Libros

Libros

Economía para no dejarse engañar por los economistas

Economía para no dejarse engañar por los economistas
Economía para no dejarse engañar por los economistaslarazon

Decía la economista británica Joan Robinson que el estudio de la economía no debe tener por objetivo aprender la ciencia económica, sino simplemente ser capaz de dotarse de unos conocimientos mínimos para “no dejarse engañar por los economistas”.

Juan Torres Lopez, catedrático de economía de la Universidad de Sevilla, recoge el guante en su último libro, titulado precisamente Economía para no dejarse engañar por los economistas y publicado recientemente por Ediciones Deusto.

Se trata de un volumen en el que responde a 50 preguntas sobre los más importantes problemas económicos actuales y en el que defiende que la economía, como ciencia social que es, no tiene una única respuesta a los problemas a los que se enfrenta, dado que las respuestas derivan siempre de quien formula las preguntas y, en consecuencia, de los grupos sociales a quienes se pretende favorecer.

A juicio de Juan Torres López los economistas juegan al engaño cuando se refieren a la economía como una ciencia exacta que proporciona análisis y respuestas únicas, objetivas y ajenas a los valores y a los intereses de cada persona. Se trata, no cabe duda, de una advertencia necesaria en una sociedad como la nuestra, en la que los economistas ocupan cada vez más espacio en los medios de comunicación y conceptos tales como desempleo, deuda, inflación, recesión, pensiones, prima de riesgo o siglas como PIB, IPC o FMI forman parte del lenguaje cotidiano.

Con ánimo de que el lector entienda las respuestas que cada escuela económica proporciona a las grandes cuestiones económicas de nuestro tiempo y con el objetivo último de que dicho lector pueda formarse su propia opinión, Juan Torres López se acerca a cuestiones tales como, entre otras, ¿Qué ventajas e inconvenientes tiene el capitalismo respecto a otros sistemas económicos?, ¿Se puede prescindir de la intervención del Estado en la economía? ¿Cuándo y por qué es peligroso que la deuda pública sea demasiado alta? ¿Qué ventajas y desventajas tienen los impuestos? ¿Es cierto que las crisis son inevitables, que no se pueden predecir y que nadie predijo la actual? ¿Hay que bajar salarios para ser más competitivos? ¿Es más eficiente y funciona mejor lo público o lo privado? ¿Las pensiones públicas están en peligro? ¿Cómo podemos combatir la desigualdad?

Estas son apenas algunas de las 50 preguntas que Juan Torres López aborda en este libro. Preguntas todas ellas que aparecen en la agenda actual de los partidos políticos y que derivan en decisiones económicas que afectan nuestro día a día como ciudadanos y, en consecuencia, que debemos no sólo entender sino también tener una opinión formada al respecto.

A continuación reproducimos el capítulo 46, dedicado a la sostenibilidad del sistema de pensiones.

¿Están en peligro las pensiones públicas debido al envejecimiento de la población?

En los últimos años ha cambiado mucho la estructura poblacional de nuestras sociedades. Ha aumentado la longevidad, lo que permite que cada vez haya más personas que superan la edad laboral y que no pueden seguir viviendo de ingresos de su trabajo. Al mismo tiempo, la natalidad está disminuyendo (principalmente, como consecuencia de lo difícil que resulta conciliar la vida familiar con el empleo remunerado, sobre todo en el caso de las mujeres cuando no hay corresponsabilidad por parte de los hombres). Ambas circunstancias hacen que nuestras sociedades sean cada vez «más viejas» y que cada vez haya menos personas en edad de trabajar para poder financiar, con una parte de su ingreso, las pensiones que reciben las que ya no trabajan.

Eso ha llevado a muchos economistas y políticos a asegurar que ese envejecimiento progresivo de nuestras sociedades hace «insostenible» el sistema de pensiones públicas, porque sus ingresos del sistema (que provienen de las cotizaciones que pagan las personas empleadas) serán pronto insuficientes para sufragar el gasto en pensiones que, a causa del envejecimiento, será mucho mayor que ahora.

Es lógico que una advertencia de esa naturaleza tenga un tremendo impacto en la gente normal y corriente que no suele tener patrimonio como para poder vivir de él cuando se jubile y cuyo futuro en la vejez depende, por tanto, de las pensiones. Y como la idea se ha repetido tanto, una gran parte de la población está ya convencida de que no tendrá pensiones o de que, si las tiene, serán de muy baja cuantía por culpa del envejecimiento general.

