Crítica de cine

La república del liguero

Se estrena, 14 años después del rodaje, «Black Angel», recreación de Tinto Brass del clásico «Senso» de Visconti, ambientada en la ocupación nazi.

La república del liguero
La república del liguerolarazon

Se estrena, 14 años después del rodaje, «Black Angel», recreación de Tinto Brass del clásico «Senso» de Visconti, ambientada en la ocupación nazi.

En aquella Italia en que Tinto Brass vino al mundo (año 1933), un liguero entrevisto lo era todo en la formación de esos jóvenes que aprendían el amor adulto en postales sicalípticas y perdían la inocencia en burdeles, comisonados en la aventura iniciática muchas veces por sus propios padres. Por eso, la fidelidad al detalle (el liguero, sí, o el pintalabios, el sombrero de ala ancha, el corsé o los mil pliegues de un cuerpo femenino a más craso mejor) hace que el cine de Tinto Brass, probablemente el más «arty» de los cineastas eróticos vivos, lo aleje cada vez más de un mundo en que la pornografía está a golpe de ratón.

«Black Angel», que se estrena ahora en España a pesar de haber sido rodada en 2002, funciona perfectamente a modo de testamento de los temas, obsesiones, filias y fobias de ese joven que se escapó de casa para huir de un padre fascistas y que le envió una carta a París a Buñuel porque «mi sueño es hacer cine» (nunca obtuvo respuesta). Andando el tiempo, Brass se colaría por la rendija neorrealista. Trabajó con los más grandes, entre ellos, su buen amigo Federico Fellini. Uno y otro compartían el amor por la volumetría de un buen trasero, y del genial director de «Ocho y medio» tomaría Brass esos encuadres sorprendentes, la pasión por lo grotesco y el sentido operístico de su cine.

No poco hay de ópera (erótica, eso sí) en esta obra titulada originalmente «Senso 45». De hecho, Brass se basó en el ultrarromántico libro de Camilo Boito que Visconti adaptó al cine en una maravillosa oda a la decadencia veneciana. En «Black Angel», Brass mantiene la ciudad de los canales, pero traslada la acción de la dominación austríaca del libreto original a la República filonazi de Saló en un guiño innegable a Pasolini y aquel «Saló o los 120 días de Sodoma» que, entre otras muchísimas cosas, desencadenaron su asesinato. Allí, entre las callejas de San Marco y las playas de Murano se desarrollan los amores tórridos de Livia (Anna Galiena), una italiana malcasada con un empresario del Instituto Luce de cine y Helmut (Gabriel Garko), un jerarca nazi «vicioso y sin moral».

El recurso a la biblioteca «B» de la historia es una constante en Brass. Con «Los burdeles de Paprika» metió mano al «Fanny Hill» de John Cleland, mientras que «El hombre que mira» lo tomó de la pluma de Alberto Moravia. Asegura Brass, de 83 años, que muchos de sus proyectos se han quedado en el cajón (entre ellos, una especie de «biopic» de D’Annunzio) porque los productores siempre se empeñaron en que rodara aquello que a la postre le ha hecho reconocible: mujeres voluptuosas en negros ligueros.