Blogs

Desigualdad, lo nuevo de James K. Galbraith.

Desigualdad, lo nuevo de James K. Galbraith.
Desigualdad, lo nuevo de James K. Galbraith.larazon

Estos días se publica en Ediciones Deusto el nuevo libro de James K. Galbraith, profesor de la Lyndon B. Johnson School of Public Affairs, e hijo del renombrado economista John Kenneth Galbraith.

Titulado Desigualdad. Lo que todo el mundo debería saber sobre la distribución de los ingresos y de la riqueza, en este ensayo Galbraith se sumerge una vez más en uno de sus temas favoritos, la desigualdad económica, de la que es uno de sus más reputados expertos.

Se trata, además, de una temática que en la actualidad ocupa un lugar central en el discurso político, económico y social debido a su reciente incremento en Estados Unidos y otros países desarrollados. A pesar de ello, muchas personas permanecen confusas acerca de qué, exactamente, quieren decir los políticos y los economistas cuando hablan de desigualdad.

Para resolver dicha incomprensión, Galbraith responde en este ensayo corto -apenas unas 200 páginas- y escrito en un lenguaje ameno y libre de todo tecnicismo a las dudas que más habitualmente se plantean, tales como: ¿Qué significa la desigualdad económica? ¿Cómo se mide? ¿Por qué́ nos debe importar? ¿Es la creciente desigualdad una consecuencia inevitable del capitalismo? ¿Qué podemos hacer al respecto?

Asimismo, y como complemento a las preguntas y respuestas planteadas, el libro incluye una amplia introducción al estudio de la desigualdad económica, describiendo sus orígenes filosóficos y analizando las teorías, escuelas y doctrinas económicas que recientemente se han acercado a su estudio.

En palabras de Branco Milanovic, otro de los grandes estudiosos actuales de la desigualdad, no hay nadie “más cualificado que James Galbraith para escribir sobre desigualdad”. A juicio de Milanovic, Galbraith “combina un prodigioso conocimiento de la historia y la política con un enorme interés por la desigualdad y todo ello contribuye a que la lectura de este libro sea un exquisito placer”.

A continuación reproducimos el primer capítulo de la obra, titulado “Desigualdad: ¿Debería importarnos?”.

Capítulo 1

Desigualdad: ¿Debería importarnos?

¿Qué es la desigualdad económica?

La igualdad —«sostenemos como evidentes en sí mismas estas verdades: que todos los hombres son creados iguales»; «igualdad ante la ley»; «liberté, egalité, fraternité»— es un ideal. La desigualdad, sin embargo, es una realidad cotidiana, especialmente en el ámbito económico: en ocasiones la deploramos, pero vivimos con ella porque no tenemos otra opción. La desigualdad define y da forma a nuestras vidas; para la mayoría de la gente —a excepción de los ascetas, con frecuencia admirados pero pocas veces imitados— el hecho de la desigualdad genera la competencia que determina el estatus, la posición social y el prestigio, y con ello el éxito y el fracaso en la vida.

La desigualdad económica y social adquiere muchas formas: la de clase —una designación de grupo— es una de ellas, y si bien en el pasado su delimitación fue más estricta que en la actualidad, aún está presente entre nosotros; la de rango, que designa el lugar de un individuo en la escala del éxito, de los ingresos y del poder; la de riqueza, concepto que describe la valoración financiera de las posesiones personales o familiares del individuo, esto es, la acumulación de bienes propios o patrimonio; la de renta,T que alude al flujo de ingresos obtenidos en un período de tiempo determinado; entre naciones, la de ciudadanía establece una jerarquía de derechos de acceso a bienes comunes y protecciones, como seguridad social y cuidados médicos a los que los ciudadanos tienen acceso; y en los hogares, los roles de familia y género marcan un orden de poder y privilegios. Todas y cada una de ellas son dimensiones de la desigualdad.

