Arquitectura

Foster: en la cabeza del arquitecto

Inaugura oficialmente el jueves su Fundación en Madrid, un espacio que alberga gran parte de su universo y que se levanta en un palacete de la calle Monte Esquinza de Madrid. Allí reúne presente, pasado y futuro.

El archivo ocupa el corazón de este espacio, situado en un edificio histórico del centro de Madrid, y alberga una completa biblioteca
El archivo ocupa el corazón de este espacio, situado en un edificio histórico del centro de Madrid, y alberga una completa bibliotecalarazon

Inaugura oficialmente el jueves su Fundación en Madrid, un espacio que alberga gran parte de su universo y que se levanta en un palacete de la calle Monte Esquinza de Madrid. Allí reúne presente, pasado y futuro.

Empujar el portón de hierro negro que da acceso al número 48 de la calle Monte Esquiza en entrar en otra dimensión. Una vez dentro los ojos, como en un baile infinito, dan vueltas buscando un punto donde concentrarse. No es sencillo, no. Una escultura de Cristina Iglesias suspendida y realizada en fibra de carbono (Sin título, 2017; ninguna de las piezas que iremos viendo en este oasis va acompañado de identificación alguna) conecta el señorial edificio que antes fue embajada y después sede de un banco –levantado en 1902 por Joaquín Saldaña– con la parte nueva, conocida como «el pabellón». Muy cerca «Mujer recostada de Henry Moore». El espacio está rodeado de cristal y espejos en el que se exponen todas las influencias del arquitecto, un pequeño reducto para su mundo más íntimo donde la estrella principal es un vehículo que se fabricó para Le Corbusier, expuesto como si acabara de salir del taller. Foster, admirador suyo, lo compró y lo puso a punto y una vez a la semana se da cuerda a su motor. Si mira hacia arriba verá suspendidas en estable equilibrio una nubes plateadas de Íñigo Manglano-Ovalle. Unas cuantas vitrinas con deportivos a escala de hace medio siglo, vagones de tren, aviones, prototipos... Fotografías en las paredes y una enorme mesa rodeada de sillas y sobre la que se levanta una cordillera. El sistema de apertura de la puerta de cristal es otra historia. La obra, que sufrió algunos parones en 2013, está firmada por Raúl Gómez y David Delgado. Seis meses, por increíble que pueda parecer, tardaron en levantarlo y ha sido el único punto de fricción en la construcción, la única burbuja de modernidad que se yergue frente al edificio histórico, respetado al milímetro y rehabilitado para convertirlo, sin alterarlo, en un santuario del arte.

Limpio, blanco, ordenado

María Nicanor, que es la directora de la Fundación Norman Foster –que el jueves tendrá su puesta de largo en Madrid en forma de simposio donde se reunirán grandes popes del mundo del diseño, el arte y la arquitectura para dialogar sobre el futuro de las metrópolis, que no es tema baladí– tiene claro dónde está el corazón de este inmenso espacio de más de 1.700 metros cuadrados: en el archivo, que ocupa la planta baja. Accedemos por la entrada principal donde una pieza en madera de Ai Weiwei da la bienvenida, giramos a la derecha y después bajamos unas escaleras hasta la sala de mandos. Blanco, limpio, todo nuevo. Impoluto y silencioso. Cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa. Abundan las mesas blancas, las maquetas blancas, los lapiceros en botes. La tecnología punta, un avión cuelga del techo y un dirigible también. Incluso una nave espacial. Las paredes están recorridas por librerías repletas de volúmenes (¿y si nos quedáramos allí sin hacer ruido?, pensamos por un momento). «La Fundación no es un museo. Ha sido concebida como un centro de estudios con programas diferentes y becas», comenta Nicanor. Foster, que también fue estudiante y joven, no ha olvidado su etapa de aprendiz, de colegial con nivel, de alumno aventajado. Siempre lo ha tenido muy presente. Y es a quienes serán la generación de mañana a quienes va dirigido este inmenso laboratorio arquitectónico. La Fundación comenzó su andadura en 1999. Al recibir el Premio Pritzker el arquitecto decidió conceder becas de viaje a estudiantes de arquitectura. Lo hacía en colaboración con la RIBA (Real Instituto de Arquitectos Británicos). Esa fue la semilla que ahora ha germinado. La idea cobró fuerza, se hizo corpórea y acaba de estrenar sede propia.

