Crítica de libros

¿Qué hace un liberal como tú en una socialdemocracia como esta?

¿Qué hace un liberal como tú en una socialdemocracia como esta?
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En el mercado del ensayo político y económico en España advertimos tres grandes grupos de lectores, a saber: aquellos que buscan respuestas a lo ocurrido –sea la crisis económica, el ocaso del bipartidismo o el auge del populismo-; aquellos que buscan textos con los que reforzarse -y autoafirmarse- ideológicamente y, por último, aquellos que buscan propuestas alternativas al actual sistema político y económico.

Los editores actuamos en consecuencia y publicamos libros pensando en su acogida en estos tres grupos o, en su defecto, en alguno de ellos. Además, y a dichos tres grandes segmentos de mercado, cabe añadir un gran eje ideológico: el liberal-socialdemócrata. Dicho de otro modo: libros para un público liberal y libros para un público socialdemócrata.

Podría parecer, llegados a este punto, que el volumen de libros publicados en cada uno de estos ejes debería depender de la cantidad de integrantes en cada uno de ellos, es decir, uno podría pensar que dado que en España hay más socialdemócratas que liberales –tal y como nos indican los resultados electorales año tras año- el volumen de libros publicados para un público socialdemócrata debe ser mayor al número de libros publicados para un público liberal. Pero no es así, dado que en ambos ejes se publica un número de libros parecido. Y el motivo no es otro que la capacidad lectora del público liberal. Dicho en otras palabras: en España hay pocos liberales, pero estos leen en cantidades muy superiores a la media. Y ello no significa que el público socialdemócrata no lea, o lea poco, simplemente que siendo un universo infinitamente mayor al del liberal absorbe, en números absolutos, una cantidad similar de libros.

Asimismo, se da otra diferencia entre ambos mercados: salvo excepciones, el mercado dirigido al público socialdemócrata es binario (los libros que en él se publican o bien obtienen cifras de ventas muy reducidas o bien se convierten en grandes bestsellers), mientras que el mercado de libros dirigido a un público liberal es constante (todos los libros obtienen un número parecido de ventas).

Todo ello viene a cuento de dos libros que llegan a las librerías esta semana y dirigidos a un público liberal: La tiranía de la igualdad, de Axel Kaiser, y Contra la socialdemocracia, de Almudena Negro y Jorge Vilches. Dos texto que si atendemos al universo sociológico al que van dirigidos podría augurárseles un limitado recorrido comercial, pero que, y por las razones antes comentadas, no es en absoluto así. De hecho el texto de Kaiser es una adaptación de su publicación original en Chile, donde ocurre algo parecido en lo referente al eje liberal-socialdemócrata, donde reside el autor y dónde se convirtió en una gran éxito de ventas, alcanzando las 10.000 unidades vendidas. En él, el abogado chileno-alemán, considerado uno de los jóvenes intelectuales liberales más influyentes en América Latina, carga contra quienes defienden las bondades de una sociedad igualitaria, argumentando que a la postre las políticas de igualdad socavan el progreso de nuestra sociedad, al tiempo que reclama la necesidad de un programa liberal que contrarreste el reciente auge del populismo.

Por su parte, la periodista especializada en comunicación política Almudena Negro y el profesor de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid Jorge Vilches, trazan en Contra la socialdemocracia: una defensa de la libertad un análisis crítico del pensamiento único socialdemócrata y de la hegemonía cultural de la izquierda. A su juicio, el consenso que establece el régimen del 78 es la causa del ascenso de los populismos, del desprecio al individualismo, del miedo a la libertad, del incremento de la desigualdad y de la idolatría por el Estado. Asimismo, afirman que ante la tan cacareada superioridad moral, cultural y económica de la socialdemocracia, la derecha española miró hacia otro lado, perdiendo con ello su identidad liberal.

A continuación reproducimos la Introducción de dicho texto.

INTRODUCCIÓN

No suele ser habitual que una periodista y un profesor de universidad, con una larga trayectoria profesional y presencia en los medios de comunicación, se unan para escribir un libro políticamente incorrecto, contra corriente, en defensa de la libertad, la democracia y el capitalismo como único sistema moral completo. Esto se debe a que los mundos periodístico y universitario están tomados por la hegemonía cultural de las izquierdas, donde se cree que la profesión tiene una función social: imponer su visión del mundo, y una única forma de ser y actuar.

Almudena Negro es licenciada en derecho por la Universidad San Pablo CEU, y periodista especializada en comunicación política online. Ha colaborado con diversos medios de comunicación, como Diario Siglo XXI, Libertad Digital, Vozpópuli, 13TV, El Venezolano TV, Intereconomía TV, Radio Libertad, e Hispan TV. Ahora presenta y dirige la tertulia de actualidad Ya es domingo, en Radio Inter. Es la responsable del equipo de redes sociales del diario La Razón. Individualista, capitalista y políticamente incorrecta, se declara admiradora de Ayn Rand y Jean-François Revel.

Jorge Vilches es doctor en ciencias políticas por la Complutense de Madrid, donde es profesor. Ha publicado varios libros de historia política, y un estudio acerca del primer liberalismo español, Liberales de 1808. La inquietud por la vida política, el rebelarse contra la hegemonía cultural de la izquierda y la ingenuidad propia del liberal que cree en el mérito, el trabajo y la capacidad como medio de progresar, y no en el amparo de la tribu, le llevó a escribir columnas de opinión en Libertad Digital, Vozpópuli y El Español, así como artículos de historia en La Razón y La Ilustración Liberal. Desde 2015 asiste a la tertulia política del magazine Ya es domingo, de Almudena Negro.