Los economistas tienden a mostrar un interés especial por tres tipos de desigualdad: las relacionadas con la remuneración, la renta y la riqueza. Y no es porque éstas sean necesariamente las más importantes, pues comparadas con, por ejemplo, las desigualdades de raza o género, no tienen por qué ser las más ligadas al estrés, a la felicidad o a la sensación de justicia o injusticia, por poner sólo tres ejemplos. Sin embargo, nosotros los economistas solemos tener tendencia a estudiar lo que podemos medir con mayor facilidad, y sin duda el dinero es nuestra vara de medir. Puede que sea una vara combada y retorcida —de hecho, lo es—, pero la usamos porque está ahí, y porque esperamos que al usarla podamos llegar a descubrir algo sobre el mundo que merezca la pena saber.

¿Qué es la desigualdad de remuneración? ¿Qué es la desigualdad de renta? ¿Qué es la desigualdad de riqueza?

Paga, retribución, sueldo o salario son términos asociados a la remuneración por el trabajo realizado, y ésta puede ser fija (una cantidad mensual o anual que no depende de las horas o los días trabajados) o variable (por horas o por días); las bonificaciones, las primas y las pagas extras también pueden incluirse entre las formas de remuneración. Pues bien, las desigualdades en materia de paga, retribución, sueldo o salario reflejan las desigualdades existentes entre los distintos puestos de trabajo y las distintas estructuras laborales en diferentes sociedades. Los economistas industriales tienden a centrar su atención en la relación entre la estructura industrial y la distribución de las remuneraciones; los economistas laborales, por el contrario, se suelen centrar en las características personales de los trabajadores: raza, género, educación, etc.

«Renta» es un concepto más amplio, pues además de las remuneraciones incluye también dividendos, intereses, derechos de autor, ganancias de capital, alquileres y beneficios gubernamentales como subsidios de desempleo. El importe de otros ingresos, como cupones de comida, puede estar incluido o no; por ejemplo, normalmente el cobro de un seguro no lo está. Los funcionarios de la contabilidad nacional manejan otro concepto, el de «renta imputada», cuyo principal componente es la renta anual imputable a la vivienda ocupada por sus propietarios. Sin embargo, con el fin de medir adecuadamente la desigualdad de renta, la práctica habitual en la mayoría de los países es basarse en la normativa fiscal: se considera «renta» todo aquello que las leyes fiscales incluyen como tal a efectos de tributación. En los países sin impuesto sobre la renta, o en aquellos en los que su cumplimiento es escaso, las estadísticas sobre la renta tienen que basarse en encuestas cuyos diseños pueden ser muy variables, y ello si realmente se llevan a cabo.

La riqueza o patrimonio es el valor atribuido a un conjunto de posesiones: activos financieros, como el dinero, las acciones o los bonos en su valor de mercado; inmuebles, terrenos, arte, automóviles, joyería y otras posesiones, descontando siempre la deuda que se haya podido adquirir para su adquisición; y también incluye el valor actual neto de los flujos de renta presentes y futuros, como los de los sistemas Social Security, Medicare y Medicad en Estados Unidos. La remuneración y la renta son flujos, es decir, que se obtienen en períodos de tiempo determinados, como una semana, un mes o un año, mientras que la riqueza es una cantidad mensurable en cualquier momento del tiempo. Sin embargo, dado que en la mayoría de los países no existe un impuesto general sobre la riqueza, las reglas para definir lo que se incluye y lo que no se incluye no están claramente fijadas: en algunas ocasiones se emplea una definición muy estricta, y en otras una más permisiva.

