el dinero en un servicio de televisión parecía una prioridad extraña para las familias más pobres del país. Los venezolanos gastaban su dinero tan rápido como podían en prácticamente cualquier bien de consumo —un televisor, una unidad de aire acondicionado, ropa de marca— sin ahorrar un céntimo. De hecho, los venezolanos nunca ahorraban dinero y se endeudaban consistentemente. Aceptaban con ansia cualquier crédito que les otorgara un banco casi sin importar la tasa de interés que les cobraran. Durante décadas, los venezolanos han sido educados para pensar que ahorrar dinero en un banco es la manera más fácil de perderlo porque la riqueza petrolera es impredecible y, con el tiempo, el dinero pierde su valor.

Un siglo de riqueza petrolera que aparece y desaparece con facilidad ha formado los hábitos de consumo y las creencias políticas de varias generaciones de venezolanos. Han aprendido a apreciar los bienes más fugaces y efímeros, como la belleza física, los coches o los bienes de consumo ostentosos, pues mañana pueden no tenerlos. La historia está repleta de ejemplos de fenómenos económicos extraños, pero éstos ocurren principalmente en lugares que sufren altos índices de inflación, usualmente en países en guerra. Pero en una Venezuela que ha estado en paz durante décadas, algo puso de cabeza la realidad económica del país y así se quedó. Lo raro se convirtió en algo habitual. Los venezolanos toman decisiones económicas inusuales como parte de su vida diaria. Viví en Venezuela cinco años y cuando finalmente decidí irme, encontré que también estaba peligrosamente acostumbrado a este tipo de vida irreal. Cuanto más tiempo permanecía en el país, más dinero lograba ahorrar. Muchos expatriados y diplomáticos que vivían allí lograban ahorrar suficiente dinero como para comprar casas en sus propios países pagando en efectivo. ¿Qué motivo había para irse?

Las personas se acostumbran a vivir en un mundo en el que el dinero del petróleo fluye con facilidad. Aquellos que ganan salarios en dólares desean que la moneda local se debilite al punto de ser inservible pues de esa manera se hacen cada vez más ricos. Los venezolanos que tienen coches esperan que sus vehículos usados se revaloricen con el tiempo, quieren que la gasolina no les cueste nada, buscan consumir con desenfado y endeudarse sin consecuencias negativas. Y los dueños de negocios quieren hacerse ricos de la noche a la mañana satisfaciendo la demanda desenfrenada de los consumidores venezolanos. La gran mayoría de ellos quiere obtener las más altas tasas de retorno haciendo lo mínimo posible, sin innovar o crear cosas nuevas. ¿Para qué criar y alimentar una vaca cuando puedes importar los mejores cortes de carne de Argentina y Brasil? ¿Por qué fabricar sillas cuando puedes importarlas de Europa? ¿Para qué lanzar una marca de ropa cuando puedes traer la última moda desde Estados Unidos? Durante años, los venezolanos han confundido el emprendimiento con la importación de bienes que pueden revender en el país a precios altos que les garantizan generosos márgenes de ganancia.

Los venezolanos piensan que viven en un país rico y ante esto esperan que los líderes que controlan la riqueza petrolera inunden el país con dinero fácil. Los votantes eligen a políticos que prometen milagros económicos y que reparten tanto dinero como les es posible repartir. Después de todo, piensan, ese dinero le pertenece al pueblo. La volátil riqueza petrolera también ha distorsionado las prioridades de gasto de los políticos. Bajo el movimiento chavista, el gobierno dedicó miles de millones de dólares a aviones de combate, helicópteros y tecnología militar avanzada para unas fuerzas armadas que nunca han luchado en una guerra. Los políticos gastaron enormes sumas de dinero en financiar programas sociales pero dejaron de invertir lo suficiente para continuar produciendo petróleo, que después de todo es la fuente de la fantástica riqueza del país. Chávez, convencido de que su gobierno podía manejar empresas mejor de lo que lo hacía el sector privado, nacionalizó docenas de empresas en todas las industrias pero las convirtió en corporaciones zombis. Las empresas operan, emplean grandes cantidades de trabajadores y parecen estar vivas. Pero producen muy poco, pierden grandes cantidades de dinero y sólo sobreviven porque el gobierno las sostiene de manera artificial.

Los políticos, así como los consumidores venezolanos, gastan dinero petrolero de manera generosa mientras lo tienen, pues los precios del crudo eventualmente caen. Y cuando eso ocurre, Venezuela usualmente termina desamparada sin nada que mostrar como resultado de su orgía de gasto, y sin un mínimo ahorro. Pronto me pareció más que obvio que Chávez y su movimiento de izquierdas eran sólo un pequeño episodio en una larga historia de líderes desbordantes de carisma que han prometido a los venezolanos utilizar el petróleo para transformar el país en una nación moderna y poderosa, y al final han decepcionado a muchas generaciones. Durante gran parte del siglo xx Venezuela ha sido un cuento aleccionador, una triste moraleja para muchas otras naciones ricas en recursos naturales, un ejemplo de lo que deben evitar ser.

Los problemas de Venezuela van más allá de ideas políticas de izquierda y derecha: el país con las reservas petroleras más grandes del mundo aún no ha aprendido a manejar su riqueza de manera responsable. Venezuela es una nación que ha desempeñado, y que continuará desempeñando, un papel importante en la industria energética global, siempre que los coches funcionen con gasolina y no con electricidad, agua o estiércol de vaca. Dentro de tres siglos, cuando la mayor parte del crudo del mundo se encuentre agotado, Venezuela podría continuar bombeando petróleo si ningún otro recurso energético ha hecho del crudo algo obsoleto. La realidad de Venezuela es el resultado de una historia en la que la arrogancia, la dependencia del petróleo, el despilfarro y la ignorancia económica han llevado a un país a la ruina. Venezuela nos puede dar a todos una lección muy importante: tener demasiado dinero mal gestionado es peor que no haberlo tenido nunca.