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«La bella y la bestia»: Muñecos de porcelana

La Razón
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Director: Bill Condon. Guión: Stephen Cbosky y Evan Spiliotopoulos. Intérpretes: Emma Watson, Dan Stevens, Luke Evans, Kevin Kline. EE. UU., 2017. Duración: 129 minutos. Fantástico

En una operación similar a la que perpetró Kenneth Branagh en «Cenicienta», la Disney ha vuelto a uno de sus clásicos indiscutibles para reactivar la rentabilidad de su fondo de armario. Lo ha hecho, inteligencia obliga, apelando a valores tan «modernos» como el feminismo o la tolerancia marca LGBT. Son argumentos de marketing, porque la Bella de Emma Watson es un calco de la Bella animada, ergo su feminismo es de segunda generación, y la inclusión de un personaje gay en el reparto –nada más y nada menos que LeFou, el compañero de viaje de Gaston, demasiado narciso, machista e ignorante para darse cuenta de las miradas encandiladas de su escudero– solamente sirve como eslogan para vender el «outing» de una gran corporación que nunca tuvo la identidad sexual en su lista de prioridades. La presunta modernización del discurso de la versión animada es eso, presunta. Salvo por un par de canciones extra, es una fotocopia en imagen real. ¿Qué se gana en la traducción? Las primeras secuencias en la aldea tienen un cierto encanto retro, como si Bill Condon, bregado en secuelas tan dudosas como las de la saga «Crepúsculo», se hubiera fijado en musicales como «Chitty Chitty Bang Bang» o «El valle del arco iris» para evocar su atmósfera, como de ensueño de libro ilustrado. El Vincente Minnelli de «Brigadoon» está a la vuelta de la esquina. Lo peor llega con el castillo. Frente al muy expresivo diseño del reloj, el candelabro y la tetera de la película de Trousdale y Wise, de líneas elásticas y orgánicas, nos encontramos con la rigidez metálica, casi de porcelana Lladró, de los secundarios en imagen real. Es algo que ni siquiera los efectos digitales se ven capaces de resolver, y que encorseta los números musicales, les priva del movimiento lúdico-festivo del original: incluso en los que destacan por su coreografía –el busbyberkeliano «Be Our Guest»–, el resultado resulta decepcionante. El mal gusto de la dirección artística apelmaza el ritmo de la trama, como si la película fuera un elefante intentando salir de unas arenas movedizas. Y la Bestia ha perdido agresividad, peligro, con lo que su evolución dramática, aun siendo más dilatada que en el original, es menos emotiva. En un filme que pretende recuperar el hálito mágico, un punto anacrónico, de los cuentos de hadas, sorprende que el conjunto sea tan frío, tan inexpresivo, tan plano. La contagiosa vitalidad de la versión animada está enterrada bajo una densa capa de polvo.