Como vía para solucionar ese problema futuro, y para hacer frente a esa «segura» insostenibilidad del sistema de pensiones, en los últimos años se han venido haciendo reformas, todas ellas dirigidas básicamente a reducir la cuantía del gasto en pensiones públicas (reduciendo directamente la pensión o elevando la edad de jubilación) y a favorecer su sustitución por planes de ahorro privados. Lo primero, según se dice, tiene el objetivo de reducir la factura de las pensiones y evitar que llegue a ser impagable; y lo segundo, al parecer, busca garantizar que la pensión futura dependa del ahorro propio, de modo que todas las personas la puedan cobrar en el futuro con independencia del envejecimiento continuado de la población.

Como digo, estas ideas se han generalizado en los últimos años, pero lo cierto es que se basan en una distorsión profunda de la realidad y en auténticos mitos sin fundamento científico.

Es cierto que el envejecimiento de la población pone sobre la mesa la necesidad de sufragar cada vez más pensiones con el producto que generarán cada vez menos personas trabajando. No obstante, ni siquiera en las hipótesis más extremas se tiene por qué llegar inevitablemente a una situación que, rigurosamente hablando, se pueda considerar como «insostenible».

Como mucho, se calcula que el gasto en pensiones podría llegar a ser del 15-17 por ciento en 2050, un porcentaje bastante alto si se compara con el actual (10,5 por ciento, en 2015), pero no mucho mayor que el que tienen ahora otros países de nuestro entorno, como Italia o Francia.

Si todo permaneciera igual en la economía, no cabe duda de que un incremento de gasto de esa naturaleza sería muy oneroso y que habría dificultades para poder afrontarlo (aunque también cabe preguntarse por qué, dentro de 35 años, no podría España dedicar a las pensiones más o menos lo que ahora dedican otros países). Si se mantuvieran exactamente las mismas condiciones en las que está hoy la economía española, y si en lugar de tener que pagar lo que pagamos ahora de pensiones (generando ya déficit en el sistema) tuviéramos que gastar 50 000 o 60 000 millones de euros más al año, sencillamente, tendríamos que admitir que no podríamos hacerlo. Y mucho menos si los salarios (la masa salarial) siguen cayendo como hasta ahora.

Pero el error del planteamiento consiste en que la situación de las economías no permanece igual a lo largo del tiempo. Ningún economista incorpora en sus análisis la hipótesis de que nuestro producto interior bruto vaya a venirse tan estrepitosamente abajo en el futuro. Por poco que aumente el PIB, siempre habrá cierto incremento de la productividad que permitirá obtener más producto (es decir, hacer más grande la tarta) con menos empleo. Dentro de veinte o veinticinco años, España tendrá un PIB bastante mayor que el de ahora (tal y como ha ocurrido ahora respecto a veinte o veinticinco años atrás), así que un mismo porcentaje dedicado a pensiones representará una cuantía también mucho mayor para las pensiones.

Otro error importante que hay detrás de este tipo de alarmas tiene que ver con los factores que pueden desencadenar los déficits que pueden hacer insostenible el sistema de pensiones públicas.

El sistema está en equilibrio financiero cuando los gastos igualan los ingresos. Y la cuestión radica en que ese equilibrio no depende sólo de la cuantía de las pensiones o de la mayor o menor proporción de personas jubiladas que haya respecto a la población que puede generar ingresos (técnicamente se denomina a esa proporción tasa de dependencia). Aceptando que las pensiones públicas se sigan financiando sólo mediante las cotizaciones sociales que pagan las personas empleadas (como hasta ahora), el equilibrio del sistema depende, además de esos dos factores, de otros más: la productividad, el volumen de personas que cotizan (del empleo y, más exactamente, de la población activa) y los salarios, pues de estos es de donde salen las cotizaciones sociales. Con el aumento de la productividad, como acabamos de señalar, con menos personas empleadas se genera bastante más producto, lo que quiere decir que se puede sufragar un mayor gasto en pensiones aumentando al mismo tiempo el producto per cápita, es decir, lo que corresponde a pensionistas y empleados. Como dicen Fernando Esteve y Rafael Muñoz de Bustillo Llorente, «lo realmente determinante a la hora de calibrar el bienestar de las generaciones futuras (en términos de PIB) es el comportamiento de la productividad y no lo que ocurra con las pensiones y cómo se financien».

