Festival de Cannes

Godard, Cannes revela la otro cara del egoísta icono pop

Hazanavicius retrata un cineasta narcisista y machista en esta adaptación de la novela autobiográfica de la segunda mujer del director de «Al final de la escapada», presentada ayer con retraso al tener que desalojarse la sala por un bolso abandonado; Dustin Hoffman protagonizó la otra cinta a concurso

La actriz, ayer en la Croisette
La actriz, ayer en la Croisettelarazon

Hazanavicius retrata un cineasta narcisista y machista en esta adaptación de la novela autobiográfica de la segunda mujer del director de «Al final de la escapada»

«De maneras distintas», declaró Noah Baumbach en rueda de prensa, «me interesa el hueco que existe entre quienes creemos que somos y quienes queremos ser. El éxito profesional, la fama y el mundo del arte son un modo de examinarlo». El director de la notable «The Meyerowitz Stories (New and Selected)», la segunda película a competición en Cannes presentada por Netflix, parecía hablar, indirectamente, de «Le redoutable», en la que Michel Hazanavicius se atreve a llenar ese hueco existencial del que habla Baumbach tomando como rehén al Jean-Luc Godard de la época de «La chinoise». Su selección a concurso, ¿será una venganza en toda regla por parte del festival después del rosario de desplantes con que Godard ha despachado su asistencia en sucesivas ocasiones? Su primer pase para la prensa empezó con media hora de retraso debido a un caótico desalojo de la sala por un bolso sin dueño que, así están las cosas en Cannes, se convirtió en objeto sospechoso: podía esconder una bomba. Los conspiranoicos empiezan a pensar que un enviado de Godard –o, mejor aún, un fan fatal– fue el responsable. Es el éxito, que nos vuelve locos.

«Una idea estúpida»

Dice el director de «The Artist» que le comunicó a Godard el proyecto de adaptar «Un año ajetreado», la novela autobiográfica de su segunda mujer, Anne Wiazemsky, y que en pleno rodaje éste le pidió una copia del guion. Después, el silencio: como diría Wittgenstein, de lo que no se puede hablar, hay que callar. Hace poco Godard abandonó su mudez, declarando que la película le parecía «una idea estúpida», y a otra cosa, mariposa. Sin haberla visto, claro. Si la viera se encontraría con un retrato poco halagüeño de su persona: egoísta, celoso, machista, de un narcisismo cósmico, apalancado en una retórica abstrusa que provoca la ira o la carcajada de los universitarios marxistas-leninistas, cascarrabias, contradictorio, enemigo de sus amigos, y amigo de nadie, ni siquiera de sí mismo.

Hazanavicius está en su salsa: como lúdico estilista del «pastiche» –no nos referimos a «The Artist», que también, sino a «La classe americaine», collage de clips de películas de los 70 que volvió a doblar, en clave humorística, para el Canal Plus francés cuando aún no había ganado el Oscar–, parece divertirse de lo lindo jugando con el Pantone rojo, azul y blanco que «Pierrot el loco» y «La Chinoise» cargaron de vitriolo ideológico, y copiando las estrategias disruptivas –desde la fragmentación de los cuerpos de «Una mujer casada» hasta los monólogos brechtianos mirando a cámara– que Godard utilizó en sus títulos más emblemáticos.

Godard, se dice en «Le redoutable», es «como la Coca-Cola o Mickey Mouse», esto es: un icono pop que podemos reutilizar a nuestro antojo. No hay, sin embargo, ninguna intención de reinterpretar o desmitificar al ideólogo de la modernidad, porque el juego manierista se suicida al poco de empezar enseñando sus costuras: si la película filma el momento en que Godard conoce a Jean Pierre Gorin y crea el grupo Dziga Vertov, ¿por qué Hazanavicius no somete a sus imágenes a la radicalización política que define ese periodo de la obra godardiana? ¿Acaso no la ha visto? ¿Tal vez le parece demasiado extrema para los cinéfilos que solo asocian a Godard con «Al final de la escapada»?

