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Ligera de equipaje

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Campamento de Peñas Blancas (Ávila), 1986. Aquella debió de ser la última vez que dormí en una tienda de campaña. Este verano, metida en el saco treinta años después, me vinieron a la cabeza las canciones de las acampadas que recordaba al pie de la letra. Cuánta razón tenían aquellos monitores: “Vivir en campamento es fenomenal porque hay naturaleza, sol y alegría de verdad”.

Un viaje en bici por el sur de Francia a finales de agosto me ha devuelto sensaciones de cuando tenía doce años. Fueron siete días rodando por carreteras secundarias, atravesando pueblos maravillosos con la casa a cuestas. No se trata exactamente de un campamento, pero desde que te sientas en el suelo de tu casa a llenar las alforjas todo tiene un aire inconfundible de acampada. El primer reto es meter lo mínimo y convencerte de que vas a sobrevivir sin problemas. En estos casos ayuda mucho pensar que cuanto menos lleves, menos tendrás que arrastrar con la fuerza de tus piernas. También es una forma de recobrar la perspectiva, el criterio entre lo que es indispensable y lo que es accesorio.

En realidad, todo el viaje fue una oportunidad para reconectar con emociones básicas. El esfuerzo y el descanso, la satisfacción de llegar a una meta, la recompensa. Mientras devoras kilómetros entre trigales y viñedos perfectamente alineados como si les hubieran pasado un peine, te vas poniendo en forma y todos tus sentidos se agudizan. El sonido rítmico de los aspersores hace de banda sonora y, a ratos, parece que está a punto de empezar un musical, igual que en "Bailando en la oscuridad". Desde que puse un pie en Francia, en el puerto de Portalet, fue como si me hubiera colado en una película. Parece mentira que cambie tanto el escenario cruzando solo unos metros. Es otro mundo. Y la bici te permite acercarte más y mejor a todo.

No hay que ser un figura para aguantar el ritmo, basta con haber practicado algo de deporte. Por más que lo intente, yo siempre me hago un lío entre los platos y los piñones y nunca acierto en la combinación adecuada, pero voy montando de oído y no sufro demasiado. Las cuestas arriba me motivan porque he aprendido que siempre se acaban; luego toca bajar y viene lo bueno. Dejarte caer a toda velocidad con el aire dándote en la cara es lo más parecido que se me ocurre a volar sin despeñarte. Y si vas acompañada, cobra significado lo de "ir a rebufo"o "chupando rueda". Es que seguir a alguien te facilita mucho la vida...

La sencillez de este tipo de vacaciones se une a la sensación de libertad total. El plan consiste en levantarte casi al alba y, después de un buen desayuno, empezar la etapa del día hasta la hora de comer. Luego, una pequeña siesta en algún banco de picnic y vuelta a la carretera para buscar un sitio donde pasar la noche. Nada complicado pero lleno de cosas bonitas a cada paso. Nuestra ruta circular cubrió más de 400 kilómetros por la región suroeste de Francia, incluidos algunos pueblos muy conocidos como Marsiac o Condom.

La autonomía que te da llevar tienda y saco de dormir es total y es uno de los encantos del cicloturismo, ese término tan feo que significa viajar en bicicleta. Te paras donde quieres, no dependes de nadie y siempre queda la posibilidad de elegir un hotel que te encante y que mejore la sensación de despertar entre árboles. La gente que te cruzas sonríe automáticamente cuando te ve sobre la bici. Es curioso. Se trata de un vehículo amable por naturaleza; no es agresivo, no hace ruido ni contamina. Todo el mundo te saluda y si tienes algún percance no es difícil que te dejen acampar en su jardín y te inviten a comer algo. H.G. Wells escribió: "Ver a un adulto encima de una bicicleta te hace recuperar la esperanza en el futuro de la raza humana”.

Cuando termino una ruta en bici me pongo un poco nostálgica, como en el fuego de campamento que ponía fin a las dos semanas en Peñas Blancas. Me resisto a que se acabe, me da pena y me gustaría estirarlo todavía un poco más. Una de nuestras últimas cenas del viaje estuvo a la altura de una fogata de despedida. Fue en un pequeño restaurante en Brocas, en plenas Landas. En una compañía insuperable, aquel plato combinado de pollo al curry con mucha cerveza nos supo a gloria bendita después de una etapa dura de más de 90 kilómetros.

La parroquia la componían una mujer de unos 50 años vestida con un traje de judo con cinturón amarillo, una ruidosa pareja de amantes que no hacía más que beber (y servirnos) Armañac (el coñac de la zona) y un hermano gemelo de Rubeus Hagrid, el gigante amigo de Harry Potter. Allí sentada, totalmente integrada en esta pandilla amigable y surrealista, pensaba en la vuelta a casa. Mientras calculaba mentalmente los kilómetros de paisaje que quedaban hasta el coche, me prometí a mí misma que ya no iba a dejar que se me escapara nada, que iba atrapar cada momento, a grabar cada imagen en mi cabeza.