Por supuesto, puede argumentarse que es posible que la productividad no aumente en nuestra economía y que tampoco lo haga el empleo y que los salarios sigan bajando en su proporción sobre el total de las rentas (desde 1976 han bajado unos 150 000 millones de euros, y desde 2010-2011, más de 40 000 euros). Si es así, y si la población sigue envejeciendo, puede darse por seguro que podría haber problemas para mantener el equilibrio financiero si la cuantía de las pensiones no baja drásticamente. Pero, ni siquiera en ese caso tan extremo puede decirse con rigor que la situación de las pensiones sea insostenible.

Aunque las pensiones públicas (contributivas) se financien hoy día sólo con cotizaciones sociales también podrían financiarse con algún tipo de impuestos adicionales, o bien de carácter específico (como el de contribución a la solidaridad que propone Ignacio Zubiri, que gravaría la riqueza personal y las ventas por encima de determinado nivel de las grandes empresas), o bien de carácter más general. Así se hace en algunos países de nuestro entorno (que ya tienen una presión fiscal más elevada que España), sin que se derrumben por esa causa las columnas del templo de sus economías.

Pero, llegados a este punto, a esta hipótesis extrema, resulta entonces que la decisión de la que dependería sostener o no las pensiones públicas sería puramente política, y no económica. O, dicho de otro modo, no hay una razón económica ni demográfica que haga insostenible un sistema de pensiones públicas. Si llegara a ser insostenible, sería por una decisión exclusivamente política: porque alguien decida que no se recaude algún impuesto para financiarlas. Una decisión legítima, sin duda, pero puramente política, resultado de una convicción ideológica.

Por otro lado, los economistas y los políticos que siguen afirmando que las pensiones públicas son insostenibles por el envejecimiento de la población reclaman no sólo que se reduzca constantemente la cuantía de las pensiones, sino, sobre todo, que aumente el componente de ahorro privado para financiar las pensiones futuras mediante los llamados «sistemas de capitalización». Estos sistemas de capitalización funcionan de un modo diferente al de reparto que actualmente hay en España. En el sistema de reparto, las personas que están empleadas hoy son quienes sufragan con sus salarios y cotizaciones las pensiones de las personas jubiladas actuales. En un sistema de capitalización (como el que ahora rige los planes de ahorro privados), cada persona empleada va ahorrando a lo largo de su vida laboral, y es con ese ahorro acumulado (capitalizado) con el que se paga su pensión cuando se jubile.

Los economistas liberales que defienden este sistema afirman que esa es la solución a la insostenibilidad de las pensiones públicas provocada por el envejecimiento, porque, de esa forma, la pensión de alguien que se jubile en el futuro ya no dependerá de que haya más o menos empleados en ese momento, sino de que él mismo haya ahorrado a lo largo de su vida. Pero esta es otra idea completamente falsa basada en un error elemental sobre el modo en que funciona el ahorro que genera la pensión futura, y se trata de un error que sorprendentemente no se tiene casi nunca en cuenta.

Veamos... Cuando una persona suscribe un plan de ahorro para financiar su pensión cuando se jubile (en un futuro más o menos lejano), lo que va haciendo es depositar en un fondo una determinada cantidad mensual o anual. Pero ese dinero no se mantiene guardado en un cajón esperando a la jubilación del ahorrador. En ese caso, al cabo de unos años tendría un valor real mucho menor, y apenas podría financiarle su jubilación. Lo que hace el fondo es ir adquiriendo activos financieros rentables con el fin de ir ganando valor y aumentar la cuantía del fondo para que el ahorrador, cuando llegue su momento de la jubilación, pueda disponer de recursos suficientes y actualizados.

Y aquí viene la cuestión que casi nunca se tiene en cuenta: para que el ahorrador pueda disponer al cabo de los años de esa «pensión», de su ahorro capitalizado, el fondo en donde ha ido depositando su dinero tiene que vender dichos activos en el momento de la jubilación para convertirlos en el dinero líquido que le sirve de pensión.

