Política

El progreso

El progreso
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El progreso, además de nombre de una calle de la preciosa ciudad de Vigo, que evoca inolvidables momentos de mis años en la Escuela Naval de Marín, es un concepto cautivo de la izquierda política española que lo ha hecho suyo.

Se autodenominan “progresistas” y se lo adjudican en exclusividad, como si los demás no optáramos por progresar en todos los órdenes de la vida, entendiéndolo siempre como mejora. Todos aspiramos a progresar en nuestro trabajo, vida social, económica, cultural, formación. Nadie quiere ir hacia atrás, entendiéndolo como retroceso, como vuelta a situaciones superadas.

Por el contrario, esa misma izquierda adjudica un pretendidamente descalificador “conservador” a la derecha que llaman inmovilista y retrógrada.

Sin embargo los hechos, y los gestos, que son muy importantes y significativos, hablan de todo lo contrario. El “progresista” Pablo Iglesias se remonta a los años de plomo y saca a pasear la cal, los GAL y los terroristas de ETA, a quienes vitorea, para armar su discurso en el Parlamento. Nada de “progreso”, nada de futuro, nada de mejora para el mañana de los ciudadanos españoles a los que aspira a gobernar, más bien se trata de resucitar ese pasado triste y luctuoso por el que pasó el pueblo español para, apoyándose en él, auparse por encima de sus adversarios políticos.

La España que nos promete el líder “progresista” me recuerda, hasta con los besos entre hombres, los regímenes comunistas de la Europa del Este enterrados en 1989 con la caída del muro de Berlín y que tan bien conocí antes de su venturosa desaparición.

Iglesias, Pablo Manuel, cambió su discurso durante la campaña electoral y pasó de una izquierda radical y “regresista” (debería existir el término para definir este regreso a tiempos nefastos y superados) a una socialdemocracia nórdica, pero las encuestas le hicieron volver a las barricadas donde definitivamente se ha instalado y donde ha encontrado, no ahora sino desde su convivencia con el chavismo más duro, su espacio natural.

Ignoro el atractivo que los discursos populistas, fáciles y nada comprometidos, que ofrecen, como un ungüento mágico,soluciones para todo, sin explicar cómo se logran, tienen para esos cinco millones de españoles que les han votado el 20 de diciembre pasado, pero nadie sensato puede verse atraído por sus llamadas a la violencia contra el Estado (You Tube, Pablo Iglesias: “el derecho a portar armas es una de las bases de la democracia”) ensayado con éxito en el barrio de Gamonal en Burgos en enero de 2014, aprovechando una, posiblemente justa, protesta vecinal, ni su aspiración a convertirnos en la Venezuela europea.

Son efectistas en sus gestos y logran portadas y gran repercusión mediática llevando a un bebé el Congreso, besándose, o lo que haga falta, siempre que sirva para ocultar lo vacío y regresivo de sus propuestas.

En los ayuntamientos donde gobiernan, apoyados en muchos casos por un desconocido PSOE, el espectáculo de los plenos es impresentable y violento (de momento en expresiones, insultos y gestos) y no me invento nada, son visibles en grabaciones que corren por las redes sociales, apoyados por grupos de público convenientemente aleccionado.

Hay muchas posibilidades de que volvamos a las urnas en unos meses, de que tengamos una segunda oportunidad de votar por el progreso, pero el de verdad, no el ficticio, fingido, falso, imaginario, fantástico, irreal, novelesco, legendario, quimérico y utópico. Vds. verán.