FARC

Por supuesto que no

Por supuesto que no
Por supuesto que nolarazon

Por Carlos Navarro Ahicart

El pasado domingo se produjo la celebración del referéndum en Colombia que planteaba a la ciudadanía la aceptación, o no, del acuerdo unilateral entre el gobierno de José Manuel Santos y las FARC, el cual plantea la impunidad del grupo terrorista colombiano y sus líderes y la cesión de cinco diputados en el Congreso de la República al partido que surge de la disolución del grupo, sin siquiera pasar por unas elecciones democráticas, para que el movimiento pueda tener representación formal en la toma de decisiones que afecten al país.

A pesar de la gran campaña que se hizo por parte de la más agria progresía a favor del “Sí”, ayer se impuso el “No” como respuesta mayoritaria por parte del pueblo colombiano. El apoyo de Álvaro Uribe y Andrés Pastrana a los detractores de tan deleznable acuerdo ha sido clave para la victoria del “No”, a pesar de que los perdedores lo achacan a lo de siempre: que la gente no sabe votar y que influyen fenómenos de todo tipo, a pesar de que “iba a ganar el Sí”.

Y es que a cualquier demócrata que se precie debería alegrarle el resultado que ha arrojado esta consulta a los colombianos. Porque hay quien cree que ser demócrata es, simplemente, someterlo todo a votación y acatar lo que dice la mayoría. Pero la democracia liberal, que es la base que sustenta los Estados modernos, lleva intrínsecos unos valores que no pueden pasarse por alto a la hora de plantear ciertos referéndums. Y uno de estos valores es la defensa incondicional de la libertad y de los derechos individuales -o debería serlo-, por lo que el mero hecho de plantear la impunidad total de un grupo terrorista de corte marxista-leninista responsable de miles y miles de muertes de personas inocentes y de personal policial y militar resulta un ataque directo a la democracia, a la libertad y, en definitiva, al sentido común que debería regir el gobierno de un país.

Seguir el juego que plantean las FARC no es más que permitir lo mismo que ha ocurrido en otros tantos países hispanoamericanos: que se conviertan en narcoestados gobernados por déspotas dictadores socialistas de tres al cuarto, cuyo único y dudoso mérito es enriquecerse a costa del sufrimiento de sus pueblos, a los que hunden en la más absoluta miseria. Los grupos terroristas, por definición, no buscan el diálogo ni la paz, sino alcanzar un fin concreto por medio del uso de la fuerza, la violencia y la guerra. Y hacia eso solo se puede reaccionar de una forma: con todo el peso de la Ley y con una respuesta proporcionada.

Dejemos a un lado el buenismo progresista que campa a sus anchas destruyendo desde dentro la base filosófica de nuestra civilización y llamemos a las cosas por su nombre. No es un movimiento reivindicativo ni una guerra entre dos bandos. Es una organización terrorista que atenta contra la libertad y la seguridad del pueblo colombiano. Y debe ser tratada como tal.