Crítica de cine

«Tres anuncios en las afueras»: La furia y la piedad

«Tres anuncios en las afueras»: La furia y la piedad
«Tres anuncios en las afueras»: La furia y la piedadlarazon

Martin McDonagh. Frances McDormand, Woody Harrelson, Sam Rockwell, Caleb Landry Jones. EE. UU., 2017. 112 minutos.

Al principio, fue la rabia; luego, la compasión. Da la impresión de que en Ebbing, Misuri, solo existen esas dos emociones, y que la una siempre excluye a la otra, y viceversa. Es una falsa impresión, al menos hasta que los perros rabiosos se reconocen entre sí, con el corazón encogido de tanto buscar justicia. Pero eso ocurre tarde: antes, Martin McDonagh se puede colgar la medalla de haber creado al menos un personaje memorable, el de Mildred, imbuido de la energía fantástica, a la vez noble y ciega, de una Frances McDormand que, con el mono de trabajo y una cinta que le agarra el pelo como preparada para una emboscada bélica, increpa a la policía local para que encuentre al violador y asesino de su hija adolescente. Su furia se hace pública en tres vallas encendidas en rojo sangre, que son una anomalía entre el verde hierba de la naturaleza, como una pieza de arte conceptual caída del cielo.

Si «Escondidos en Brujas» y, sobre todo, «Siete psicópatas», aparecían lastradas por un cierto ensimismamiento metaficcional, con sus arrebatos beckettianos y el amor de McDonagh por los cineastas que han alimentado la educación sentimental, «Tres anuncios en las afueras» parece haber superado con creces el síndrome del debutante, asentando la dimensión humanista de sus obras teatrales sin perder un ápice de su ternura y su violencia. En un primer momento la película engaña, como si la sombra de «Fargo» le causara escalofríos, pero muy pronto notamos las diferencias con el universo coeniano. El de McDonagh está exento de cinismo, y por mucho que parezca que hay una mirada sobre la América sureña, con sus racistas sueltos y su comunidad herméticamente cerrada en sus cotilleos pero también en su solidaridad, el terreno que pisa la película es mucho más universal, se mantiene al margen de todo comentario social, le interesa más el paisaje humano que el geográfico. Y, por encima de todo, está el lenguaje, la cadencia casi mametiana de las réplicas, el humor empañado de tragedia, articulando la férrea arquitectura de un guión acaso demasiado bien construido para dejar pasar aire por entre sus imperceptibles grietas. Cuando la ira lo consume todo queda la unión en la miseria, que es otra manera de ser bueno, o simplemente de completar una venganza que necesita sangrar. Por el camino ha quedado un personaje hermosísimo –el sheriff tocado por la muerte que Woody Harrelson interpreta con inmensa delicadeza–, pero aún está con nosotros uno de sus compañeros de fatiga, que revela, sí, su lado compasivo para compensar la balanza de pagos de Mildred, y que Sam Rockwell encarna desde una hostilidad que se resquebraja, más vulnerable de lo que aparentaba hasta entonces. Atrás quedan los anuncios, y por delante un nuevo comienzo, una hermandad donde la furia y la piedad encienden la chispa de lo humano.