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Hillbilly, una elegía rural: La novela del año que no es una novela

Hillbilly, una elegía rural: La novela del año que no es una novela
Hillbilly, una elegía rural: La novela del año que no es una novelalarazon

Estos días se publica en España un libro largamente esperado por su éxito en Estados Unidos, donde lleva meses encaramado a la primera posición de todas las listas de libros más vendidos: Hillbilly, una elegía rural, de J.D. Vance.

Escrito en primera persona, el autor describe con todo lujo de detalles la historia de su familia durante las últimas generaciones, para trazar con ello un retrato de primera mano de la nueva clase blanca empobrecida y que, en buena medida, votó a Donald Trump en las últimas elecciones presidenciales en Estados Unidos, permitiéndole con ello la llegada a la Casa Blanca.

De dicha clase blanca empobrecida J.D. Vance se centra en los hillbillies, término con el que se conoce a los habitantes de la Cordillera de los Apalaches, probablemente uno de sus colectivos paradigmáticos y del cual él mismo procede.

A través de la descripción, y análisis de sus causas y consecuencias, de los acontecimientos familiares y de los suyos propios a lo largo de varias décadas, J.D Vance cuenta la historia de una comunidad que se ha ido degradando lentamente y cuyo declive ejemplifica a la perfección su disfuncional familia y el entorno en el que creció.

Aunque, y contra todo pronóstico, J.D. Vance acabó estudiando Derecho en Yale, una de las universidades más prestigiosas del país, su infancia estuvo protagonizada por los cambios de domicilio constantes, a menudo varios en un mismo año y resultado de las muchas y variadas parejas de su madre, drogadicta e incapaz, a pesar de su empeño, de mantener su trabajo como enfermera. A falta de padre, que lo donó en adopción a los pocos años de nacer y al que sólo recuperó, en parte, tiempo después, el autor pasó buena parte de su infancia con sus abuelos, quienes le proporcionaron el sustento económico y emocional para no acabar también sucumbiendo al alcohol y las drogas. Unos abuelos con una convivencia tampoco exenta de peleas y episodios de violencia: describe, por ejemplo, como en una ocasión, y tras haber jurado que lo mataría si volvía a aparecer borracho en casa, la abuela esperó a que, tras repetirse el episodio, el abuelo se tumbara en el sofá a dormir la mona para rociarlo con gasolina y prenderle fuego. Y, si no murió, fue por la inestimable ayuda de otro familiar que acudió raudo en su ayuda para apagar las llamas.

Con ello, y de la mano de su violenta abuela, de su madre drogadicta –muerta por sobredosis de heroína- o de su ausente padre, Vance retrata los anhelos, las luchas y conflictos, los valores y la incansable búsqueda de culpables a quienes responsabilizar de su desdicha, de una comunidad olvidada durante años por el sistema y ahora, tras la victoria de Donald Trump, convertida en centro de atención.

El resentimiento, la falta de ambición y una combinación letal de victimismo y pesimismo junto a una devoción por el país, una fervorosa fe en Dios, aunque apenas acudan a la iglesia, y un desaforado sentido del honor han hecho que los hillbillies posean una tendencia a la violencia física y verbal, al alcoholismo y las drogas, se conformen con vivir de los subsidios del Gobierno y sean despreciados por sus compatriotas de ambas costas del país.

A continuación reproducimos la Introducción de Hillbilly, una elegía rural. Memorias de una familia y una cultura en crisis.

INTRODUCCIÓN

Me llamo J.D. Vance y creo que debería empezar con una confesión: la existencia de este libro que tienes en las manos me parece pero tengo treinta y un años y soy el primero en reconocer que en mi vida no he conseguido grandes logros; ninguno, sin duda, que justifique que un completo desconocido pague dinero para leer sobre ella. Lo más guay que he hecho, al menos teóricamente, es graduarme en Derecho en Yale, algo que al J.D. Vance de trece años le habría parecido absurdo. Pero unas doscientas personas hacen lo mismo cada año, y créeme, no te interesaría leer sobre la mayoría de sus vidas. No soy senador, gobernador o exsecretario del gobierno. No he fundado una empresa valorada en mil millones de dólares o una ONG que esté cambiando el mundo. Tengo un buen trabajo, estoy felizmente casado, tengo una casa cómoda y dos perros alegres.