El resultado de la colaboración de Negro y Vilches es un libro que responde a la necesidad de explicar la crisis del régimen del 78 vinculada al consenso socialdemócrata, fenómeno que se está reproduciendo en Occidente. En el primer capítulo explicamos en qué consiste dicho consenso en España y su vínculo con un movimiento político e ideológico de ámbito europeo. Nuestro país no es diferente por inferior, sino distinto, como el resto, pero tiene una serie de características, como la hegemonía cultural de la izquierda, o la oligarquización de la política, que son comunes a los países del continente europeo. Ese consenso nos llevó a la crisis del régimen del 78, que no quiebra, y así lo contamos en el segundo capítulo. Nos parecía muy importante compararlo, que no equipararlo, con la crisis de la restauración, al final del reinado de Alfonso XIII, por las similitudes y enseñanzas que se podían sacar al respecto. La historia no se repite, pero su conocimiento es básico. Como no podía ser de otra manera, dedicamos en ese capítulo un epígrafe al error autonómico del 78, ya que el nacionalismo catalán ha sido el gran desestabilizador, desleal con los partidos tradicionales, generador de un modelo territorial fracasado, enemigo de la libertad y origen del populismo nacionalista en España. En esa crisis de régimen, las izquierdas han tenido un papel protagonista, y a ello dedicamos el capítulo tercero. El PSOE no ha sido desde su creación en 1879 como la socialdemocracia europea, salvo los dos últimos gobiernos de González. El zapaterismo no fue ajeno a la tradición histórica del PSOE; todo lo contrario: sacó la esencia del socialismo cañí como enganche emocional para un partido que necesitaba recobrar el poder. Y lo hizo a través de claves que rompieron la convivencia entre los partidos que eran pilares del régimen: el PP y el PSOE. Sin embargo, esa derecha, tal y como contamos en el cuarto capítulo, se rindió al consenso socialdemócrata, y apenas tuvo una cara liberal durante la etapa de José María Aznar, dejando el Poder, sí, con mayúscula, en manos de las izquierdas políticas, mediáticas, educativas y culturales. El ejemplo de las otras derechas europeas, en concreto de la democracia cristiana y el conservadurismo británico y francés, nos pareció de gran interés. Lejos de la idealización propia de un país como el nuestro, donde se tiene a Europa como el gran modelo —defecto que arrastramos desde el regeneracionismo del 98—, contamos cómo los democristianos se han convertido en el ala derecha de la socialdemocracia, que el conservadurismo británico solo fue algo liberal con Thatcher y luego se perdió, y el que gaullismo, ahora de la mano de Sarkozy, tiene su propia identidad. Pero no queríamos terminar con algo negativo, y concebimos un séptimo capítulo dando algunas pinceladas de cómo creemos que puede articularse una derecha liberal valiente, con principios políticos, capaz de imbricarse en la sociedad, y aprendiendo a comunicar —algo que han despreciado— para ganarse a la gente.

La tarea ha sido tan ardua como gratificante, ya que sostenemos una teoría contracorriente que precisa una demostración lo más minuciosa y contundente posible. Por eso hemos creído necesaria una introducción general que hiciera más fácil la comprensión para aquellos que ven en el consenso socialdemócrata el gran problema de nuestra época, y para los que siguen el mainstream confortable bajo el ojo vigilante del Estado. Sí, Orwell está entre nosotros más que nunca.

El origen del modelo único

El asociacionismo obrero ya existía antes de 1848, fecha de la emblemática Revolución francesa que fusionó republicanismo y obrerismo, con el grupo de Louis Blanc. La reacción de los trabajadores al maquinismo, a la introducción de la tecnología en el proceso productivo, llevó a muchos a organizarse desde finales del siglo XVIII. Eran asociaciones que reaccionaban contra el progreso, que añoraban la protección que les ofrecía el gremio y la aldea, y que perdían en el mercado y la ciudad. Comenzaron destruyendo las máquinas porque pensaban que les quitaban el trabajo, en un espíritu que ha perdurado, ya que las izquierdas han sido siempre reacias al progreso tecnológico. Luego, esos obreros constituyeron sociedades de socorro mutuo, basadas en cuotas de los afiliados para atender a sus enfermedades, bajas o decesos. Al tiempo, otras asociaciones pergeñaron una cultura, si es que así puede llamarse, fundada en el paternalismo social propio del romanticismo del siglo XIX, y en la crítica a los valores burgueses. Había que crear, decían, una cultura obrera, donde el trabajo y la solidaridad fueran los dos valores primordiales. Ese deseo de superar las consecuencias negativas de la revolución industrial, la conocida como «cuestión social», se hizo a través de dos vías fundamentalmente: la prédica de la subversión del orden burgués, o la reivindicación de mejoras; y la revolución o la reforma. No era algo nuevo en la Europa liberal de ese siglo; ya había tenido que combatir la reacción de los movimientos católicos que veían en el liberalismo un pecado, y la resistencia de países autocráticos, como Rusia, Austria y Prusia.

Las izquierdas eran a mediados del siglo XIX muy numerosas. El impacto del Manifiesto comunista de Marx y Engels —publicado en 1848 por encargo de la alemana Liga de los Justos, luego Liga Comunista— fue mínimo hasta veinte años después. Marx situaba el nacimiento de la «socialdemocracia» en el grupo de Blanc, como una «coalición de pequeños burgueses y obreros» que pretendían ilusamente armonizar capital y trabajo. Al tiempo, en Gran Bretaña se desarrollaba un poderoso movimiento obrero en torno a las Trade Unions, formadas por trabajadores cualificados que pagaban una cuota, que en su Congreso Nacional de 1868 contaban ya con un millón de afiliados. Mientras, en Francia, los socialismos derivaban hacia el federalismo de comunidades de productores sostenido por Proudhon, y hacia la utopía, como Saint-Simon, Cabet o Fourier. Esos mismos franceses que se levantaron contra la Segunda República Francesa en junio de 1848 para imponer su socialismo, el «derecho al trabajo», y derribar el modelo capitalista creado desde 1815. No obstante, todos esos teóricos del socialismo, como contrapunto al capitalismo, eran burgueses. En realidad, era una respuesta política a las estrecheces del régimen liberal, como había ocurrido con el cartismo en Inglaterra, en la década de 1830, donde personajes de la burguesía combinaron demandas políticas de democratización, de fin de la corrupción, con las de mejora de las condiciones de vida de los trabajadores. El régimen británico rechazó formalmente el cartismo, pero las instituciones se reformaron y el sufragio, la ciudadanía, se fue ampliando. Mientras, la violencia deslegitimaba el socialismo como aliado de la democracia, con el 48 francés y el episodio de la Comuna de París, en 1871. Por eso, entre otras cosas, como las luchas internas entre marxistas y bakuninistas, fracasó la Primera Internacional, hasta el punto de que las Trade Unions se aliaron al Partido Liberal británico (la alianza Lib-Lab), que funcionó hasta finales del siglo XIX, al igual que en Suecia, cuna del estado de bienestar.