Un ejemplo muy simple permite entenderlo fácilmente. Imaginemos una sociedad en la que todas las personas generan un fondo de ahorro para sus pensiones. Supongamos que dicha sociedad se hace tan vieja que dentro de unos años tan sólo trabajan cinco personas y que hay novecientas jubiladas. ¿De dónde saldrá la pensión de las personas que se vayan jubilando? De su propio ahorro, efectivamente. Pero, salvo que cada una de ellas hubiera ido guardando su dinero en una caja (y en ese caso seguro que perdería bastante valor, como dijimos antes), lo ahorrado estará depositado en un fondo, y este habrá realizado inversiones a lo largo de todo el período. Por tanto, las personas que se vayan jubilando tendrán que ir a su fondo, cuando les corresponda empezar a cobrar su pensión, y pedirle que venda los activos correspondientes y que le proporcione el dinero contante y sonante para sus gastos. Si suponemos que los jubilados no tienen otra fuente de ingresos, sólo le podrán vender esos activos a las cinco personas que están empleadas y que, por tanto, tienen ingresos. Es decir, que para hacer efectiva, en un momento futuro, la pensión generada a través de un fondo de ahorro privado es necesario que algunos de los empleados en dicho momento futuro renuncien a una parte de sus ingresos para comprar los títulos a los que fue a parar el ahorro.

Queda claro entonces que la disminución de población empleada (el «problema» demográfico) produce el mismo efecto en un sistema de reparto que en uno de capitalización del ahorro privado. Si es de reparto, se nos dice que el problema es que hay muy pocos empleados para generar el ahorro que necesita el Estado (por la vía de las cotizaciones sociales) para pagar las pensiones. Pero se oculta que el problema es el mismo si el sistema es de capitalización, ya que en este sistema el ahorro de los empleados se destina (por el mismo volumen) a comprar los títulos que tendrá que vender el fondo de pensiones.

Y es evidente que en ambos sistemas la garantía para que pocos empleados (cinco) puedan pagar a novecientas personas jubiladas es que haya aumentado tanto la productividad que esos cinco puedan generar un producto (ingreso) lo suficientemente grande: o bien para poder disponer de recursos adicionales dedicados a comprar activos financieros, o bien para cotizar a la seguridad social. En suma, tanto en el sistema de capitalización como en el de reparto, la generación en la que se recibe la pensión es la que «paga» a los pensionistas y, por tanto, lo importante no es que haya más o menos población jubilada, sino que se pueda obtener el producto (ingreso) suficiente para proporcionarle una pensión por una vía o por otra. Y esto confirma lo que expresamos con anterioridad: lo que puede hacer financieramente insostenible el sistema de las pensiones (no sólo el de las públicas, sino también el de las privadas) es que en su día no haya aumentado suficientemente la productividad.

En resumidas cuentas, las pensiones públicas sólo pueden llegar a ser insostenibles a causa del envejecimiento de la población si no hay crecimiento económico suficiente ni avances en la productividad ni empleo ni salarios suficientes... y si, al mismo tiempo que todo eso, aumenta la cuantía de las pensiones y se toma la decisión política de no completar su financiación con impuestos adicionales. Sólo si se dan conjuntamente estas circunstancias puede decirse que las pensiones serían insostenibles. Aunque cabe preguntarse si entonces lo insostenible serían las pensiones y no toda la economía o incluso el orden social en general. Y, además, se puede decir tajantemente que no es verdad que la alternativa para hacer frente a esa situación de insostenibilidad sea la generación de planes de ahorro privados bajo sistemas de capitalización. En primer lugar, porque, como dice Ignacio Zubiri, «contrariamente a lo que se afirma a veces, el sistema de capitalización no garantiza ningún nivel de pensiones (porque todo depende de la rentabilidad del mercado) y ni siquiera garantiza el cobro de alguna pensión (porque existe el riesgo de quiebra de las gestoras)». Y no lo garantiza, además, porque el factor demográfico afecta a dicho sistema, tal y como hemos señalado, exactamente igual que al de pensiones públicas de reparto.

Las pensiones son seguramente el componente del estado del bienestar contemporáneo que está más en peligro. Eso es cierto, pero, como hemos visto, no lo está porque la población viva más años, es decir, sea más longeva. Las pensiones están en peligro por las políticas que destruyen actividad productiva y empleo, porque los salarios pierden cada vez más peso en el total de la renta nacional, porque no se consiguen vencer todos los frenos que impiden que haya igualdad entre mujeres y hombres en el acceso a la vida laboral, porque la banca está deseosa de promover los fondos privados de ahorro como sustitutos de las pensiones públicas (a pesar de que tienen un gran riesgo y son una forma de ahorro muy poco rentable)..., y, sobre todo, porque las pensiones públicas son una de las más grandes y directas expresiones (junto a los impuestos) de la voluntad de organizar la sociedad bajo un principio de generosidad y solidaridad, un principio que está en el punto de mira de las políticas económicas liberales basadas, por el contrario, en el individualismo que parte de considerar al ser humano con una criatura egoísta que es más feliz cuanto más se desentiende de los demás.