Estreno

«Comanchería»: «Trumplandia» es esto

«Comanchería»: «Trumplandia» es esto
«Comanchería»: «Trumplandia» es estolarazon

Infinidad de westerns han enfrentado a colonos, granjeros y pequeños comerciantes con la impunidad de los caciques que han querido expropiar sus tierras y negocios en beneficio propio.

Director: David Mackenzie. Guión: Taylor Sheridan. Intérpretes:Chris Pine, Jeff Bridges, Ben Foster, Dale Dickey. EE UU., 2016. Duración: 102 minutos. «Thriller».

Infinidad de westerns han enfrentado a colonos, granjeros y pequeños comerciantes con la impunidad de los caciques que han querido expropiar sus tierras y negocios en beneficio propio. Es la dimensión social de un género que, privilegiando la construcción del mito de la frontera, nos ha hecho olvidar que los efectos devastadores del capitalismo salvaje siempre han formado parte de su genética. Si «Comanchería» adapta los hábitos del western a la contemporaneidad, es lógico que reformule esa crítica social, y aún la haga más evidente, señalando culpables, que ahora son los bancos que embargan casas y empresas en la América empobrecida. La película no podría ser más oportuna: le bastan diez, quince minutos, para dibujar el paisaje vacío y tenebroso de una Texas repleta de grafittis-protesta, habitada por esa «white trash» dispuesta a sacar una escopeta a la mínima de cambio, preparándose para votar masivamente a Donald Trump. Buena parte de la eficacia de la película reside en el realismo de las localizaciones –bancos, «diners», parkings semiabandonados, pueblos de una sola calle y esa carretera cortada por vaqueros trashumantes que parecen haberse escapado de «Río Rojo»– y el acierto en la elección de secundarios y extras: el Texas profundo parece haberse congelado en el tiempo de los indignados republicanos.

No sabemos si los dos hermanos (Chris Pine, el sensato, y Ben Forster, el que no tiene nada que perder) que deciden atracar bancos por una buena causa votan a Trump. La película humaniza sus delitos, no sólo explicando sus motivos sino subrayando la complicidad fraternal que los une sin caer en tópicos. La urgencia de sus actos, no exenta de una torpeza casi suicida, nos hace simpatizar con ellos. En el lado opuesto de la ley, otra pareja, esta vez de policías, funciona como su contraplano, no como su antónimo. Jeff Bridges está a punto, sólo a punto, de sobrecargar de manierismos crepusculares y acento sureño su interpretación como sheriff que, al borde de la jubilación, se enfrenta al caso como si le fuera la vida. En algunos momentos, su personaje parece conectar «Comanchería» con «No es país para viejos», aunque la dimensión metafísica de la película de los Coen –y de la novela de Cormac McCarthy en que se basaba– contrasta con la modestia del filme de Mackenzie, poco proclive a la abstracción. La relación de Bridges con su compañero de fatigas, un indio que responde a sus pullas racistas con una mezcla de ironía y cariño infinito, sirve para hermanar a perseguidos y perseguidores; y para que, en fin, la balanza de la empatía esté compensada en ambos bandos de la Ley, demostrando que, de un modo u otro, todos son víctimas del sistema.