Así que no escribí este libro porque haya logrado algo extraordinario. Escribí este libro porque he logrado algo bastante ordinario, cosa que no les sucede a la mayoría de los chicos que crecieron como yo. Porque yo crecí siendo pobre en el Cinturón del Óxido, en un pueblo acerero de Ohio que ha estado perdiendo puestos de trabajo y esperanzas desde que tengo memoria. Por decirlo suavemente, tengo una relación compleja con mis padres, y mi madre ha luchado contra las adicciones durante casi toda mi vida. Mis abuelos, ninguno de los cuales acabó la educación secundaria, me educaron, y sólo algunos parientes lejanos fueron a la universidad. Las estadísticas dicen que los chicos como yo tienen un futuro lúgubre; que si tienen buena suerte lograrán no depender de las prestaciones sociales, y que si tienen mala suerte morirán de una sobredosis de heroína, como les sucedió a docenas en mi pequeño pueblo sólo el año pasado.

Yo era uno de esos chicos con un futuro lúgubre. Casi dejé el instituto. Casi me dejé llevar por la ira profunda, por el resentimiento que sentía todo el mundo a mi alrededor. Hoy la gente me mira, a mí y a mi trabajo y a mis credenciales de una universidad de élite, y da por hecho que soy una especie de genio, que sólo una persona realmente extraordinaria podría haber llegado al lugar que ocupo hoy. Pero con todo el respeto para esa gente, creo que esa teoría es una estupidez. Independientemente del talento que tenga, estuve a punto de cagarla hasta que un puñado de gente que me quería me rescató.

Ésta es la historia real de mi vida y ésa es la razón por la que escribí este libro. Quiero que la gente sepa qué se siente cuando se está a punto de dejarlo todo y por qué es posible no hacerlo.

Quiero que la gente comprenda qué pasa en las vidas de los pobres y el impacto psicológico que la pobreza espiritual y material tiene en sus hijos. Quiero que la gente comprenda el «sueño americano» tal como mi familia y yo nos lo encontramos. Quiero que la gente comprenda qué es la movilidad social ascendente. Y quiero que la gente comprenda algo que he aprendido sólo hace poco: que los demonios que hemos dejado atrás quienes hemos tenido la suerte de vivir el sueño americano siguen persiguiéndonos.

Hay un componente étnico alrededor de toda mi historia. En una sociedad como la nuestra, tan preocupada por la raza, muchas veces el vocabulario no pasa del color de la piel —«negros»,

«asiáticos», «privilegio blanco»—. A veces estas categorías amplias son útiles, pero para entender mi historia hay que fijarse en los detalles. Quizá sea blanco, pero no me identifico con los WASP (blancos anglosajones protestantes) del Nordeste. En cambio, me identifico con los millones de americanos blancos de clase trabajadora y de ascendencia escocesa e irlandesa que no tienen un título universitario. Para esa gente, la pobreza es una tradición familiar: sus antepasados fueron jornaleros en la economía esclavista del Sur, después de eso aparceros, después de eso mineros del carbón, y en tiempos más recientes maquinistas y empleados de acerías. Los estadounidenses los llaman hillbillies, rednecks (cuello rojo) o basura blanca. Yo los llamo vecinos, amigos y familia.

Los escoceses-irlandeses son uno de los subgrupos más distintivos de Estados Unidos. Como señaló un testigo: «Al viajar por América, los escoceses-irlandeses me han impresionado como la subcultura regional, con mucho, más persistente e invariable del país. Sus estructuras familiares, su religión y sus ideas políticas, y sus vidas sociales permanecen invariables si se comparan con el abandono general de la tradición que ha tenido lugar en casi todas partes». Esta aceptación distintiva de la tradición cultural contiene muchos rasgos positivos —un intenso sentido de la lealtad, una abnegada dedicación a la familia y al país—, pero también muchos negativos. No nos gustan los de fuera o la gente que es distinta de nosotros, sea por su aspecto, por cómo actúa o, lo que es más importante, por cómo habla. Para comprenderme, debes comprender que soy un hillbilly escocés-irlandés de corazón.

