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El do de pecho en femenino

La soprano Anna Netrebko durante un ensayo de "La traviata", de Verdi
La soprano Anna Netrebko durante un ensayo de "La traviata", de Verdilarazon

El estudioso de la ópera Fernando Fraga recorre en «Simplemente divas» la historia de aquellas cantantes que alcanzaron ese exclusivo estatus.

En innumerables auditorios de medio mundo –por medio de recitales u óperas–, o en las emisoras de música clásica, ciertas voces femeninas del «bel canto» despiertan pasiones y agotan localidades allá donde acuden a dar el do de pecho. Angela Gheorghiu, «una excelente soprano rumana, bella y delicada, insegura y caprichosa»; Anna Netrebko, «trabajadora incansable, extraordinaria cantante y equivalente actriz»; Renée Fleming, «niña mimada del Metropolitan, donde canta cuando quiere y lo que quiere». O la italiana Cecilia Bartoli, o la francesa Natalie Dessay, o la checa Edita Gruberova... Grandes cantantes que han obtenido fama internacional y prestigio artístico, pero ¿se podrían calificar como divas? ¿Qué es tal cosa en la actualidad? «¿”Divas” en el sentido literal de la palabra, o sea, diosas moviéndose en un espacio ideal vetado para el resto de sus mortales contemporáneos?», se pregunta Fernando Fraga, tras describir de esa concisa manera a unas cuantas aspirantes al Olimpo del divismo. Lo hace en «Simplemente divas. El arte operístico de Isabel de Médici a Maria Callas» (Fórcola Ediciones), tan lleno de anécdotas –que no tienen desperdicio alguno por su amenidad y hasta toques de humor– como de la más rigurosa erudición cultural.

Desde que en 1980 Fernando Fraga empezara a dedicarse al mundo de la música clásica como crítico en la materia y conferenciante, sus publicaciones e intervenciones en Radio Clásica de Radio Nacional de España se han sucedido en paralelo a su prestigio en este entorno, siempre ascendente. Así lo demuestran sus habituales colaboraciones en las revistas «Scherzo» y «El Arte de la Fuga» o sus publicaciones: «Vivir la ópera» (1994), «Plácido Domingo: historia de una voz» (1996), «Rossini» (1998) y «Verdi» (2000), entre muchas otras. De la mano de este gran conocedor del género, recorreremos cinco siglos de divismo.

Hasta llegar a la famosísima Maria Callasa, el lector podrá conocer casos de celos, envidias, escarceos amorosos y hasta violencia: el de las haendelianas Francesca Cuzzoni y Faustina Bordoni, que en una representación en 1727 llegaron a enzarzarse en una pelea; el de la agria rivalidad de la portuguesa Luiza Todi y la italiana Brigida Banti-Giorgi, preferida de la duquesa de Alba; el de las hermanas Weber, familiares de Mozart; el de la soprano-mezzosoprano-contralto Angelica Catalani, «la voz más hermosa de la historia»; el de la mujer que encandiló a Napoleón, la bella Giuseppina Grassini; el de Isabel Colbran, musa de Rossini, para la que compuso grandes papeles e impulsó hasta convertirse en la mejor de su época; el de la diva donizettiana Giuseppina Ronzi, que se intercambiaría puñetazos y tirones de pelo con Anna del Sere en la obra «María Estuardo»; el de la francesa Rosine Stoltz, una mujer malcriada e intrigante que se casó cuatro veces; el de la amante, y luego esposa de Verdi, Giuseppina Strepponi... Pero todos estos nombres, por prestigiosos que fueran en su momento, quedarían eclipsados para el gran público con la irrupción de Maria Callas, que, como explica Fraga, «tuvo su acérrima rival en Renata Tebaldi, una contienda profesional comenzada en los inicios de la carrera de las dos sopranos cuando ambas formaban parte de una compañía de ópera italiana en una gira en Brasil. La competencia favoreció a las dos cantantes dándoles publicidad».

Una vida privada intensa

La Callas, ciertamente, traspasaría el ambiente operístico para «interesar al resto de la humanidad normalmente preocupado por otro tipo de acontecimientos vitales: lo logró, primero como profesional de la música, luego por su biografía privada». Los dos elementos que configurarían el perfil de la diva arquetípica. En Callas, además enfatizado por una muerte inesperada, en 1977, a los cincuenta y tres años. «Fue una cantante extraordinaria, por la voz y su personalidad artística. Revolucionó el mundo de la ópera, entonces ahogada en una letárgica rutina, cambiando por completo sus costumbres. Aunque tuvo aspectos negativos: si bien logró que grandes nombres de teatro y cine, en busca del espectáculo completo, pasaran a dirigir óperas (especialmente Visconti), abrió el camino a una panda de impresentables cuyos horrorosos montajes nos vemos hoy machaconamente torturados», considera el autor.

Su muerte fue el inicio de la leyenda, en paralelo a unos episodios tormentosos y hasta truculentos: enseguida surgirían conflictos a la hora de repartir su herencia, que se disputaron su madre, su hermana Jackie e incluso su ex marido Meneghini; pero lo peor vendría con «la problemática incineración de su cuerpo, realizada antes del tiempo legalmente prescrito para ello, algo que parecía contradecir las ideas religiosas de la diva», afirma el autor. A lo que se añadiría más tarde la desaparición de la urna con sus cenizas, que descansaban en un nicho del cementerio parisino del Père-Lachaise. La urna aparecería misteriosamente en una cuneta, y al final los restos de la diva entre las divas acabarían en el mar griego en un acto institucional; si bien Fraga se hace «esta terrible pregunta: ¿eran aquéllas realmente las cenizas de la Callas? Más leña al fuego de la leyenda».

Lo propio del divismo es catalizar la obra de los artistas y la admiración generalizada del público. Ambos, arte y espectáculo, se retroalimentan. «La historia está llena de ejemplos de compositores que han escrito sus obras pensando en cantantes determinadas. Aparte de la admiración, había interés: si la ópera la estrenaba una cantante famosa las oportunidades de triunfar se multiplicaban», asegura Fraga. Hasta el punto de que muchos autores de ópera fueron verdaderos Pigmaliones para las cantantes. El caso más reciente es, de hecho, el de Tullio Serafin y Callas. Ésta, pese a su profesionalidad, inteligencia e instinto musicales, prefería cantar un papel por vez primera preparándolo antes con él. Al cabo, todo, voz y melodía, eran lo mismo.