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Para aprender a «leer» el cine

La Razón
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Llevar a la gran pantalla una obra literaria no es tarea fácil; de hecho, son lenguajes narrativos diferentes y la imagen debe incluir, con concisa expresividad, una historia que se ha gestado en las demoradas páginas de una novela. En la muerte de Vicente Aranda conviene recordar que este cineasta supo combinar, como pocos, la fidelidad al espíritu del relato original con la autonomía estética y la personalidad propia de sus inolvidables adaptaciones cinematográficas. Ha quedado ya en nuestra retina aquella intriga política de «Asesinato en el Comité Central» (1982), sobre una ficción de Manuel Vázquez Montalbán; un tenebroso filme policiaco como «Fanny Pelopaja» (1983), novela de Andreu Martín; sin olvidar la excelente resolución visual de «Tiempo de silencio» (1986), el complejo universo de Luis Martín Santos; o el elegante resultado final de una erótica historia, «La pasión turca» (1994), procedente de la novelesca imaginación de Antonio Gala. Este cine se ha caracterizado por un ágil desarrollo secuencial de las tramas (gustará más o menos, pero no aburre nunca), el denso perfil de unos personajes cuidadosamente analizados, un contenido tratamiento del conflicto argumental, sin estridencias efectistas ni melodramatismos innecesarios, y la decisiva importancia del sexo y de la historia en toda fábula sobre la condición humana.

Interesantísima su dedicación a la narrativa de Juan Marsé. A lo largo de treinta años, con desigual fortuna e innegable interés, adaptó algunas de sus más destacadas novelas: «La muchacha de las bragas de oro» (1979), relacionando el oportunismo político con la nostalgia del pasado triunfal; «Si te dicen que caí» (1989), dura rememoración de nuestra particular violencia guerracivilista; «El amante bilingüe» (1992), sátira de confundidas identidades culturales; y «Canciones de amor en Lolita’s Club» (2007), un entrañable enredo sentimental de ilusos y fracasados personajes. Novelista y cineasta abordaron así, con las coincidencias y desencuentros propios de dos fuertes caracteres, un mantenido proyecto, quizá involuntario, de traslación del discurso escrito a la instantaneidad de la palabra visual; dos manifestaciones estéticas tan diferentes unidas por el ímpetu creativo, narratológico, de dos incansables contadores de historias. Con el estreno de la última película en común se enconaron los ánimos y remitieron también los exabruptos en algo muy cercano a la reconciliación, manifestando Aranda: «Me gustaba ser amigo de Juan, y me gustaría reanudar una cierta amistad con él. Me gusta como persona y como escritor». Un motivo más para admirar a quien nos enseñó a «leer» el cine.