La desigualdad entre sueldos y salarios es bastante fácil de medir a partir de los datos disponibles: los registros de nóminas están muy extendidos, al igual que las encuestas semanales o mensuales sobre retribuciones salariales. La desigualdad de renta también es relativamente sencilla de medir en países con buenas encuestas o buenos datos fiscales, pero el problema es que estos últimos tampoco son muy abundantes: la recopilación exhaustiva de datos fiscales tan sólo se realiza en veintinueve países, y además está sesgada claramente hacia los países de habla inglesa, por lo que no queda otro remedio que basarse en encuestas. La desigualdad de riqueza es aún más difícil de medir, pues los resultados pueden variar en función de la definición de riqueza empleada, y tan sólo unos pocos países se molestan en medir oficialmente las posesiones de sus habitantes. La distribución de los activos financieros, por ejemplo, es muy poco igualitaria, pues la mayoría de la gente con ingresos salariales no acumula riqueza financiera. La riqueza inmobiliaria está más distribuida, y la mayoría de los hogares de clase trabajadora, propietarios o arrendatarios, cuenta con seguridad social; no obstante, las viviendas son difíciles de valorar, y a menudo se pasa por alto la riqueza de la seguridad social.

La paradoja al realizar este tipo de estudios es que, por un lado, los aspectos más importantes son los más difíciles de medir, y por el otro, los más fáciles de medir son aquellos relativamente menos importantes.

¿Cuál ha sido la evolución reciente de la desigualdad económica en Estados Unidos y en el mundo?

Durante el segundo tercio del siglo xx, la desigualdad existente en la mayoría de los países de los que tenemos información —que por desgracia no son muchos— tendió a disminuir. En el caso de Estados Unidos, la mayor parte de las fuentes están de acuerdo en que la desigualdad alcanzó su punto más elevado durante la gran burbuja financiera de 1929, que se redujo progresivamente con el empobrecimiento general de la Gran Depresión e incluso durante la recuperación del New Deal, y que cayó en picado tras la movilización militar en la Segunda Guerra Mundial. Desde ese momento, los datos fueron más o menos estables, con nuevas reducciones de la desigualdad a finales de los años sesenta gracias al ímpetu de la Guerra contra la Pobreza y de la Gran Sociedad de Lyndon B. Johnson.

A partir de 1970, sin embargo, las desigualdades de salarios y de renta en Estados Unidos comenzaron a aumentar de nuevo. Este incremento se hizo especialmente perceptible durante los primeros años de la década de los ochenta, lo que impulsó al que esto escribe a organizar en 1982 algunas comparecencias ante el Comité Económico Conjunto del Congreso. Hacia 1988, también los académicos comenzaron a tomar nota de este incremento, y desde entonces la desigualdad creciente ha sido el tema principal de muchos debates. Durante los últimos años, y en particular desde el estallido de la Gran Crisis Financiera de 2008-2009, el aumento de la desigualdad económica se ha convertido en una importante preocupación política.

¿Continúa hoy en día aumentando la desigualdad, ya en la segunda mitad de la década de 2010? Algunos datos indican que así es, aunque otros no lo tienen tan claro. Ciertos datos sobre desigualdad de remuneración recabados en Estados Unidos, por ejemplo, muestran un máximo a principios de los años noventa y un declive posterior, hasta el pleno empleo alcanzado a finales de esa década. Por su parte, los datos sobre desigualdad de renta —que incluyen dividendos y ganancias de capital, así como salarios y primas a altos ejecutivos del sector financiero y tecnológico— alcanzaron su punto máximo en el año 2000, poco antes del estallido de la burbuja de las tecnologías de la información (las llamadas puntocom). Desde ese momento, los datos muestran una evolución en forma de dientes de sierra claramente ligada a los movimientos de los precios de los activos, especialmente al auge de la burbuja inmobiliaria en 2007, y a la recuperación del mercado financiero a comienzos de 2010. Los estudios no se ponen de acuerdo sobre si los datos más recientes son algo mayores o algo menores que en 2000, pero en todo caso está claro que el gran aumento de la desigualdad de renta en Estados Unidos se hizo menos innegable e inexorable con el cambio de milenio.