Si la etnicidad es una cara de la moneda, la geografía es la otra. Cuando la primera oleada de inmigrantes escoceses-irlandeses llegó al Nuevo Mundo en el siglo xviii, sintió una profunda atracción por los montes Apalaches. Esta región es ciertamente inmensa —va de Alabama a Georgia en el sur y de Ohio a partes de Nueva York en el norte—, pero la cultura de los Grandes Apalaches está muy cohesionada. Mi familia, de los montes del este de Kentucky, se describe como hillbilly, pero Hank Williams, Jr. —nacido en Luisiana y residente en Alabama— también se identifica como tal en su himno rural blanco A Country Boy Can Survive. Fue la reorientación política de los Grandes Apalaches, de demócratas a republicanos, lo que redefinió la política estadounidense después de Nixon. Y es en los Grandes Apalaches donde la fortuna de la clase trabajadora parece más sombría. De la escasa movilidad social a la pobreza, pasando por el divorcio y la adicción a las drogas, mi pueblo es un foco de desesperación.

No es sorprendente, por lo tanto, que seamos gente pesimista. Sí es más sorprendente que, como han descubierto algunas encuestas, los blancos de clase trabajadora son el grupo más pesimista de Estados Unidos. Más pesimista que los inmigrantes latinos, muchos de los cuales sufren una pobreza impensable. Más pesimista que los estadounidenses negros, cuyas perspectivas materiales siguen estando por detrás de las de los blancos. Aunque la realidad permite un cierto grado de cinismo, el hecho de que los hillbillies como yo sean más negativos acerca del futuro

que otros muchos grupos —algunos de los cuales están claramente más desamparados que nosotros— sugiere que ocurre algo más.

Y, de hecho, así es. Estamos más aislados socialmente que nunca y transmitimos ese aislamiento a nuestros hijos. Nuestra religión ha cambiado: está construida alrededor de iglesias basadas en una fuerte retórica emocional, pero que carecen del apoyo social necesario para permitir que a los niños pobres les vaya bien. Muchos de nosotros hemos abandonado la mano de obra o hemos decidido no cambiar de lugar de residencia en busca de mejores oportunidades. Nuestros hombres sufren una peculiar crisis de masculinidad, y algunos de los rasgos que nuestra cultura inculca hacen que les sea difícil tener éxito en un mundo cambiante.

Cuando menciono la grave situación de mi comunidad, con frecuencia me encuentro con una explicación que dice algo así: «Por supuesto que las perspectivas de los blancos de clase trabajadora han empeorado, J.D., pero estás poniendo los carros delante de los bueyes. Se divorcian más, se casan menos y son menos felices porque sus oportunidades económicas han disminuido. Sólo con que tuvieran un mejor acceso a puestos de trabajo, otros aspectos de sus vidas también mejorarían».

En el pasado yo era también de esa opinión, y durante mi juventud quería creer en ella desesperadamente. Tiene sentido. No tener trabajo es estresante y no tener suficiente dinero para vivir lo es aún más. A medida que el centro de producción del Medio Oeste industrial se vaciaba, la clase trabajadora blanca perdió tanto su seguridad económica como el hogar estable y la vida familiar que ésta permite.

Pero la experiencia es un maestro difícil y me enseñó que esta historia de inseguridad económica es, en el mejor de los casos, incompleta. Hace unos años, durante el verano antes de empezar los estudios de Derecho en Yale, busqué un trabajo a jornada completa para financiar mi mudanza a New Haven, Connecticut. Un amigo de la familia me sugirió que trabajara para él en un negocio mediano de distribución de baldosas para pavimentos cerca de mi pueblo. Las baldosas pesan muchísimo. Cada una pesa entre un kilo y medio y tres kilos y lo normal es que se empaqueten en cajas de ocho o doce piezas. Mi primera obligación fue levantar las baldosas hasta un palé de transporte y preparar el palé para el envío. No era fácil, pero me pagaban trece dólares la hora y necesitaba el dinero, de modo que acepté el trabajo y trabajé todos los turnos y horas extra que pude.