Ese maridaje no fue solo algo de los socialistas. Dos liberales contribuyeron a poner los pilares del consenso socialdemócrata. Nos referimos a John Stuart Mill, padre del liberalismo social, y sus herederos Green y Hobhouse, referente de la «izquierda liberal» y de la derecha socialdemócrata o tecnócrata (la del «liberalismo simpático»); y al francés Michel Chevalier, librecambista pero defensor de la intervención final del Estado. No es de extrañar que Eduard Bernstein, estandarte del revisionismo marxista en Alemania, y otro de los fundadores de la socialdemocracia, dijera en 1922 que el socialismo era la evolución racional de la Ilustración y el liberalismo.

En estas circunstancias era lógica la aparición de otra opción que permitiera no olvidar el karma del socialismo del futuro, esa utopía basada en la reconstrucción de la comunidad sobre valores como la igualdad, la justicia social y la solidaridad, sin partidos ni conflictos. Esa armonía socialista solo podía llegar por la dictadura del proletariado. Sin embargo, en medio de unos regímenes liberales que iban ampliando el sufragio, legislando en lo laboral y lo social, era preciso atraer a los obreros. Es decir, junto con el «programa máximo» —como lo denominaron los alemanes en Erfurt—, que ponía las miradas en el horizonte de la dictadura del proletariado, era preciso presentar un «programa mínimo» de reformas de la jornada laboral, las condiciones de seguridad o los salarios. Solo así podían presentarse a las elecciones y ganarse el voto de aquellos a los que les parecía muy lejano el «paraíso socialista». Nació de esta forma la socialdemocracia.

Todo empezó en Alemania

Todo empezó en Alemania, que fue la «vanguardia» y el «cerebro» del socialismo europeo, según escribió Rosa Luxemburgo. La socialdemocracia alemana gusta de decir que se basa en la obra de Ferdinand Lassalle (1825-1864), como luchador por la democracia en la Alemania de 1848, pero sin olvidar a Marx. Lassalle fusionó la cuestión obrera con la democracia, como hacía el francés Blanc, aunque de un modo más práctico. Los socialistas se empeñaban en crear un régimen basado en el sufragio universal masculino que constitucionalizara «derechos sociales». Mientras tanto, al gobierno representativo lo definían como «régimen burgués» en el que era preciso participar, tanto en las elecciones como a través de las asociaciones de obreros, para denunciarlo, copar las instituciones y tomar el poder. Lassalle ya hablaba en 1862, años antes de que Marx empezara la publicación de El capital, de que la misión histórica de la clase obrera era la eliminación de todos los privilegios, y defender el igualitarismo, la sociedad homogénea y la lucha contra las desigualdades, para la «realización del Estado moral». Comenzaba la lucha por la hegemonía cultural, en el que las izquierdas han tratado, y conseguido en gran parte, imponer que su interpretación y mentalidad contienen una superioridad moral que las libra de toda crítica. Tanto es así que el comunismo sigue siendo moneda común en Europa a pesar de los millones de muertos que causó, la pobreza que conlleva y el desprecio manifiesto hacia los derechos humanos, algo que sería impensable en su ideología afín: el nacionalsocialismo.

Lassalle, al igual que otros socialistas de su tiempo, indicaba que era preciso participar en ese régimen burgués para sentar las bases del futuro socialismo. Porque el marxismo y su materialismo histórico predecían que el capitalismo caería, solo había que explotar sus contradicciones internas y sitiarlo desde fuera con un partido obrero organizado, propagandista y preparado para la transición al paraíso. El nacimiento del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), en 1875, uniendo al pequeño partido socialista de Liebknecht y Bebel con la Unión General de Trabajadores de Alemania que había fundado Lassalle, respondió a esa inquietud. Es decir, no podía pedirse el sacrificio para un futuro indefinido sin ofrecer algo para el presente.

En el Programa de Ghota, criticado por Marx, surgió una concepción distinta de la legitimidad del Estado y del papel del socialismo. El SPD unió las reivindicaciones sociales a las socialistas; es decir, una educación obligatoria o la restricción del trabajo de mujeres y niños. La competencia fue dura, porque el conservadurismo que representaba Bismarck, o el catolicismo social desde el papa León XIII, fomentaron los seguros sociales. Pero la fórmula era la misma: más Estado. Socialistas y conservadores veían en el estatismo —esto es, en la reducción de la libertad individual— la solución a los problemas, y en la concepción del nuevo Estado alemán, el segundo Reich. La socialdemocracia se impuso en el socialismo de aquel país por la declaración de Engels en 1895 en la que defendía la utilización del sufragio universal para la victoria del socialismo, y la reformulación marxista de Karl Kautsky. Todos veían en la democracia un tránsito hacia el socialismo, porque en una sociedad en lucha de clases acabaría imponiéndose el proletariado por la fuerza del número, del propio sufragio universal.