Un cuaderno de 1948

El archivo, no nos desviemos, es el corazón del propio Foster y se divide en cinco secciones: dibujos y planos, material fotográfico, maquetas, correspondencia, cuadernos de trabajo y memorabilia y biblioteca. Ahí está también su cabeza en ebullición constante: sus maquetas, sus primeros planos y sus cientos de libretas que vemos ordenadas, con la letra de estudiante y el trazo de quien empieza a dibujar y ya apunta maneras. Entre los incunables con su firma, un cuaderno ya desgastado de 1948 con los apuntes de clase de cuando estudiaba en la Universidad de Yale: casi setenta años nos contemplan y nosotros, casi incrédulos, clavamos los ojos en sus hojas curtidas por el tiempo. Otros contienen dibujos de helicópteros o coches, por ejemplo, los que se guardan a partir de los setenta. Y hasta hoy, pues Sir Norman sigue utilizando el lápiz y el papel para dar forma a sus ideas. Y que siga siendo así. Un dato: se conservan 1.240 «sketchbooks» (cuadernos de diseño, para entendernos) y cada semana el maestro completa uno. Calculen ustedes los que puede llegar a tener en un año. Por las ventanas se ve el jardín. Y detrás del flamante vehículo de principios del siglo XX un fragmento del Muro de Berlín.

Sobre una mesa blanca, claro, despliegan dibujos de obras. Protegidos por plásticos nos muestran bocetos germinales de obras de sus comienzos, como una toma de datos de un molino en Gran Bretaña que hizo un verano o el proyecto de Fin de Carrera, también con setenta años a la espalda y en el que vislumbraba un centro cultural.

Unos fueron posibles y otros se quedaron ahí, para enseñar. Además de los planos, se puede ver el antes y el después de las obras, un paseo exhaustivo por la mente de quien es uno de los arquitectos más carismáticos del globo, capaz de pilotar su propio avión, lúcido a sus más de ochenta años.

La sede madrileña alberga más de 8.000 dibujos y se van a poder consultar en abierto alrededor de 1.000 documentos. El cien por cien de los planos van a estar digitalizados. Ahora están haciendo lo propio con las fotografías. Tras abandonar la cabeza del arquitecto tomamos dirección al edificio histórico, con una primera y una segunda planta. En la de abajo, con un Weiwei que da la bienvenida, obras y dibujos y maquetas y planos y una biblioteca muy bien surtida. La sala se divide en cuatro estancias que abarcan desde los aeropuertos a los rascacielos. Las paredes están forradas de planos, de dibujos que nada tiene que ver uno con otros. Tomamos las escaleras para llegar a la planta de arriba y por el camino nos topamos con un Brancusi tan estilizado como dorado y nos saluda la risa permanente de las esculturas de ojos achinados de Juan Muñoz.

El la Fundación se trabaja en silencio. Lo observamos mientras nos vamos colando por las estancias sin hacer ruido. Imponentes las maquetas del Reichstag. Otras cuatro salas nos dan la bienvenida: Back to basic, Beyond, The city e Infraestructure. Muy cerca, el despacho de Norman Foster, con una chimenea donde ha colocado una divertida fotografía junto a Marina Abramovic. Él sostiene sobre su cabeza un cerebro dorado, el mismo que descansa sobre el mueble. Encima de la mesa, perfectamente ordenada, con grandes hojas de papel y lapiceros, un juego de construcciones por el que es imposible pensar que haya pasado el tiempo, libros sobre las mesas, un dibujo de Le Corbusier de los años cincuenta y un regalo para el arquitecto cuando cumplió los 80: Happy Birthday, Norman, que reúne 80 proyectos. ¿Por qué una Fundación en Madrid? Se barajaron metrópolis como Nueva York, Londres y Berlín. Nicanor, cauta, apela a la buena relación con España y con Madrid del arquitecto sin desvelar ningún dato más. Norman Foster conoce muy bien la ciudad. Y lo agradecemos.