La empresa de baldosas tenía unos doce empleados y la mayoría de ellos había trabajado allí muchos años. Un tipo tenía dos trabajos a tiempo completo, pero no porque lo necesitase: su segundo trabajo en la empresa de baldosas le permitía perseguir su sueño de pilotar un aeroplano. En mi pueblo, trece dólares por hora era dinero para un tipo soltero —un piso decente costaba unos quinientos dólares al mes— y la empresa de baldosas ofrecía aumentos con regularidad. Todos los empleados que llevaban trabajando allí unos cuantos años ganaban al menos dieciséis dólares por hora en una economía en retroceso, lo que significaba unos ingresos anuales de cerca de 32.000 dólares, muy por encima de la línea de la pobreza hasta para una familia. A pesar de esta situación relativamente estable, a los jefes les resultaba imposible ocupar mi puesto en el almacén con un empleado fijo. Cuando me fui, en el almacén trabajaban tres tipos; con veintiséis años, yo era con diferencia el mayor. Un tipo al que llamaré Bob se había incorporado al almacén de baldosas pocos meses antes de que lo hiciera yo. Bob tenía diecinueve años y su novia estaba embarazada. El gerente le ofreció amablemente un puesto administrativo a la novia para responder al teléfono. Los dos eran trabajadores horribles. La novia no iba al trabajo uno de cada tres días y nunca avisaba con antelación. Aunque le advirtieron una y otra vez que cambiara esa manera de actuar, la novia no duró más que unos meses. Bob faltaba al trabajo al menos un día a la semana y siempre llegaba tarde. Además de eso, con frecuencia se tomaba tres o cuatro pausas para ir al baño cada día, a veces de más de media hora. La situación empeoró tanto que al final de mi tiempo allí otro empleado y yo convertimos aquello en un juego: cuando iba al baño poníamos en marcha un cronómetro y gritábamos por el almacén los tiempos: «¡Treinta y cinco minutos!». «¡Cuarenta y cinco minutos!» «¡Una hora!»

Al final también despidieron a Bob. Cuando se lo comunicaron, le soltó a su jefe: «¿Cómo puedes hacerme esto? ¿No sabes que mi novia está embarazada?». Y no era el único. Al menos otras dos personas, incluido un primo de Bob, fueron despedidas o dejaron el trabajo durante el poco tiempo que pasé en el almacén de baldosas.

Cuando hablas de igualdad de oportunidades no puedes ignorar historias como ésta. Los economistas que ganan premios Nobel se preocupan por el declive del Medio Oeste industrial y el abandono del centro económico de los trabajadores blancos. Lo que quieren decir es que los trabajos industriales se han desplazado al extranjero y que para la gente sin título universitario es más difícil conseguir trabajos de clase media. Cierto, yo también me preocupo por esto. Pero este libro va sobre otra cosa: lo que pasa en las vidas de la gente real cuando la economía industrial se hunde. Sobre cómo se reacciona a las malas circunstancias de la peor manera posible. Sobre una cultura que anima cada vez más a la descomposición social en lugar de contrarrestarla.

Los problemas que vi en el almacén de baldosas son mucho más profundos que las tendencias macroeconómicas y las medidas políticas. Demasiados jóvenes inmunes al trabajo duro. Buenos trabajos imposibles de cubrir durante un cierto lapso de tiempo. Y un joven con toda la necesidad de trabajar —una futura esposa que mantener y un bebé en camino— despreciando irresponsablemente un buen trabajo con una cobertura sanitaria excelente. Y lo más inquietante es que después de todo pensó que le habían hecho algo a él. Hay aquí una falta de voluntad: la sensación de que tienes poco control sobre tu vida y una disposición a culpar a todos los demás excepto a ti mismo. Esto es distinto del paisaje económico general de los Estados Unidos modernos.