El bienestar del Estado

Los socialdemócratas eran marxistas y entendían que la democracia no era el respeto a las libertades individuales, la separación de poderes o la representación libre y plural. No. Pensaban que la democracia era sinónimo de Estado social, de combate contra las desigualdades sociales eliminando la vida económica, cultural y política burguesas.

Las dos guerras mundiales del siglo XX supusieron una larga marcha del desierto para los socialistas. La Segunda Internacional quebró por la preferencia nacionalista de sus otrora internacionalistas. Lenin y Rosa Luxemburgo iniciaron entonces una campaña para denunciar a los «renegados» del paraíso comunista y a usar la guerra para hacer la revolución. Así, los socialdemócratas alemanes tuvieron que eliminar a sus bolcheviques, entre 1919 y 1923, para que su recién proclamada República no se convirtiera en un satélite soviético. De hecho, Lenin fue el líder del Partido Socialdemócrata de Rusia hasta la creación del Partido Comunista en marzo de 1918. A partir de ese momento, los socialdemócratas se convirtieron en el gran enemigo de los comunistas. De ahí que les llamaran «socialfascistas», o los insultos reiterados de Lenin, que los tildaba de «renegados» o «infantiles». Ya no habría reconciliación posible entre socialdemócratas y comunistas.

En Gran Bretaña, el laborismo se independizó del Partido Liberal, creando su suyo propio, y ligado a las Trade Unions. El Partido Laborista fue una opción siempre reformista, que despreciaba la subversión del orden social y el bolchevismo, hasta el punto de que obligaron en 1923 a dimitir a MacDonald, laborista, como primer ministro cuando negoció un acuerdo comercial con la Rusia de Lenin. Los bolcheviques no consiguieron hacerse con las bases del laborismo en su estrategia de frente único, tal y como pretendían desde Moscú. Las dos guerras mundiales del siglo XX cambiaron el primer antiestatismo del laborismo, ya que el Estado fue el gran administrador de la economía nacional, convirtiéndose a partir de 1945 en la opción socialdemócrata británica.

La socialdemocracia sueca se estableció también a principios del siglo XX. Se ha caracterizado siempre por la unidad y la moderación; no en vano, el asociacionismo obrero sueco fue impulsado por liberales un siglo antes. El modelo era como el británico: un partido, el Socialdemócrata, vinculado a un sindicato, la Confederación General de Trabajadores, fundada en 1899. Esto permitió que, en 1921, Branting, el líder del partido, formara su primer gobierno. Así, cuando llegó la crisis de 1929 y la conflictividad laboral, los socialdemócratas aplicaron lo que luego se llamó «política keynesiana»: incremento del gasto público, creación de empleo público, subvenciones agrícolas y fiscalidad progresiva. El sector público se impuso en los servicios «estratégicos», como ferrocarriles, energía eléctrica y radiodifusión, pero no productivos. Comenzaron las políticas sociales: seguro de desempleo, pensiones y vacaciones pagadas. En las elecciones de 1936, los socialistas obtuvieron el 46 por ciento de los votos, y en 1940 se iniciaron las nacionalizaciones: el país era suyo. El ambiente nacional sueco y la neutralidad en la guerra pusieron al Estado como gran protagonista. Había comenzado la instalación del estado del bienestar, el paraíso socialdemócrata.

El estatismo salió robustecido en 1945, como indicó entonces Hayek, y se estableció el consenso socialdemócrata: los socialistas occidentales aceptaron la democracia a cambio de una economía mixta, en la que coexistieran la propiedad privada (con función social), y el control público de la actividad económica a través de la planificación, contando con los «agentes sociales»; en especial, las asociaciones obreras. El Estado, que había asumido la dirección de todos los aspectos vitales en la primera mitad del siglo XX con motivo de las dos guerras, también se convirtió en el protagonista de la reconstrucción. Fue el «pacto socialdemocrático de posguerra» del que habló Ralf Dahrendorf.

Cada país adaptó sus características políticas y sociales, como explicó Esping-Andersen, para crear un modelo propio. Sin embargo, todos tenían un tronco común. Se sostenían en la creencia de que la economía de mercado provoca la acumulación de riqueza en cada vez menos manos, lo que es incompatible, dicen, con la justicia social e impide la paz social. El Estado, afirmaban, debía intervenir para asegurar la competencia, evitar los monopolios y garantizar una distribución equitativa de la renta. La socialdemocracia, así, rechazaba tanto el capitalismo de Estado como el mercado libre. «Tanto mercado como sea posible, pero tanta planificación como sea necesaria», se podía leer en el programa del SPD en Bad Godesberg (1959). Además, esos estados del bienestar necesitaban de sindicatos fuertes vinculados con el correspondiente partido socialdemócrata. La conexión entre el mundo sindical, el partido obrero y el Estado social para formular políticas públicas era tan clara como peligrosa. En todos los modelos de estado del bienestar se aspiraba a cambiar la sociedad, haciéndola más igualitaria y solidaria, poniendo a disposición de amplios sectores populares aquellos servicios que mejoraran su calidad de vida. Se trataba de delegar el progreso, el protagonismo y la responsabilidad en el Estado para conseguir el confort individual.

Así se constituyó el estado del bienestar, fórmula socialdemócrata que hoy todos defienden, en el que se ejecutan políticas sociales tendentes a redistribuir la riqueza para «mitigar» los efectos del mercado, «corregir las desigualdades» y promover la «justicia social». Las políticas públicas se retroalimentan creando la necesidad y la bondad de la intervención cada vez mayor del Estado en todos los ámbitos de la vida privada y pública, y la enseñanza aseguraba la transmisión de los valores de esa sociedad socialdemócrata. El individuo se quitaba la responsabilidad de su progreso, entendía que su avance dependía del bien común y que, sin beneficiar al resto o repartir el resultado de su esfuerzo con el sujeto colectivo, no podía ni debía actuar. De esta manera, ser millonario comporta crítica social, pero también envidia. Ya no es el «egoísmo ilustrado» del que hablaban los economistas de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, sino el confort que el Estado pueda proporcionar redistribuyendo la riqueza. Sin ese mecanismo, ese «despojo» del que hablaba Bastiat, no se entiende hoy la democracia.