Es evidente que, en el programa de Hazanavicius, no está hacer cine político, ni tampoco hacer cine políticamente. Nadie a estas alturas puede negar las contradicciones ideológicas de Godard, que fue un burgués que quiso hacer la revolución sin hablar con los obreros, pero es injusto, frívolo y superficial ridiculizar su participación en el mayo del 68 con un gag en el que los manifestantes le rompen las gafas tres veces. A Hazanavicius le fascina tanto el personaje que muchas veces se olvida del punto de vista de Wiazemsky, que, devorada por los caprichos y la indiferencia de su marido (que Louis Garrel interpreta acentuando un ceceo un tanto paródico), se convierte en un mueble sin voz ni voto, un formulario que a nadie le apetece rellenar. Según el director de «The Artist», ha querido hacer «una comedia desde el respeto», pero a la luz del dramatismo de la parte final, centrada en la crónica de disolución de la pareja, que rompe durante el rodaje de «Vent d’Est», lo que le sale es una versión fallida de «El desprecio».

Godard formó parte de la educación sentimental de Noah Baumbach, como tantos otros maestros del cine europeo, especialmente de la Nouvelle Vague. Hijo de dos críticos de cine, su filmografía está impregnada de la sensibilidad de los cineastas de la modernidad, tanto como la de la época gloriosa de Woody Allen. Es imposible no pensar en «Hannah y sus hermanas» al ver «The Meyerowitz Stories», como es imposible aparcar sus herencias literarias, de Saul Bellow a Jonathan Franzen. Ahí están, a un nivel formal, su división capitular y el uso de la palabra como arma arrojadiza, y a un nivel temático, las rivalidades fraternales y el éxito artístico como barómetro del éxito vital. Al contrario que en la película de Allen, Baumbach está interesado en el conflicto intergeneracional. Es la frustración del padre Meyerowitz, escultor que ha entrado en la setentena sin obtener el éxito que creía merecer, la que actúa como motor emocional del relato. Dustin Hoffman está especialmente inspirado al encarnar a este hombre frío y exigente, que no para de contar historias en las que la relación con sus hijos parece mucho más cálida e implicada de lo que ellos recuerdan.

Adam Sandler, tan estupendo como en «Punch Drunk Love» o «Hazme reír», se entrega a su tendencia a las explosiones de ira, en una interpretación sutilísima, como el hijo castrado por los delirios de grandeza de esa figura paterna que se escapa renqueante de las galerías de arte cuando se siente ninguneado. Al otro lado, Ben Stiller, que repite por tercera vez con Baumbach, es el hermanastro con los bolsillos llenos, el único de los tres vástagos (hay una hija a la que la ficción relega, de un modo un tanto discutible, a un segundo plano) que ha preferido llevar una vida laboral más pragmática que artística. Baumbach subvierte los traumas familiares de «Una historia de Brooklyn» o «Margot y la boda», más bergmanianas, mucho más cínicas y nihilistas, y aparca la frescura «mumblecore» de sus obras más recientes («Frances Ha», «Mistress America»), muy influenciada por su colaboración con la actriz Greta Gerwig, su pareja en la vida real, para servirnos una comedia, a ratos amarga, a ratos luminosa, en la que demuestra su brillantez para los diálogos, su mano izquierda en la dirección de actores, y una humildad inédita en su cine.

Tampoco estamos lejos del Wes Anderson de «Los Tennenbaum» –aunque sí de la rígida simetría de sus formas– ni de películas como «Los descendientes», de Alexander Payne, o «Las horas del verano», de Olivier Assayas, que trataban, con la calidez de la que nos ocupa, del patrimonio familiar como depósito del tiempo, o como la oportunidad que nos da la vida para reconciliarnos con nuestro árbol genealógico. Sentarse a la sombra del árbol de Baumbach es agradable, sobre todo en un festival como Cannes, en el que la densidad dramática del aire se corta con sierra mecánica.

Kidman y el punk alienígena

Pongan en una batidora «El hombre que cayó a la Tierra», de Nicolas Roeg, y un videoclip hortera de los ochenta, el cine de Ken Russell y el de Julien Temple, y la mezcla será lo que le habría gustado ser a «How to Talk to Girls at Parties», la primera película de esta edición de Cannes –la segunda: «The Beguiled», de Sofia Coppola– en la que Elle Fanning y Nicole Kidman mantienen un pulso cinematográfico para ver quién es la más alta y espigada del plano. La escena punk de Croydon y una colonia de invasores alienígenas se cruzan, entre conciertos y orgías más o menos castas, en este delirio, más convencional de lo que le gustaría admitir, de John Cameron Mitchell («Hedwig and the Angry Inch»). Destaca una improbable Kidman, con el pelo encrespado y modales de camionero. O de eslabón perdido entre los Sex Pistols y la Bruja Avería.