La tendencia —si realmente la hay— en el mundo en su conjunto resulta mucho más difícil de detectar, pues no existe un organismo estadístico mundial que recoja información sobre renta a nivel global, y por tanto las evidencias sobre este tema se basan en el ensamblaje de los datos disponibles para cada país. Aunque existe una gran abundancia de este tipo de datos, normalmente no han sido obtenidos con los mismos criterios, lo que dificulta enormemente su comparación y el descubrimiento de tendencias. Sin embargo, existen ciertas técnicas que pueden utilizarse para ello, y al menos un estudio basado en ellas —llevado a cabo por este humilde autor— ha logrado encontrar un patrón de comportamiento común para las desigualdades de remuneración y de renta dentro de cada país en todo el mundo. Este patrón muestra una relativa estabilidad durante los años sesenta, un declive generalizado de las desigualdades en gran parte del mundo durante la década de los setenta, y un pronunciado incremento desde 1980 que afectó primero a América Latina, después a Europa Central, y después a Asia, hasta alcanzar su apogeo en 2000 (igual que en Estados Unidos); desde entonces, los datos disponibles muestran un modesto declive en la desigualdad en partes importantes del mundo, como Rusia, la mayor parte de América del Sur, y, desde 2008, también China.

El párrafo anterior requiere numerosas puntualizaciones, pero por el momento las pospondremos hasta otro capítulo de este libro.

¿Por qué es importante la desigualdad económica?

Para mucha gente, la importancia de las desigualdades económicas resulta obvia. Para los pobres, el problema y el remedio están muy claros: no tienen lo suficiente y necesitan más, especialmente si pertenecen a un grupo que sufre discriminación o la ha sufrido en el pasado. De igual modo, también resulta obvia para los simpatizantes de los pobres o discriminados. En general, la reducción de la desigualdad económica implica que menos gente se encuentre muy por debajo del promedio de su sociedad, y que los grupos con bajos ingresos no estén tan lejos de los estándares impuestos por los grupos más privilegiados.

¿Significa esto que la reducción de la desigualdad también reduce la pobreza y la discriminación? La respuesta es: no necesariamente. La reducción puede tener un coste económico, y una sociedad más igualitaria puede en promedio ser más pobre que la anterior, al compartir entre todos la miseria. Una revolución política que elimine (o fuerce al exilio) a la élite económica existente puede sufrir este problema. Es posible que la sociedad resultante sea (o no) menos opresiva que la que acaba de derrocar, pero dadas las perturbaciones y la violencia que suelen acompañar a toda revolución, es poco probable que sea más rica, al menos al principio. Para mucha gente, la experiencia del comunismo supuso privaciones y dificultades económicas.

De manera análoga, es posible reducir la desigualdad sin reducir la discriminación, pues puede darse el caso de que tras una reducción de la desigualdad un grupo concreto (las mujeres o las minorías raciales) continúe teniendo la misma posición que antes, en la base del escalafón económico: aunque tal escalafón no sea tan amplio y la pobreza sea menor, la discriminación continúa existiendo. Los líderes y miembros de un grupo marginado pueden aceptar o no las ganancias obtenidas como una suerte de sustituto de un trato igualitario respecto de los grupos favorecidos. El bienestar material y la justicia social se solapan, pero no son lo mismo.

Una cuestión importante es si las desigualdades tienen efectos positivos o negativos en el ámbito económico y social de una sociedad. En general, el consenso es que resulta esencial un mínimo grado de desigualdad, y que por tanto es prácticamente inevitable que algunos grupos tengan en promedio mayores ingresos y patrimonio que otros, pero ¿cuándo es excesiva esta desigualdad? La respuesta a esta pregunta no puede proceder sólo de los desfavorecidos, sino que debe basarse en la opinión de la sociedad o del sistema en su conjunto.

Obviamente, el tema es muy controvertido. Las teorías económicas llevan décadas intentando explicar que el grado de desigualdad presente en una economía depende de factores externos, como los requisitos del cambio tecnológico o la expansión del comercio global; de esta forma, argumentan que la desigualdad no es algo en lo que se pueda influir o que deba preocuparnos. Si estas teorías fuesen ciertas, no se molestarían en examinar el grado de desigualdad del sistema económico, al menos desde el punto de vista del rendimiento económico. Sin embargo, en opinión de este economista, estas teorías no son realmente convincentes, y no parece haber otra opción más que considerar las desigualdades como algo que las sociedades crean por sí mismas.

