Ángela Vallvey

Cercano, como el mal

Hay dos dichos clásicos respecto al mal. El primero responde a una antigua locución latina, sacada del viejo Derecho Romano, que dice que «nadie debe ser considerado como malo si no se prueba que lo es». Esto es: lo que llamamos, incluso en lenguaje vulgar, el derecho a la presunción de inocencia. Todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo contrario. Es un principio que obedece a justicia. El segundo es un verso correspondiente a una sátira de Juvenal, que reza: «Nemo repente fuit turpissimus», o sea: que nadie se vuelve de pronto infame. Como si la maldad precisara ser incubada, germinar, prosperar en el tiempo, que alguien la vigile hasta obtener sus podridos frutos.

Tras la tragedia aérea ocurrida en los Alpes franceses, y al hilo de las informaciones que señalan –según las autoridades galas– al copiloto como responsable del desastre, cabe preguntarse cuánto mal puede llegar a anidar en el alma de un ser humano que lo empuje a cometer un acto criminal como el que, supuestamente, perpetró el joven tripulante del desventurado vuelo. Los minutos transcurridos desde que se hizo con los mandos del avión hasta que éste se estrelló contra la montaña, la siniestra cuenta atrás que condujo a la muerte a ciento cuarenta y nueve inocentes, no lograrían encender en su interior la llama de la compasión, del arrepentimiento.

Apenas nos atrevemos a clasificar la maldad como sentimiento producto del libre albedrío. Necesitamos pensar que el malo es un enfermo, o un loco, para deshumanizarlo y alejarlo del resto de la sociedad, para aislarlo y estudiarlo bajo la etiqueta de «anomalía». Sin embargo, el malvado suele vivir con su pulsión durante largo tiempo. Conociéndola, cultivándola, ejercitándola e instruyéndola hasta que su resultante infamia muestra la cara, prueba su existencia, y ya es demasiado tarde.