Pero todos fueron, y son, ingenieros de una nueva sociedad comprometida con los «derechos sociales», donde el progreso individual está subsumido en el colectivo. La democracia cristiana, aquella que Konrad Adenauer resucitó en la segunda mitad del siglo XX, se acabó convirtiendo en el ala derecha de la socialdemocracia una vez que los valores cristianos que envolvían su estatismo se fueron perdiendo. La democracia cristiana se batió ideológica y culturalmente en retirada. Y ese espacio lo ganó el progresismo, que no deja de ser un difuso izquierdismo. El cristianismo fue dejando su espacio en la mentalidad y cultura europeas primero en aras de una liberación personal, o moral, de la mano de la nueva izquierda, la de las décadas de 1960 y 1970, y luego el multiculturalismo. Lo cristiano fue desplazado por religiones o creencias alternativas, paganas o místicas.

La nueva izquierda añadió al programa socialdemócrata el tercermundismo —el sentimiento de culpa en Occidente, convertido luego en antiglobalización—, el misticismo como religión alternativa, el pacifismo, el antiamericanismo, el feminismo revanchista y discriminatorio, y el ecologismo. Para ganar unas elecciones, como señaló Przeworski, había que ser «pluriclasista atrapalotodo»; es decir, formar parte de aquel consenso socialdemócrata. La sociedad se acostumbró a un Estado omnipresente, generador de derechos sociales, los llamados de segunda generación —salud, educación, trabajo, vivienda, seguridad social, medio ambiente...—, en el que el ciudadano era irresponsable y perdió libertad, pero se sentía confortable. La legitimidad de la democracia estaba, por tanto, en que el Estado proveyera de todos esos servicios. Era la democracia social por encima de la política, como señalaba el marxista Adler en 1926, porque en eso consistía el espíritu de la socialdemocracia, de la nueva sociedad con el hombre nuevo.

«La meta —escribía T. H. Marshall— es compensar las divisiones de clase creando unas condiciones mínimas de igualdad entre todos los ciudadanos. Ha llegado la hora de los derechos sociales.» El medio era, y es, la conquista del poder del Estado a través de la democracia política. Las políticas públicas se encaminan a reglamentar y planificar las esferas públicas y privadas, dando justificación y contenido al Estado. Es el estado del bienestar: solo hay bienestar si el Estado lleva a cabo políticas públicas socialdemócratas. Los sectores nacionalizados fijos son la educación y la sanidad, que transmiten los valores que justifican las políticas públicas —solidaridad, interés colectivo, responsabilidad del Estado y no del individuo—. Los resultados son el hombre nuevo y la nueva sociedad. Es la ingeniería social en todo su esplendor. Por eso, Kautsky escribía que «la socialdemocracia es un partido revolucionario, no un partido que hace la revolución».

La socialdemocracia no ataca directamente el sistema, sino que se introduce en él a través de la democracia política y cambia al hombre y la sociedad a través de la legislación y la hegemonía cultural; es revolucionario porque transforma el orden social. Esa es la dirección del progreso: ir a una sociedad igualitaria y solidaria, sin las consecuencias negativas del mercado, sin riesgos ni responsabilidad individual, con un Estado protector y omnipresente. Por eso se hacen llamar «progresistas». Gramsci tenía razón, pero coincidía con otros marxistas, como el austriaco Adler, que en Democracia política y democracia social (1926) sentenció: «La creación del hombre nuevo depende de la creación de una nueva mentalidad a través de la propaganda y la educación de los jóvenes».

La hegemonía cultural era la clave para la victoria, no las barricadas o la mera lucha política. Conquistada la mentalidad del europeo, el consenso socialdemócrata se convirtió en una religión, en un modo de entender la historia, el presente y el futuro, en una guía personal y moral del individuo. En realidad, estos socialdemócratas, como los socialistas de mediados del siglo XIX, tomaron del cristianismo la vocación evangelizadora: transmitir la «buena nueva» a la gente, que los demás vean «la luz». La clave era predicar. De esta manera, era obligado predicar a través del ejemplo personal y colectivo —honradez del cargo público y del partido—, la propaganda —los medios de comunicación— y la educación —el combate por la transmisión de valores—. Era la gran superioridad moral, los «cien años de honradez», los virtuosos líderes proletarios frente a los corruptos explotadores burgueses y sus representantes políticos. Por eso, los educadores de izquierdas se toman su profesión como una misión social: cambiar al hombre y a la sociedad según los valores socialistas, que muchas veces se esconden tras el término «progresista».