Vale la pena señalar que, aunque me centro en el grupo de gente que conozco —los blancos de clase trabajadora con vínculos con los Apalaches—, no estoy diciendo que merezcamos más solidaridad que otras personas. Ésta no es la historia sobre por qué los blancos tienen más razones por las que quejarse que la gente negra o de cualquier otro grupo. Dicho esto, espero que los lectores de este libro sean capaces de obtener de él una idea de cómo la clase y la familia afectan a los pobres sin filtrar sus visiones a través del prisma racial. Para demasiados analistas, términos como «reina de las prestaciones sociales» conjuran imágenes injustas de una madre negra vaga que vive del subsidio del paro. Los lectores de este libro se darán cuenta rápidamente de que hay poca relación entre ese espectro y mis argumentos: he conocido a muchas reinas de las prestaciones sociales; algunas eran mis vecinas, y todas eran blancas.

Este libro no es un estudio académico. En los últimos años, William Julius Wilson, Charles Murray, Robert Putnam y Raj Chetty han escrito tratados convincentes y bien documentados que han demostrado que la movilidad ascendente cayó en los años setenta y nunca se recuperó de veras, que a algunas regiones les ha ido mucho peor que a otras (sorpresa: los Apalaches y el Cinturón del Óxido sacan malas puntuaciones) y que muchos de los fenómenos que yo he visto en mi vida existen en toda la sociedad. Puedo poner alguna mínima objeción a algunas de sus conclusiones, pero han demostrado de manera convincente que Estados Unidos tiene un problema. Aunque utilizaré datos, y aunque a veces me apoyo en estudios académicos para sostener un argumento, mi objetivo principal no es convencerte de un problema documentado. Mi objetivo principal es contarte una historia verdadera sobre cómo se siente ese problema cuando naces con él colgado del cuello.

No puedo contar esta historia sin apelar al reparto de papeles que conforman mi vida. De modo que este libro no son sólo unas memorias personales, sino familiares, una historia de oportunidad y ascenso social vista a través de los ojos de un grupo de hillbillies de los Apalaches. Hace dos generaciones, mis abuelos eran pobres de solemnidad y estaban enamorados. Se casaron y se mudaron al norte con la esperanza de escapar de la terrible pobreza que les rodeaba. Su nieto (yo) se graduó en una de las mejores instituciones educativas del mundo. Ésta es la versión corta. La larga está en las páginas que siguen. Aunque a veces cambio los nombres de las personas para proteger su privacidad, esta historia es, hasta donde alcanzan mis recuerdos, un retrato completamente preciso del mundo del que he sido testigo. No hay personajes colectivos ni atajos narrativos. Allí donde ha sido posible, he corroborado los detalles con documentación —boletines, cartas manuscritas, notas en fotografías—, pero estoy seguro de que esta historia es tan falible como cualquier recuerdo humano. De hecho, cuando le pedí a mi hermana que leyera un manuscrito previo, éste desató una conversación de treinta minutos sobre si había desplazado cronológicamente un acontecimiento. Dejo mi versión, no porque sospeche que mi hermana tenga mala memoria (de hecho, considero que la suya es mejor que la mía), sino porque creo que hay algo que aprender en cómo he organizado los acontecimientos en mi mente.

Tampoco soy un observador imparcial. Casi todas las personas sobre las que leerás tienen defectos profundos. Algunas han tratado de asesinar a otra gente, y unas pocas lo lograron. Algunas han abusado de sus hijos física o emocionalmente. Muchas tomaban (y aún toman) drogas. Pero amo a esa gente, incluso a aquellos con los que, para mantener la cordura, no me hablo. Y si te dejo con la impresión de que en mi vida hay gente mala, entonces lo siento, tanto por ti como por la gente retratada así. Porque en esta historia no hay malvados. Sólo un grupo heterogéneo de hillbillies que pelean por encontrar su camino, tanto para ellos como, gracia de Dios mediante, para mí.