¿Cómo se crea la desigualdad? En parte, tal y como escribió el gran economista escocés Adam Smith en el siglo xviii, las sociedades lo hacen al establecer privilegios legales y sociales: protecciones, subsidios y poder de monopolio. En parte, como escribió Karl Marx en el siglo xix, el capitalismo lo hace para explotar a la clase trabajadora, extrayendo de ellos la plusvalía. Y en parte, como escribió Joseph Schumpeter a principios del siglo xx, el cambio tecnológico lo hace al conceder grandes recompensas a aquellos que logran transformar profundamente la forma en la que vivimos. Algunas de estas fuerzas son útiles, otras son inevitables y otras son peligrosas y, por tanto, requieren gestión y control.

¿Y cómo se las arreglan las sociedades modernas para reducir la desigualdad? En parte mediante el control de salarios, precios y tipos de interés. En parte a través de impuestos. En parte proporcionando infraestructuras públicas y bienes de consumo para todos. Y en parte mediante seguros sociales que garantizan unos ingresos mínimos a los afectados por los cambios económicos o marginados por edad o por enfermedad. De nuevo hay que señalar que la pertinencia y utilidad de estas intervenciones e instituciones es objeto de debate continuo.

¿Las batallas sobre distribución y redistribución afectan al rendimiento económico? El conflicto en sí mismo es costoso. La violencia física es destructiva. Las huelgas y las quiebras afectan a la producción. La inflación —en ocasiones considerada una consecuencia de una lucha distributiva sin resolver— obstaculiza la vida económica normal. El consenso, la colaboración y la paz son productivos, pero el problema es que no siempre pueden alcanzarse.

La teoría económica tradicional tiende a afirmar que en la actualidad la eficiencia económica ha favorecido la aparición de sociedades más desiguales, entre ellas la de Estados Unidos. ¿Por qué? Sobre todo porque (según dicen) un mayor nivel tecnológico requiere mayores capacidades profesionales, que a su vez deben ser remuneradas con mayores salarios. Podría decirse también que una sociedad poco igualitaria que experimente un cambio tecnológico acelerado debería (en promedio) tener menos desempleo que una sociedad que mantenga «rígidos mercados laborales» con mano de obra poco cualificada, con elevados salarios y trabas a contrataciones y despidos.

Otras teorías e investigaciones empíricas han cuestionado este argumento. Por ejemplo, puede ocurrir que las naciones con fuertes desigualdades de salarios tengan más desempleo, simplemente porque hay más gente que abandona sus empleos de sueldo reducido (por ejemplo, en granjas rurales) para intentar obtener empleos mejor remunerados (por ejemplo, en la construcción urbana). Parece lógico que las enormes desigualdades entre el campo y la ciudad en muchas naciones incentiven la migración interna y la búsqueda de mejores opciones, igual que las enormes desigualdades entre países incentivan la migración internacional, y los estudios empíricos también parecen contradecir la visión tradicional.

Los países con una desigualdad salarial relativamente baja —como los escandinavos— tienden a tener una productividad sistemáticamente más elevada y tasas de desempleo más reducidas que sus países vecinos y competidores menos igualitarios; y es muy posible que las sociedades percibidas como injustas o poco fiables no funcionen de manera óptima. En esta línea, Joseph Stiglitz ha ofrecido muy recientemente un elocuente argumento contra la desigualdad en Estados Unidos.