El reinado de la socialdemocracia

La socialdemocracia vivió su esplendor entre 1945 y 1989, y Anthony Crosland, en The Future of Socialism (1956) y Socialism Now and Other Essays (1974), la caracterizaba de una manera amable. Primero, Crosland entiende que todos los socialdemócratas aceptan las instituciones democráticas, rechazan la dictadura del proletariado y el modo soviético. En el caso alemán, desde el congreso de Bad Godesberg; en el español habría que esperar a que el PSOE lo decidiera en un congreso cainita en 1979. En segundo lugar, la socialdemocracia sostiene, dice Crosland, una economía mixta en la que coexisten la propiedad privada —siempre dependiendo de su «función social»; es decir, susceptible de expropiación— y el control público de la actividad económica a través de la planificación. La tercera característica es la ejecución de políticas tendentes a distribuir la riqueza para mitigar los efectos del mercado, corregir las desigualdades y promover la justicia social. Es decir, el Estado tiene el derecho y la obligación de catalogar a los ciudadanos por su patrimonio y salario, y despojar de riquezas a los que considere «ricos» para dárselo a los que califique de «pobres» o «necesitados». El mercado sí, pero intervenido y limitado para evitar «diferencias de clase»: es la nueva sociedad, la igualitaria. El argumento es que, tras la segunda guerra mundial y «el ejemplo» social de la URSS, las democracias occidentales no tuvieron más remedio que aplicar políticas sociales. La falacia es tal, la pobreza, los crímenes y la degeneración alcanzaron cotas tan altas en el paraíso comunista, que no merece contestación. Si algo funcionó fue la ceguera voluntaria; esto es, el silencio cómplice de ciertos intelectuales y creadores de opinión sobre lo que realmente estaba pasando al otro lado del telón de acero.

Entre 1945 y 1989 transcurrió lo que puede denominarse edad de oro de la socialdemocracia. Anton Pelinka decía en 1983 que era la «antítesis de las supervivencias del absolutismo político, de los principios del capitalismo maduro y del egoísmo de los Estados nación». Parecía que se había llegado a la sociedad perfecta: Estado omnipresente y todopoderoso en sociedades con mentalidad socialdemócrata. Así lo selló la Internacional Socialista en Fráncfort en 1951. Mientras el conservadurismo, la democracia cristiana y el liberalismo parecían pasados de moda, la socialdemocracia era una doctrina que era vista como adecuada a la realidad social, fundada en la solidaridad comunitaria dirigida por el Estado y el compromiso con la redistribución de la riqueza, el confort y la igualdad. A principios de los años setenta, la participación socialdemócrata en los gobiernos occidentales era grande. En Suecia gobernó durante cuarenta años ininterrumpidos, y luego volvieron. En Austria, desde 1945 hasta la década de 1980. En Alemania Federal, el SPD, con Willy Brandt y Helmut Schmidt, dominó desde 1966 a 1982, primero en coalición con la CDU, la derecha, y luego con el FDP, los liberales. Situaciones similares se vivieron en Reino Unido, Suiza, Noruega, Dinamarca y luego Portugal (donde la derecha se hace llamar Partido Socialdemócrata) y España.

La tónica era «democratizar la vida económica» a través de la intervención estatal y la participación sindical, la reforma del sistema educativo, e incrementar el gasto en políticas de bienestar —aumentando la dependencia objetiva y subjetiva del individuo hacia el Estado: el moderno clientelismo—. La crisis de los años setenta alentó la caída de la socialdemocracia y el auge momentáneo de otras fórmulas liberales y conservadoras. Ralf Dahrendorf habló del «fin del siglo de la socialdemocracia». La propia Margaret Thatcher escribía en sus memorias que veía a su país enfangado en una economía ruinosa, preso de los sindicatos y hundida su moral como sociedad espontánea y fuerte. La mentalidad laborista, socialdemócrata, decía Thatcher, había calado también en el Partido Conservador.

El desplome del comunismo en 1989, que algunos llaman la caída del Muro de Berlín —como si hubiera sido un accidente—, condujo a una crisis de las izquierdas, entre ellas, de la socialdemocracia. En el debate sobre el devenir del socialismo quisieron anclar sus ideas en la Revolución francesa, tomando el trío básico de libertad, igualdad y fraternidad, diciendo que solo la vigilancia estatal del mercado podía asegurar el progreso social dentro del cual estaba el bienestar del individuo. El eje era la «fraternidad», que traducían por «solidaridad»; es decir, políticas públicas de planificación económica y gasto social.

La renovación de la socialdemocracia se produjo en Gran Bretaña. El ideólogo fue Anthony Giddens, que aupó al laborista Blair al poder en 1997. Dejó escritos sus planteamientos en La tercera vía: la renovación de la Social-Democracia (1998). El modelo fue tomado también por Gerhard Schröder con su Nuevo Centro, por Lionel ]ospin en Francia, y en Estados Unidos por Bill Clinton, que abanderó a los Nuevos Demócratas, en la senda que luego siguió Barack Obama. Esa tercera vía combinó los ajustes liberales, como la disciplina fiscal, la estabilidad macroeconómica y las reformas, con la defensa de un Estado socialmente responsable, vigilante de la economía, comprometido con el ««bienestar social», y promotor de valores universales tales como igualdad, justicia, o inclusión. La tercera vía —seguimos a Giddens— se centró en la gestión, la gobernanza de la economía mundial, la ecología global, la regulación del poder corporativo y el control de las guerras, sin olvidar el cultivo de las grandes emociones: la ayuda al necesitado. Era un intento, decía el británico, de «trascender tanto la socialdemocracia a la antigua como el neoliberalismo». La diferencia entre izquierda y derecha, decía Giddens siguiendo al italiano Norberto Bobbio en su obra Derecha e izquierda (1995), era su preocupación por la igualdad y el papel del Estado en fomentarla. En esa reconversión de la tercera vía ajustaba el riesgo individual con la seguridad protectora estatal: había que ayudar a los necesitados, pero abrir vías para que luego tome cada uno su camino. Era la resurrección del viejo liberalismo social de John Stuart Mill.

La crítica del izquierdismo, heredero de la nueva izquierda sesentayochista y de los comunistas —sí, sobrevivían en Occidente con ese nombre a pesar de su pasado—, se centraba en el pragmatismo de la tercera vía, el abandono de la voluntad de transformación, en la transigencia con el «neoliberalismo» —algo que no existe; siempre ha sido liberalismo a secas— y los mercados —con el gran fantasma de la «Europa de los mercaderes» frente a la «Europa social». La crisis de comienzos del siglo XXI obligó a cuestionar una vez más los límites del estado del bienestar, y con ello la socialdemocracia. Sin ese modelo, falsa columna vertebral de Europa para algunos como Tony Judt en Algo va mal (2009), no somos nada.

