Extremadura

El Prado devuelve la luz al divino Morales

El pintor fue considerado un verdadero maestro en su época, pero después cayó en el olvido. La pinacoteca madrileña dedica una retrospectiva con 44 piezas.

Una visitante observa tres versiones de «Virgen con el Niño», de Morales
Una visitante observa tres versiones de «Virgen con el Niño», de Moraleslarazon

El pintor fue considerado un verdadero maestro en su época, pero después cayó en el olvido. La pinacoteca madrileña dedica una retrospectiva con 44 piezas.

Todo pintor genera una imagen; la sombra de una estética que permanece en la retina de la memoria como una colección de lugares comunes y tópicos difíciles de desterrar. El nombre de Luis de Morales ha pervivido en la conciencia colectiva a partir de una multitud de copias, estampas y reproducciones de dudosa calidad que han perjudicado la posterior valorización de su obra y relevancia. Es un artista que ha sobrevivido en lo popular, un poco vilipendiado por esa constante apelación a lo ya consabido que ha socavado su importancia, ese prestigio que había adquirido en la profesión y del que venía bien regalado, como prueba esa abundante prole de imitadores que se agarraron al saya de su fama para prosperar y sacar rédito. Su biografía son una suma escasa de datos y anécdotas. Un sucinto retrato que deja la incómoda resta de algunos huecos y ausencias documentales que apenas permiten completar el troquelado puzle que se conserva de su semblanza. Se conoce que nació en 1510 o 1511, que murió en 1586 y que el área de su influencia pictórica se concentró en las duras tierras de Extremadura y sus geografías anexas. Hay quien asegura que tuvo un primer taller en Plasencia y que allí entró en contacto con la indiscutible estela que dejaba a su paso el arte de Berruguete. Nos llegan así los cuadros de una personalidad que forjó su talento apartado de los principales núcleos creadores de Castilla, concentrándose en las férreas tareas y disciplinas de su aprendizaje, pero que, como muy pocos maestros, supo recoger en su pulso las modernas corrientes procedentes de Italia y Flandes que impregnaban el ambiente cultural de su siglo.

Luis de Morales, que enseguida destacó entre sus contemporáneos como una firma de valía, obtuvo reconocimiento en su tiempo y disfrutó de las habituales comodidades que conceden el prestigio y el dinero (hasta sus últimos años, cuando decayó su genio y Felipe II le concedió una pensión para que encarara sin dificultades los días que le quedaban). A pesar de triunfar en retos pictóricos que muy pocos pintores de su época habrían superado, su nombre sobrevivía en el Museo del Prado como uno de esos genios olvidados que esperan su oportuna rehabilitación, igual que le sucedió a El Greco, que también pertenece a esa familia de extraviados que de vez en cuando hay que desempolvar de los anales de la Historia para rescatarlo.

Reivindicación

La pinacoteca madrileña ha decidido hacer justicia y poner orden y organizar una retrospectiva sobre él casi cien años después de la última muestra que se le dedicó –se inauguró en 1917 como consecuencia de esa fiebre nacionalista que se afanó en encontrar identidades culturales propias–. Según se afirmó durante la presentación, es uno de los escasos pintores españoles del siglo XVI que soportarían un hondo estudio, una exhaustiva revisión como la que se abre ahora, pero que, sin embargo, ha soportado un largo exilio «intramuros» por la temática que le tocó abordar: la religiosa. Aquella centuria, la de Carlos V y Felipe II, marcada por los enunciados de Lutero (que tanto enardeció a unos y a otros), estaba señalada a fuego por la piedad y la devoción. Y Luis de Morales es un reflejo de esa atmósfera. Sus encargos, recluidos a los espacios de las iglesias y las capillas privadas, muestran un amplio abanico de vírgenes y cristos; de crucifixiones y sagradas familias a las que debe su prestigio, pero que más tarde le estigmatizaron. Muy pronto, ya en el siglo XVII, nuevos artistas criticaron su pintura y quedó relegado. Su legado había sucumbido a un cambio de gusto y Morales, que había decorado tantos retablos y tablas, caía ante la mirada renovada de la siguiente generación de artistas.

El Prado, que es la pinacoteca que posee el mayor número de piezas de Morales –para esta ocasión, además, se han exhibido las recientes donaciones de Plácido Arango–, ha contado con 19 cuadros que se añaden los otros 35 que completan el discurso de la muestra. De esta manera se intenta retirar el velo que levantan los prejuicios temáticos, para subrayar la genialidad del llamado Divino Morales. En el fondo, nada resulta tan irreverente como el talento del artista; ese don para manejar la materia y que el espectador sucumba a sus habilidades y destrezas, apartándolo de esta forma tan sutil del tema que aborda la pintura. Con Luis de Morales sucede algo así, que el ojo, de una manera casi espontánea, va dejando atrás la supuesta relevancia sacra de las figuras para detenerse en los detalles: en las veladuras, los cabellos, los tejidos, las expresiones o el esfumato que le hizo famoso, y que no es más que la vanidad propia del artista, que con su magisterio trasciende la naturaleza de la obra para dejar su impronta, que, al final, es lo que perdura en el tiempo.