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Canfranc: la salvación, al otro lado de los Pirineos

Foto cedida por la familia Benedé. Extraída del libro «Canfranc, el oro y los nazis. Tres siglos de historia», de Ramón J. Campo
Foto cedida por la familia Benedé. Extraída del libro «Canfranc, el oro y los nazis. Tres siglos de historia», de Ramón J. Campolarazonfreemarker.core.DefaultToExpression$EmptyStringAndSequenceAndHash@7594fd9f

Rosario Raro novela en «Volver a Canfranc» cómo cientos de judíos huyeron del nazismo gracias a una red heroica en el paso fronterizo entre Francia y España

Laurent Juste, un jefe de estación, se escabulle de madrugada para forzar un corte eléctrico. En la oscuridad, Esteve Durandarte, un contrabandista que tiene por hogar las montañas, entretiene a dos guardias con tabaco y opio, mientras Jana Belerma, una camarera de la estación, ayuda a cruzar las vías a una veintena larga de bultos humanos, cansados y aterrorizados, desde un falso hueco en un hangar a otro escondrijo en un hotel de lujo. Allí pasarán la noche hasta que, por la mañana, provistos de ropa limpia y documentación falsa, suban al tren y puedan respirar aliviados camino de Madrid. Los bultos son judíos que huyen de la Solución Final. Han llegado de toda Europa. El lugar: la Estación Internacional de Canfranc, un «animal dormido» en un pueblo de unos 500 habitantes en el Pirineo oscense, a pocos kilómetros de la frontera con Francia. No todos los hechos fueron así; de hecho, en la novela que recoge los riesgos que aquellos hombres y mujeres corrieron, «Volver a Canfranc» (Editorial Planeta), la autora, Rosario Raro –lo de «animal dormido» es suyo–, ha imaginado muchos detalles, aunque ha respetado otros.

Hallazgo fortuito

Laurent Juste existió, pero se llamó Albert Le Lay, una especie de Schlinder francés. No hubo falsos fondos en hangares, aunque sí en los vagones ya en marcha. Y, si no es verdad, bien pudiéramos imaginar que todo ocurrió así. Faltaban archivos, datos, constancias. Pero mucho sí se sabía, al menos desde hace tres lustros. Antes, estaba en la memoria de los más viejos del lugar, esperando en un silencio de décadas de miedo a salir a la luz. Curiosamente, todo se destapó por un hallazgo fortuito: Jonathan Díaz, conductor de autobús de Oloron, hijo de padres españoles, halló unas copias de documentos nazis tirados en un cuarto de la estación –cerrada y sin tráfico desde 1970– cuando se rodaba el famoso anuncio del «calvo» de la Lotería de Navidad, en 1999. Aquellos papeles cebolla vinculaban a los alemanes con el expolio del oro europeo de sus víctimas –que pasó, por toneladas, por Canfranc– y despertaron el interés de historiadores y cronistas como el periodista Ramón J. Campo, que lleva hechos varios libros y un documental sobre esta «Casablanca española». También el de Raro, escritora que se ha sumergido en ese universo. Por allí pasaron Josephine Baker, Max Ernest, Alma Mahler... «Emociona saber que gracias a Canfranc se salvaron», recuerda la autora. A Marc Chagall se le cayó un cuaderno al suelo y un guardia le descubrió y le dejó marchar al ver sus bocetos, explica Campo, una entre mil anécdotas y datos que atesora de este enclave que da para varias películas. «Las historias no se acaban», afirma Raro. Ella se queda con el descubrimiento de los papeles del «oro de los muertos». «Dicen que si el Estado alemán tuviera que pagar todo lo que supuso el expolio nazi entraría en bancarrota. Es un tema delicado, además de terrible». De tantas y tantas historias, asegura, «hay que hacer una labor de rescate. Yo la he hecho desde una novela, pero hay muchos especialistas trabajando con ensayos históricos».

Las cifras de judíos salvados no se conocen con exactitud, pero, asegura la autora, «Canfranc empezó a ser un rumor en las calles de la Europa en guerra». Hace año y medio se instaló una placa en su vestíbulo en plena reconstrucción. «El agradecimiento de la comunidad judía es enorme porque saben lo que representó». No fueron sólo ellos: se calcula que hasta 15.000 personas –civiles, soldados huidos, resistentes– cruzaron por las inmediaciones montañosas de la estación en aquellos años. Alfonso XIII inauguró la estación en 1928 junto al presidente francés. Una mitad, físicamente, era española; la otra, gala. Compartían algunos servicios y otros estaban duplicados. Tenía 241 metros de largo, con la estación en la planta baja y, sobre ésta, un lujoso hotel en el que residían los oficiales nazis y en el que pernoctaban los viajeros «legales». «No podía imaginarme que ese lugar estaba en Huesca –cuenta Raro sobre su primer encuentro con la estación, a través de una publicación–. Es un edificio que si lo vieras en París o Viena no llamaría tanto la atención». Ayer, la autora acompañó a la Prensa por algunas de las localizaciones de su novela, empezando por la imponente estación. «Empecé a sentir una fascinación por el lugar. De ahí pasó a ser una obsesión». Cuando por fin vio en persona la mole, entre «art decó» y estilo pirenaico, le impresionó. Su interior «parece más una catedral que el vestíbulo de una estación». Recorremos la entrada al túnel de Somport, 7,8 kilómetros entre España y Francia, hoy con las vías enterradas. «Había mucha vigilancia porque se temía una posible invasión». Eso explica también la diferencia del ancho de vías entre uno y otro país, que tanto condicionó la existencia misma de Canfranc, donde debían parar los trenes. Si finalmente reabren la estación en 2020, el AVE no tendrá ese problema.