¿Y en España?

El socialismo español se mantuvo ajeno, y hasta hostil, a la socialdemocracia y al laborismo, lo que explica el recurso a la violencia, la ansiada alianza con los comunistas y el guerracivilismo. Pablo Iglesias, el fundador del PSOE, veía la democracia, incluso la república, no como los socialdemócratas alemanes de la República de Weimar (1919-1933), sino como un vía de transición al socialismo. No caló en el PSOE el debate europeo. Max Adler publicó en 1926 La democracia política y la democracia social, obra en la que, a pesar de desligar una de otra, establecía su conexión y legitimaba el Estado en su carácter social (o socialista en este caso). Los socialistas españoles despreciaron las ideas de Adler, pero también las de Jaurès, Kautsky y Bernstein, que creían en un socialismo ligado a la democracia, entendida esta como la garantía de los derechos y la libre concurrencia de partidos a elecciones periódicas y libres. Escribía Adler al respecto en 1926:

La democracia política es un arma indispensable al proletariado, un medio potente de asegurar su influencia en el Estado y de reforzar su acción sobre las masas. La república democrática es una base jurídica que ha costado demasiado caro conquistar para que el proletariado pueda dejársela arrebatar jamás. No es en vano que la clase obrera socialdemócrata habrá reñido, durante decenas de años, una lucha áspera e intrépida, rica en sacrificios, por las conquistas de la democracia política y de la constitución republicana. Ella no ha ignorado jamás, y hoy menos que nunca, que merced a una democracia política, continuamente perfeccionada, se han creado posibilidades cada vez mayores en la lucha por la democracia social. Y, actualmente, la situación es tal que la democracia no está en ninguna otra parte mejor protegida que por la misma socialdemocracia, y que la república no posee amigos ni protectores más sinceros que el proletariado revolucionario.

En España, este discurso democrático no existe.Besteiro, al que se tiene por uno de los moderados, llamaba a la lucha de clases, a derribar el régimen burgués —léase «democracia»—, y a instaurar el socialismo. Tan solo Fernando de los Ríos, luego cómplice silencioso de la bolchevización del PSOE, entendió que la vía comunista era un paso atrás en el camino de la libertad, y si no véase su hoy olvidado Mi viaje a la Rusia sovietista (1922). Para De los Ríos quedó claro, cuando tras reprochar levemente a Lenin por la falta de derechos en Rusia, el líder soviético dijo aquello de «¿Libertad para qué?». El PSOE no acabó de entender la ruptura de la Segunda Internacional, cruzada no solo por las lealtades nacionales por encima de las socialistas, sino por el deseo de Rosa Luxemburgo y Lenin de aprovechar la Gran Guerra para hacer la revolución proletaria. Mientras los socialdemócratas alemanes reprimían a los comunistas de la Liga Espartaquista que quisieron establecer un Estado soviético en Alemania, e incluso lo consiguieron en Baviera por poco tiempo, en España, preferían la revuelta de salón. Ese discurso revolucionario y el hacer burgués provocaron que en 1920 los coherentes fundaran el Partido Comunista de España, de ciega obediencia a Moscú.

El episodio de la Segunda República mostró todas las debilidades del PSOE como partido democrático. Primero configuró un régimen, el de 1931, basado en un regeneracionismo rupturista, excluyente y vengativo. Luego, dirigido ya por Largo Caballero, rompió con los republicanos, y no admitió la victoria electoral de la derecha. Inició entonces el discurso guerracivilista, que junto con el anticlericalismo marcarían la identidad emotiva de la izquierda española. La revolución de 1934 se hizo para derrocar un gobierno legítimo y «reconducir» la República, que a su entender solo podía ser gobernada por los izquierdistas. Es más, veían la democracia como una transición al socialismo, tal y como afirmaba Largo Caballero y los sectores mayoritarios del PSOE y la UGT. El Frente Popular lo forman aceptando la propuesta de Manuel Azaña e Indalecio Prieto, a cambio de que entrara el PCE. Tras la victoria electoral de febrero del 36, de garantías harto dudosas ya que se cambió el gobierno en mitad del proceso, el socialismo se echó en brazos del comunismo. Tras la larga marcha del desierto de la dictadura de Franco, el PSOE se rehízo en 1974. La derrota del sector histórico gracias a la alianza de andaluces, madrileños y asturianos en Suresnes, supuso la llegada de una generación influida por las ideas de la nueva izquierda.

Felipe González escribía entonces, en un librito que podía comprarse en cualquier librería, que «la plenitud democrática no a va ser alcanzada más que en una sociedad socialista, porque ello supone que el hombre no solo va a ser dueño de su destino colectivo en materia política, sino que va a disponer asimismo de su destino socioeconómico». Su PSOE defendió el marxismo en su versión socialista autogestionaria, hablando del «derecho de autodeterminación» de las naciones como instrumento para la emancipación de la clase obrera. Es decir, el marxismo siguió siendo la médula espinal del PSOE hasta 1979, cuando ya lo habían abandonado los socialdemócratas europeos. Y lo hizo en un congreso, el XXVIII, en el que la corriente crítica de Gómez Llorente, Francisco Bustelo y Pablo Castellano defendió el carácter del PSOE como un partido de clase, de masas, marxista y federal. Bustelo sostuvo que el marxismo era la ideología básica del pensamiento socialista, y rechazó la socialdemocracia porque no la creía apta para España, porque el país, en su opinión, requería reformas económicas y laborales importantes. El PSOE, al entender de estos críticos, debía profundizar en la lucha de clases y en la federalización del Estado. González defendió la socialdemocracia como medio de captar la pluralidad; es decir, lo que decía Przeworski: siendo marxista no se ganan elecciones, había que abrirse y soltar lastre. González ganó a Gómez Llorente con el 86 por ciento de los votos, frente al 7 por ciento. Los años de gobierno socialista, entre 1982 y 1996, supusieron una moderación progresiva en su ideario: más pragmatismo, gestión, europeísmo y atlantismo, y ruptura con la UGT, siempre dentro del modelo de estado del bienestar.

