Historia

Historia

Así asesinó la Gestapo a Mafalda de Saboya

La princesa italiana, de cuyo nacimiento se cumplieron ayer hoy 115 años, falleció por la negligencia alevosa, según un testigo, de los médicos nazis tras llegar al hospital en estado «preocupante» pero no irreversible después de sufrir el bombardeo aliado sobre el campo de Buchenwald, que los alemanes se negaron a evacuar

Mafalda de Saboya, junto a su esposo, Felipe de Hesse-Kassel
Mafalda de Saboya, junto a su esposo, Felipe de Hesse-Kassellarazon

La princesa italiana, de cuyo nacimiento se cumplieron ayer 115 años, falleció por la negligencia alevosa, según un testigo, de los médicos nazis tras llegar al hospital en estado «preocupante» pero no irreversible después de sufrir el bombardeo aliado sobre el campo de Buchenwald, que los alemanes se negaron a evacuar.

Un documento providencial, transcrito en mi nuevo libro «Pasiones regias» (Plaza y Janés), a la venta desde el próximo jueves en las librerías de toda España, sirve ahora para desvelar gran parte del misterio que se cernía aún sobre la muerte de la princesa italiana Mafalda de Saboya (que nació tal día como ayer de 1902) a manos de la Gestapo. El informe pone al descubierto detalles insospechados sobre el martirio infligido a una buena esposa y madre de familia de estirpe regia por parte del demonio nazi en el campo de concentración de Buchenwald.

Pero antes de adentrarnos en la tragedia, presentemos a nuestra protagonista, cuya gran pasión fue precisamente su propia muerte. Nacida en Roma el 19 de noviembre de 1902, Mafalda falleció en Buchenwald el 28 de agosto de 1944, antes de cumplir cuarenta y dos años. Su padre, el rey Víctor Manuel III, subió al trono de Italia tras el asesinato de su antecesor Humberto I, el 29 de julio de 1900. Aquel funesto día, el anarquista Gaetano Bresci, venido de América, vengó en Monza a los muertos de Adua y de Milán vaciándole entero al monarca el cargador de su pistola. El destino cruel quiso que el rey no llevase puesta aquella calurosa mañana la faja de malla metálica. Casada con el príncipe alemán Enrico d’Assia, Mafalda tampoco iba a correr distinta suerte. ¿Qué peor pecado, para los máximos dignatarios del Tercer Reich, que mezclar la sangre real germana con la de los traidores Saboya?

La mañana del 24 de agosto de 1944, los escuadrones de reconocimiento de la Aviación aliada lanzaron centenares de manifiestos sobre Buchenwald anunciando el inminente bombardeo de las industrias bélicas Gustloff y pidiendo a la comandancia alemana que alejara a los prisioneros de aquella zona. Pero los alemanes hicieron caso omiso. Poco después del mediodía, el muro y una parte del barracón número 15 se derrumbaron bajo las bombas. Las habitaciones se incendiaron. La trinchera situada delante del barracón donde se agazapaba la princesa Mafalda y que hacía de muro de contención para detener las esquirlas quedó sepultada bajo los cascotes. Mafalda permaneció allí alrededor de dos horas interminables. El bombardeo había destruido los hospitales de Weimar y Buchenwald, de modo que solo quedaba en pie la enfermería repleta de heridos. Fue así como Mafalda dio con sus huesos finalmente en el llamado Sonderbau, una especie de prostíbulo donde se congregaba una docena de jóvenes. El barracón era pequeño, pero confortable: estufas, baños, camas mullidas...

Un delito sanitario

El doctor Fausto Pecorari, encargado de la primera investigación oficial sobre la muerte de Mafalda de Saboya en Buchenwald, recuerda así aquellos trágicos momentos: «Las condiciones físicas en las que llegó la princesa –escribe el médico– eran preocupantes, pero no hasta el punto de que se sospechara que no llegaría a sobrevivir. Sigo creyendo que su final en Buchenwald se debió a un delito sanitario: tal vez no se quiso provocar deliberadamente la muerte de la hija del rey de Italia, pero está claro que los nazis no hicieron nada para salvarla. Tengo grandes dudas en el primer caso, pero ninguna en el segundo».

