Música

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«Der Abschied»

La Razón
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Amanecía un día tranquilo pero, a las 9, una llamada me dio el mazazo: «¿Sabes si es cierto que ha fallecido Arteaga, tal y como dice RTVE?» Desee que no, que fuese un bulo, pero él no había contestado a mis llamadas ni lunes, ni martes. Tardaba en hacerlo, no era nada raro, mas yo iba a llamar hoy a Almudena. Habíamos estado en contacto toda la semana anterior, desde que me llamó para comunicarme que no podría hacer las críticas de la semana para LA RAZÓN, porque estaba ingresado preventivamente tras un análisis en el que se había detectado un avance de la leucemia que padecía. Esperábamos su salida en una semana, pero... Torbellino de llamadas, emociones y recuerdos. También de lágrimas.

Corría 1972 cuando conocí a «El Pérez» –así fue siempre para los amigos– tras debutar yo, y creo también él, en la tristona redacción en la que entonces moraba «Ritmo». Me invitó a su cumpleaños en la casa burguesa de Velázquez donde, hijo único, vivía con sus padres y allí descubrimos que no sólo teníamos la misma edad, sino que habíamos nacido el mismo día y el mismo mes. También que a él, como a mí, sus padres le obligaron a estudiar lo que no quería, en su caso ICADE. Ya entonces descubrí en él la semilla que le convertiría en uno de los más sólidos críticos, musicólogos y locutores musicales del país, al igual que su personalidad irrepetible. Murieron sus padres, heredó y se gastó pronto la mayor parte de la herencia, porque José Luis era muy generoso. Hemos sido amigos más de cuarenta años. Se casó con Almudena y se fueron a vivir a un piso en el que tenían que apartar discos y cintas cuando sacaban a pasear a su mascota. Tantos y tanta generosidad como para donar una gran parte a la Fundación Albéniz. Hace un año estuvo a punto de morir y adelgazó enormemente, pero no perdió su característico sentido del humor. Sus colección de chistes era tan inagotable como su memoria y sapiencia. Bien lo sabemos quienes hemos comido con él. Comer era otra de sus grandes aficiones.

Nos tratamos más a partir de mi incorporación a «Abc» como responsable musical de su suplemento cultural en 1994 y le incorporé a un equipo que hemos mantenido desde entonces hasta hoy en este diario y Beckmesser: él, Arturo Reverter y yo. Siempre he pensado que la clave del éxito se halla en rodearse de los mejores aunque, como es el caso, sean mejores que uno. José Luis era el mejor en lo suyo, como Arturo lo es en voces. Mahler y Shostakovich fueron su gran especialidad, al igual que los maestros de la batuta. Llegó a conocer a los hoy nombres míticos de los setenta. Solti, sin recordar su nombre, me preguntó una vez en Londres si era amigo de un crítico español que sabía de su vida más que él mismo. «Arteaga», le respondí sin dudarlo y, cómo no, acerté. También la música cinematográfica –¡la de brillantes artículos que escribió para aquel añorado Cultural analizando las candidaturas a los Oscar!– o las novedades discográficas. Podía ser docto al escribir y, a la vez, el más entretenido. No sólo al escribir, sino también en la radio. Nadie que le haya escuchado las retransmisiones desde Bayreuth o los conciertos de Año Nuevo podrá olvidar su voz y su amenidad. Alguna vez le llamé tras escucharle: «José Luis, te has pasado poniendo a parir al Sigfrido que acaba de cantar y te van a llamar la atención». Así fue. Era sincero –¡cómo habló de Mortier en «El ojo crítico!»– y no tenía pelos en la lengua.

Como todos los genios poseía sus peculiaridades. Era caótico vitalmente y en el trabajo. A veces sacaba los pies del plato, su buen humor se transformaba en malhumor y se agarraba un solemne cabreo por una tontería. Sus emails en estos casos son históricos. Bien lo saben en este diario. Pero, como era una excelente persona, todo ello quedaba olvidado enseguida. Justo Romero ha escrito que «Los tres ángeles de la Tercera de Mahler son ahora cuatro». Él, como Tomás Marco, ganaron buenos dineros escribiendo a vuela pluma artículos que José Luis no había entregado en la fecha prometida. En este diario sufríamos siempre pendientes hasta el último momento de sus críticas del Real. Muchos se extrañaban de que pudiese aguantar durante tantos años su informalidad en fechas y mi respuesta siempre fue la misma: «Tener un genio exige sacrificios».

La primera música clásica que escuchó José Luis fue, a los once años, porque se enamoró de la joven de la portada de un disco. Era Kathleen Ferrier. Sacó el dinero de donde pudo y se compró el LP. Le pareció un tostón, pero la voz le encandiló. Era «Der Abschied» (La despedida) de «La canción de la tierra». Naturalmente, Mahler. Ahí, con una despedida, empezó todo. Se había comprometido a entregar esta semana el obituario de Henry-Louis de La Grange, el biógrafo de Mahler recientemente fallecido, y hoy escribimos el suyo. Una ironía acorde con él, pero como «Till Eulenspiegel» siempre vivirá en nuestro recuerdo. Un abrazo muy fuerte allá donde estés, seguro que escuchando el «Adagio» final de la Novena y riéndote de los que nos quedamos aquí aguantando la que está cayendo.