La llegada de Zapatero supuso un giro en el PSOE. Abandonó la socialdemocracia europea, que había ido, como quedó dicho, hacia una tercera vía y a la que González se había acercado. Resucitó la idea de que la legitimidad de la democracia estaba en su carácter social, lo que inducía a más estatismo y más políticas públicas, gasto y endeudamiento. Recuperó la identidad socialista de los años treinta: el guerracivilismo, que concluyó con la ley de memoria histórica, el anticlericalismo y la demonización del adversario, el PP, que tomó cuerpo en el Pacto del Tinell. A esto unió el republicanismo cívico, tomado de Philip Petitt, que Zapatero transformó en «buenismo», consistente en que la base de la política es el diálogo con cualquiera, porque todo es esencialmente bueno y relativo, ya que entiende la libertad como no-dominación. Era una forma de retomar las ideas de Rousseau: la falsa democracia tomada de la voluntad general. De aquí llegó a la Alianza de Civilizaciones frente a la política internacional de Occidente, tomada incluso por el laborista Blair, a lo que sumó planteamientos de la nueva izquierda del 68: el pacifismo y el tercermundismo. Incluso planteó una reinterpretación de la historia en la que la Segunda República, erigida por el PSOE, aparecía como el antecedente democrático del régimen del 78. Esta apropiación del sistema democrático no solo fue desleal, sino que levantó las iras de buena parte del PP, que se puso a defender la Transición en comparación con el proceso de 1931. Al fondo estaba una nueva idea de Estado. Frente a la complejidad de la globalización, los nacionalismos y la cuestión social, proponía una vertebración externa como el federalismo, y una interna como la primacía de los derechos sociales, la lucha contra la desigualdad, y la colaboración con la sociedad civil antiglobalización. A este conjunto, Zapatero lo llamó de diversas maneras: socialismo libertario, ciudadanismo o socialismo cívico. La crítica situación a la que Zapatero con su gobierno llevó al PSOE y a España dejó el sustrato bien asentado para el arraigo del populismo socialista, que se ha sumado al nacional-populismo en Cataluña.

El PP forma parte de ese consenso socialdemócrata, pese a que el PSOE en la etapa de Zapatero lo quiso expulsar. Lo cierto es que ya la Alianza Popular de los dieciséis diputados en 1977 era un partido del consenso, al asumir la política social de la democracia cristiana. Además, si por Felipe González hubiese sido, Fraga, el eterno líder de la oposición porque nada le gustaba más al PSOE que las famosas fotos del sillón. Cuando el 28 de agosto de 1989 Fraga toma la decisión de Perbes, que cambiaría el devenir de la derecha española, y por la cual se nombraba sucesor a José María Aznar. Hubo unos años en que pareció que el PP iba a dar la batalla de las reformas y no se iba a sumar al consenso. Aznar introdujo políticas liberales en el PP, e incluso la palabra «libertad». Hasta entonces en los mítines de la derecha se hablaba de España y Fraga. No en vano, el X Congreso del PP, celebrado en Sevilla el 31 de marzo y 1 de abril de 1990, se hizo bajo el lema «Centrados con la libertad».

Cuando el 3 de marzo de 1996 el PP obtuvo 156 escaños, y Aznar llegó al Palacio de la Moncloa, hubo miedo en las oligarquías del consenso. De aquí la operación del grupo Prisa y del PSOE para colocar como presidente del gobierno a Alberto Ruiz-Gallardón. Sin embargo, apenas cinco meses después, el consejo de ministros de Aznar decidió no entregar a la justicia los papeles del CESID. Ese día cayeron en el olvido las grandes promesas reformistas, desde la despolitización de la justicia, pasando por el cambio de la ley electoral, o la renuncia a modificar el modelo educativo, que quedó relegado para el último minuto de la segunda legislatura. Todo esto consumó el viaje de la derecha hacia la socialdemocracia. Un periplo en el que, como veremos a lo largo del libro, Aznar no viajaba solo, sino con los grandes líderes del centro-derecha europeo, cuyas formaciones son hoy de los grandes sostenedores del modelo socialdemócrata. En esta circunstancia, es lógica la deriva tecnocrática y economicista de los gobiernos de Mariano Rajoy, que olvidaron los principios liberales del primer PP de Aznar —incluso los invitó a abandonar el partido en el Congreso de 2008—, y una vuelta al conservadurismo social y al keynesianismo económico propio de la etapa de Fraga.

El conjunto ha construido una democracia sentimental en España, similar a las europeas, donde prima la sociedad del espectáculo, en la que las emociones determinan el discurso político. La idolatría del Estado ha sustituido la iniciativa, la espontaneidad y la responsabilidad individual en el progreso propio, y por la supuesta dependencia de un bienestar colectivo fundado en la solidaridad obligatoria. Este modelo socialdemócrata ha creado el sustrato posible para que, en una crisis política y económica generalizada, surjan populismos que desprecien los fundamentos de la libertad política.

La actual crisis política que azota Europa es culpa del consenso socialdemócrata establecido desde 1945. En este libro se describen sus efectos nocivos, como el ascenso de los populismos, el infantilismo político y social, el desprecio hacia el individualismo, el miedo a la libertad, el incremento de la desigualdad y la idolatría del Estado.

La derecha que se rindió a la socialdemocracia debe reconstruirse con principios políticos y económicos sólidos y propios. Solo recuperando sin complejos las ideas y el espíritu del liberalismo, podrá evitarse el camino hacia la servidumbre.