Fausto Pecorari llegó a la estación de Weimar, junto con otros deportados, el 3 de septiembre de 1944, siendo internado en el campo de concentración con el número 22.854. Convertido tras la guerra en presidente de Acción Católica en la Diócesis de Trieste, el radiólogo Pecorari entregó su informe sobre la princesa Mafalda a las autoridades aliadas, del cual se hicieron llegar también sendas copias al Papa Pío XII y al rey Víctor Manuel III. El informe es, desde luego, estremecedor. Juzgue, si no, el lector: «Cuando llegué a Buchenwald –consigna Fausto Pecorari–, cinco días después de la muerte de Mafalda de Saboya, todos los prisioneros ya conocían la triste noticia de su final [...] Mi informe, el cual completé tras la llegada de los aliados a Buchenwald con inspecciones personales en el sector donde había vivido la princesa y en el cementerio de Weimar, se basa fundamentalmente en el testimonio de siete testigos».

El prisionero alemán Fritz Wiltschek explica en su memoria, incorporada al informe de Pecorari, lo que sucedió cuando explotaron las bombas de los aviones la mañana del 24 de agosto: «Vi desde lejos que el barracón había quedado reducido a un montón de cenizas humeantes [...] Finalmente, pude llegar hasta el barracón 15. El muro que lo rodeaba había sido destruido por las bombas. Al acercarme, oí una voz pidiendo auxilio y descubrí que se trataba de la princesa italiana. Entonces recluté a ocho prisioneros que pasaban por allí y empezamos a desenterrar a las víctimas. Cuando la princesa estaba ya en parte liberada tuvimos que desistir, porque ella nos pidió que ayudásemos antes a la señora Breitscheid, cuyo cuerpo yacía transversalmente a sus pies...». La indefensa y muy debilitada Muti, como era conocida cariñosamente Mafalda en familia, agonizó durante cuatro días interminables. Medía 1.58 metros y pesaba 45 kilos.

En el prostíbulo

Sigamos al doctor Pecorari en su relato: «Eran las cuatro de la tarde del jueves 24 de agosto cuando transportaron a la princesa Mafalda al prostíbulo, confiándola a los cuidados de Maria Ruhnau y de la prostituta Irmgard Düsedau. Tenía una grave contusión con isquemia en el antebrazo izquierdo, la cual presentaba, por si fuera poco, una gran quemadura de segundo grado... La circulación sanguínea seguía bloqueada y no se hizo nada para reactivarla, de modo que el sábado 26 de agosto ya se había manifestado la gangrena seca en el antebrazo. El jefe de cirugía del campo, el Dr. Witezslav Horn, un prisionero checo, propuso al director del hospital, Schiedlausky, la amputación del brazo. Schiedlausky dudó y pospuso la operación. El cirujano checo me confió que tuvo la impresión de que Schiedlausky esperaba órdenes de sus superiores y que pretendía retrasar intencionadamente la operación (pasaron cuatro días desde el bombardeo), en contra de lo que aconsejaba la imperiosa evidencia y la experiencia clínica». La noche del lunes 28 de agosto, como recuerda Pecorari, Schiedlausky ordenó que se trasladara a la princesa al quirófano del hospital. El doctor Horn estaba preparado para operar, pero el máximo responsable ordenó que el propio Schiedlausky practicara la operación. Le explicaron la intervención a Schiedlausky, que jamás había realizado ninguna de ese tipo. Se dijo entonces que se había querido evitar que una princesa fuese operada por un prisionero. El cirujano estuvo asistido por los doctores Horn y George Thomas, de la Clínica Universitaria de Estrasburgo, ayudados por un tal Franz Frank y por cierto Wünderlich, que ejerció de anestesista. La princesa fue trasladada al quirófano hacia las 19 horas y anestesiada de inmediato.

Contrariamente a la opinión del doctor Horn, como evidencia Pecorari, preocupado por las condiciones de extrema debilidad de la paciente, Schiedlausky realizó una minuciosa amputación por desarticulación de la espalda, con una detallada preparación anatómica formando un estético borde musculoso en la zona amputada. Las penosas condiciones de Mafalda, agravadas por una intoxicación postraumática, desaconsejaban una operación tan minuciosa, lenta y extenuante, con la consiguiente y copiosa pérdida de sangre.

En el registro de operaciones que pudo consultar Pecorari, la intervención se registró con una duración de media hora, demasiado larga para una desarticulación. Pero todos los que estuvieron presentes en la operación declararon que la intervención duró no menos de cuarenta y cinco minutos. Todavía dormida, fue trasladada al prostíbulo; a las cinco y media de la mañana del 29 de agosto, la hallaron muerta sin que hubiese recuperado la consciencia desde la operación.

El doctor Horn estaba convencido, como su homólogo Pecorari, de que la princesa no superó la intervención. Las condiciones desesperadas en que se encontraba antes de la cirugía y la falta de asistencia postoperatoria les corroboraron que Mafalda falleció en Buchenwald en las horas posteriores a la operación y, por lo tanto, antes de la medianoche del lunes 28 de agosto de 1944.