En una democracia formal, otro aspecto de la desigualdad económica extrema es el poder que ostentan los muy ricos. Adam Smith escribió: «Como dijo el Sr. Hobbes, la riqueza es poder» (refiriéndose al filósofo inglés Thomas Hobbes). La elevada desigualdad que ha caracterizado a Estados Unidos durante las últimas décadas ha implicado un acceso desigual al poder político, en parte por la sencilla razón de que presentarse como candidato a unas elecciones requiere disponer de mucho dinero, ya no digamos ganarlas. Este aspecto de la desigualdad crea un vínculo entre la economía y la política tan fuerte que no se puede desdeñar ni obviar.

En el ámbito de las comparaciones internacionales, hay otro hecho que llama la atención, y es que las sociedades más ricas tienden a ser más igualitarias que las sociedades más pobres. ¿Por qué sucede esto? La respuesta es intuitiva y muy clara: por definición, una sociedad rica debe tener una amplia clase media, esto es, debe tener un gran número de individuos y familias propietarios de una parte significativa de la renta y la riqueza nacional. Es casi imposible que un país rico —salvo los casos excepcionales de los pequeños territorios petrolíferos gobernados por jeques— tenga una riqueza nacional concentrada en manos de unos pocos. Los países más pobres del mundo son precisamente aquellos en los que la actividad económica está dividida claramente entre un pequeño número de personas que controlan los recursos (incluyendo las tierras), y la mayor parte de la población, empobrecida o desposeída.

Por tanto, los procesos de desarrollo económico casi siempre acaban reduciendo la desigualdad, y con ello llegan los beneficios que asociamos a la vida civilizada: pensiones, seguros sociales, educación gratuita, parques nacionales y servicios culturales. La cuestión en este caso es saber si es buena o mala idea intentar acelerar el movimiento hacia la igualdad. En los países ricos que ya han conseguido una desigualdad relativamente baja, la cuestión es determinar si el aumento de la riqueza trajo consigo la reducción de la desigualdad, o si fue la reducción de la desigualdad la que provocó el aumento de la riqueza.

Dicho esto, hay que señalar que hasta ahora sólo se ha hablado sobre si una desigualdad económica es algo positivo o negativo. ¿Qué pasa con los cambios en el nivel de desigualdad? ¿Un aumento de la desigualdad es siempre algo malo? ¿Una reducción de la desigualdad es siempre algo bueno? Si observamos la última generación, muchos países ricos y pobres han visto cómo aumentaba su desigualdad. ¿Es ésta una nueva fase de su desarrollo, tal vez asociada, en el caso de los ricos, a nuevas y avanzadas formas de cambios tecnológicos? ¿O se trata más bien de un desarrollo a la inversa, y de una desigualdad creciente que amenaza los logros sociales del último medio siglo o más?

Tampoco ésta es una cuestión fácil de responder, y posiblemente no tiene una respuesta única. Si la desigualdad es demasiado baja, desincentivando la libre empresa y la innovación, ¿por qué no permitir que aumente? Y si es demasiado alta, provocando un sentimiento de injusticia, ¿por qué no reducirla? O, como en el famoso caso de la reforma social china a partir de 1976, ¿por qué no elevarla al principio y (tal vez) reducirla más adelante? La respuesta depende por completo del contexto: en algunas situaciones, la reducción puede ser la política económica correcta, mientras que en otras tal vez debería permitirse su aumento; y sin embargo, pese a todas estas reservas, la desigualdad nos debe seguir preocupando.

El filósofo John Rawls sugirió una razón por la que debemos preocuparnos por el nivel de desigualdad en abstracto. Supongamos, argumentó, que tuviésemos que elegir el nivel de desigualdad en una sociedad tras un «velo de ignorancia», esto es, sin saber nuestra propia posición en dicha sociedad. En ese caso, lo racional sería escoger una sociedad bastante igualitaria, en la que las desigualdades estuviesen justificadas incluso para los ciudadanos más pobres y vulnerables. Haciendo el esfuerzo de olvidarnos de nuestra posición real y participar en el experimento planteado por Rawls, podemos apreciar que la desigualdad importa, aunque en algunos aspectos sea inevitable, y en algunos casos limitados, incluso deseable.