Historia

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El Homero apócrifo

Detrás del nombre del poeta, de controvertida identidad, se transmitieron más obras aparte de la «Ilíada» y la «Odisea». Una espléndida traducción castellana de los «Himnos homéricos» vuelve sobre la cuestión de la literatura apócrifa en nombre del gran vate, símbolo de la épica griega.

La identidad de esta máscara hallada en 1876 se ha atribuido a Agamenón, uno de los personajes de la «Ilíada»
La identidad de esta máscara hallada en 1876 se ha atribuido a Agamenón, uno de los personajes de la «Ilíada»larazon

Detrás del nombre del poeta, de controvertida identidad, se transmitieron más obras aparte de la «Ilíada» y la «Odisea». Una espléndida traducción castellana de los «Himnos homéricos» vuelve sobre la cuestión de la literatura apócrifa en nombre del gran vate, símbolo de la épica griega.

Indiscutiblemente, la «Ilíada» y la «Odisea», atribuidas al mítico Homero, son los primeros monumentos literarios de occidente y han dado forma a nuestra tradición cultural desde su composición, probablemente entre los siglos VIII y VII a.C.. Los poemas homéricos han dejado una huella indeleble en nuestra cultura y su estudio, de hecho, marca los orígenes de los estudios literarios, ya en época de los filólogos alejandrinos o bizantinos, en pos de un texto más depurado. No en vano, Homero fue la base de toda la educación literaria en el mundo antiguo. Pero el nombre que está detrás de su autoría lleva suponiendo, desde la constitución de la filología clásica como disciplina autónoma en lo moderno, uno de los debates más vivos y fascinantes. La llamada «Cuestión Homérica», sobre todo lo que se centra en quién compuso ambos poemas, surgió con fuerza desde los «Prolegomena ad Homerum» (1795), de F. A. Wolf, padre de la «Altertumswissenschaft», que señalaba el origen de los poemas en una larga tradición oral de piezas más breves, compiladas en algún momento posterior por escrito. El estudio analítico de la obra atribuida a un «Homero» mítico, cuya estela biográfica es totalmente ahistórica, se alterna desde entonces con otra tradición crítica, la unitaria, que cree poder reconocer la voz de un autor genial tras la «Ilíada» y la «Odisea», o al menos parte de ellas.

Hoy día, como señala en «Inventing Homer» (Cambridge UP, 2002) Barbara Graziosi, una de las más reconocidas especialistas actuales en Homero, persisten ambas tendencias, representadas, respectivamente, por estudiosos como Griffin y Latacz o Nagy y West en cuanto a quienes creen en «un» Homero y quienes dicen que «Homero» es un nombre colectivo que designa un tipo de épica panhelénica. Eso por no hablar de las múltiples teorías, más o menos solventes, sobre la relación de Homero con el mundo oriental, hitita o asirio, etc.. Pero es que, añade Graziosi, en esta época nuestra postbarthesiana, en la que los estudios de recepción han diluido un tanto las nociones de autor y autoría y han centrado la cuestión en el receptor, no parece acaso ya tan importante individuar a un Homero con biografía determinada.

Pero hay otro «Homero», a menudo eclipsado por esas dos obras aurorales de la literatura occidental, pues ya en la antigüedad circularon otros poemas atribuidos al bardo, como los «Nosto», la «Batracomiomaquia», o el «Margites». Entre toda esa colección de obras destacan sobre todo los llamados «Himnos homéricos», a los que se dedica ahora un estupendo libro destinado a convertirse en la edición de referencia en nuestra lengua. La publicación bilingüe con comentario de estos apasionantes textos del Homero apócrifo corre a cargo de Alberto Bernabé, catedrático de Filología Griega en la Universidad Complutense y uno de los grandes expertos internacionales en los poemas que circulan bajo el nombre del gran vate griego. Bernabé presenta, traduce y comenta, en un libro que admite al menos tres niveles de lectura –para el público general, para estudiantes y para especialistas– estos 33 poemas, obras en honor a un dios determinado, con una extensión variada y de acento muy diferente a las hazañas heroicas de la épica tradicional de la «Ilíada» o la más novelesca y fabulosa «Odisea». También se alejan de la épica didáctica de Hesíodo, ya que se dedican a narrarnos las historias de los dioses olímpicos, sus peripecias fundacionales y los mitos clave para establecer su poder en sus determinados ámbitos geográficos, culturales o conceptuales: Apolo en Delfos y Delos, Deméter en Eleusis o Dioniso y su culto errante son solo algunos de los ejemplos más memorables de los muchos y familiares mitos que contienen estos himnos y con los que el lector recordará las peripecias primordiales de los grandes dioses griegos.

Una lengua artificial

Como recuerda la introducción general, estos poemas solo tienen de homérico el nombre, además de, por supuesto, el estilo, los recursos literarios, la lengua artificial –esa «Kunstsprache» inconfundible que nunca se habló– y el hexámetro dactílico, un conglomerado reconocido en la antigüedad como lenguaje de la épica desde Homero, en la época arcaica, a Nono de Panópolis, al final de la Antigüedad. Los himnos alternan entre la decena de versos escasos del más breve, dedicado a Deméter, y los más de 500 del himno a Hermes, que cuenta la infancia del dios «trickster» por excelencia. Muchos de los más significativos se pueden datar en época no lejana a la de la composición de la «Ilíada» y la «Odisea», remontando incluso al siglo VII a.C.. Pero también hay variedad y discusión en cuanto a sus fechas, llegando a considerarse alguno de ellos, como el 8, con influencias neoplatónicas, fechable en la antigüedad tardía.

El comentario se centra con preferencia, como no podía ser de otra manera, en los más interesantes, que son los himnos largos, y que se presentan en detalladas introducciones y notas. Éstas explican los mitos tradicionales de cada dios protagonista con su problemática propia, desde las fuentes, los paralelos orientales y el contexto hasta la recepción. Las historias tienen a menudo que ver con la resolución de una situación de crisis y suele ser protagonizada por el propio dios: se diría que siguen en ello también esquemas del cuento popular, que estudiara Propp, y contienen muchos de los «Leitmotiven» del folclore, que sistematizan repertorios como el Aarne-Thompson. Se comienza con un problema, a veces causado por el nacimiento del propio dios, como en los Himnos 3 (Apolo) o 4 (Hermes), o un conflicto surgido entre varios dioses. Tras diversas peripecias, la resolución de la crisis reajusta el propio sistema olímpico y el marco de culto de los dioses. Por ello, afirma Bernabé, estos mitos de los himnos homéricos bien pueden considerarse parte de la cosmogonía griega, en la medida en que siguen las funciones etiológica y justificativa de la mitología, mostrando la configuración actual del mundo.

Uno de los aspectos más apasionantes para la crítica es pensar en qué contexto se pudieron recitar estos himnos, abundando en la estética de la recepción. En uno de ellos, el Himno a Apolo, se hace referencia a esta circunstancia y parece que lo está recitando un aedo ambulante en la isla de Delos (pág. 134). El cantor se presenta como un «ciego de Quíos» en referencia al propio Homero, un nombre por lo demás extraño, como han estudiado Nagy o West, que, lejos de sus sentidos tradicionales («rehén» o «ciego», en algún dialecto), podría tener relación con los «tejedores de cantos» pindáricos –en referencia a los Homeridas– o con paralelos orientales. Tal vez fuera el apodo con el que se identificaban estos profesionales itinerantes que cantaban los poemas en ese dialecto literario. Ahondando también en los paralelos orientales en la cultura griega, que estudiaron West o Burkert, Bernabé nos ofrece en esta edición interesantes comentarios sobre algunos de los motivos de los himnos.

Esta edición de los «Himnos homéricos» (Abada), como decía al principio, será de referencia por sus varios niveles de lectura: por un lado sirve de introducción general para un público amplio, en lenguaje accesible y con una traducción detallada, verso a verso, no exenta de encanto literario. Pero, por otro, también contiene el texto griego, notas minuciosas, referencias a una bibliografía completa y actualizada, con copiosos índices de nombres, y, aunque no es una edición crítica, sí presenta las variantes textuales que sigue el autor, por lo demás un reconocido experto en edición de textos griegos. El libro viene, en fin, a reivindicar la potencia poética de unos textos cuya fortuna crítica no fue grande ya en la antigüedad y a los que no benefició el análisis tradicional de Wolf como una suerte de preludios antes de los grandes poemas del ciclo: hoy quedan, por tanto, rehabilitados como poemas con entidad propia.

Puede que Homero nunca haya existido, como quieren algunos estudiosos, o que haya sido ese gran genio sobre el que fantaseamos, pero los poemas que, de forma inspirada, han circulado bajo su nombre desde la antigüedad, desde las imprescindibles «Ilíada» y «Odisea» a estos magníficos himnos a los dioses, seguirán resonando para siempre en nuestra tradición cultural, como bien prueba este libro, como una ganancia para los amantes de la mitología y la literatura clásicas.

TRAS LOS PASOS DE LA LEYENDA HOMÉRICA

En 1870, Heinrich Schliemann comenzó a excavar en la colina de Hisarlik, en Asia Menor. Este millonario prusiano, que había logrado reunir una gran fortuna, dejaba de lado todos los negocios para cumplir uno de sus sueños: descubrir las ruinas de Troya. En contra de la comunidad científica, que consideraba la «IIliada» un mero cuento, una leyenda heredada del pasado, él sí creía en la total veracidad de lo que se decía en el relato homérico. Para su propósito contó con un guía excepcional: el propio poeta. Siguiendo las descripciones incluidas en la «Iliada» llegó a Hisarlik, clavó su pala y, para sorpresa de todos, encontró Troya ante la estupefacción de los historiadores. No fue más que su primer éxito. Siguiendo igual método, la lectura de la obra del vate griego, se marchó al Peloponeso y allí, con semejante fortuna, nada más comenzar a excavar dio con la otra gran ciudad de la época: Micenas. Entre sus ruinas halló una serie de tumbas y desenterró una máscara que popularmente se ha creído que correspondía con la cara de Agamenón. La ciencia ha demostrado que no es así. Pero la ciencia también probó que Homero, sea quien sea, no mentía.