Pintura

Goya, ¿dónde tienes la cabeza?

El documental «Oscuro y Lucientes» repasa las diferentes teorías sobre el destino de la cabeza del célebre pintor. Para unos, explotó en un experimento de laboratorio y, para otros, aún se conserva.

«Autorretrato», de Francisco de Goya
«Autorretrato», de Francisco de Goyalarazon

El documental «Oscuro y Lucientes» repasa las diferentes teorías sobre el destino de la cabeza del célebre pintor. Para unos, explotó en un experimento de laboratorio y, para otros, aún se conserva.

Poca idea se podía hacer Francisco de Goya y Lucientes (1746-1828) que, cuando se dibujaba «La degollación» –atribuido a un seguidor anónimo del pintor hacia 1808–, el futuro le iba a deparar en sus propias carnes, o en lo que quedase de él, una escena similar. Título, sin embargo, un estadio por debajo de lo que le esperaba al de Fuendetodos. Algo menos doloroso, pues ya iba a estar muerto, pero sí más «gore»: no se iba a quedar en un simple corte de garganta, sino en un rebanamiento total de la cabeza que siglo y pico después, o cuando quiera Dios que se hiciera, sigue siendo un enigma. ¿Posibilidades? Unas cuantas, pero todas apuntan a una de las modas de la Francia del XIX: la frenalogía, una pseudociencia que pretende adivinar los rasgos de la personalidad y las tendencias criminales a partir de la forma del cráneo.

Una vez asimilado este punto, esta historia nos conduce por otras teorías, algunas disparatadas: que su cabeza terminó en boca de un mastín o que se empleó como olla para un experimento de medicina –explotando por culpa de la fuerza expansiva de los gases– y acabó repartido entre varios doctores. Ahora, Samuel Alarcón se ha propuesto reconstruir lo sucedido en «Oscuro y Lucientes», un documental «ensayístico y experimental», asegura, que perseguirá el rastro que ha dejado la presencia del cráneo por Gijón, Oviedo, Ribadeo, Zaragoza, Burdeos... y en cualquier otro lado donde ha quedado una pista de esta testa extraviada.

Ésta no es la historia de ninguna de las pinturas del creador de las «Majas», sino la historia de «cuando Goya perdió la cabeza». Todo comienza en 1880 con un Joaquín Pereyra vagando por el cementerio de Chartreuse, Burdeos, mientras lloraba la pérdida, dos años antes, de su esposa. El entonces cónsul de España en la ciudad francesa topó con una tumba bastante pobre y que no se correspondía con la reputación de su contenido. El estado modesto y ruinoso de la lápida sonrojó al protagonista al comprobar que a sus pies yacía una ilustre gloria del arte español como Goya –que huyó a Francia después del regreso de Fernando VII a España–. En un panteón propiedad de unos desaparecidos Muguiro de Irivarre –para quienes trabajó– en el que compartía sepulcro con su consuegro –y alcalde de Madrid durante el Trienio Liberal–, Martín Goicoechea.

Pero, aprovechando el nombramiento de Manuel Silvela como embajador de España en París –un hombre unido al pintor por la amistad que unió a éste y a su padre–, no fue hasta 1884 cuando Pereyra lo comunicó oficialmente. Aun así pasarían otros cuatro años hasta que el Gobierno decidiese mover ficha, coincidiendo con la finalización del Panteón de Hombres Ilustres en el que el muerto compartiría cama con Meléndez Valdés y Donoso Cortés.

Una tumba, dos cajas

Fue el 16 de noviembre de 1888 cuando se verificó en Chartreuse lo que nadie esperaba con la exhumación. Escribía Joaquín Pereyra: «Abierta la tumba nos encontramos en presencia de dos cajas, una de las cuales estaba forrada de zinc, y la otra de madera sencilla sin ninguna placa ni inscripción exterior, ambas eran de la misma longitud», como era de esperar. Y continuaba: «Se abrieron ambas. En la forrada de zinc encontramos los huesos completos de una persona, y en la otra estaban los huesos de un cuerpo humano, excepción hecha de la cabeza que faltaba por completo, lo que no dejó de sorprendernos a los allí presentes. Y precisamente todo induce a creer que los huesos encerrados en esta última caja son los de Goya, por ser los huesos de las tibias mucho mayores que los contenidos en la caja de zinc, y además haberse encontrado restos de un tejido de seda de color marrón, que deben ser los del gorro con que se presume fue enterrado Goya, así como por estar más próxima de la entrada del caveau debió ser la última que en él se colocó. No habiéndose encontrado en la caja de madera traza alguna de que hubiese sido abierta, ni la mandíbula inferior, ni diente alguno, todo induce a creer que a Goya le enterrarían decapitado, bien por un médico o por un furibundo amador de notabilidades».

Había perdido –o le habían robado– la cabeza y nadie sabía cómo ni por qué. Una testigo, ya nonagenaria, del entierro del 28 aseguró que 60 años antes el cuerpo estaba al completo, comenzando así una búsqueda que bien hubiera gustado de secuela a Washintgon Irving. Rápidamente se apuntó a la ciencia en boga, la frenalogía. Se sabía que los médicos que trataron a Goya la conocían, e incluso se había hablado de que el artista accedió a que su amigo Jule Laffargue le cortara la cabeza después de muerto para que realizara el correspondiente estudio. «El motivo del robo habría sido estudiar las protuberancias del cráneo y, a partir de ellas, el origen de la genialidad por todos reconocida», firmaba el escritor Eugenio Gallego en 1990, seguiría con el tema con otros artículos como «Empieza con una tumba y acaba con una bomba» («Claves», julio de 1992). Con las incógnitas en el aire y con Madrid sabedor de lo sucedido por la carta del cónsul, el Gobierno habló: «Envía a Goya con cráneo o sin él», pero no fue tan sencillo.

Pese a tener el presupuesto cerrado el 8 de diciembre de 1888 –693,50 francos por la administración de pompas fúnebres: exhumación, transporte, gastos de personas, legalización, caja de roble precintada, transporte hasta la frontera y dos placas de identificación– los años pasaron con los restos de Goya y Goicoechea guardados en dos pequeñas cajas rectangulares en la morgue bordelesa. Ni el dinero ofrecido por Raimundo de Madrazo, ni las súplicas del alcalde de Zaragoza, ni los movimientos de Aureliano Beruete lograron resolver la repatriación hasta 1899. El 6 de junio los huesos de pintor y consuegro –juntos como había propuesto Pereyra: «Como usted comprenderá es muy difícil pronunciarse para asegurar cuál de los dos restos pertenecen a Goya (...) y en la duda yo me llevaría ambos a Madrid»– cruzaban el Bidasoa con destino a la capital, donde hasta 1919 se moverían de la Colegiata de San Isidro al ilustre panteón y de aquí a, donde todavía hoy permanecen, la ermita de San Antonio de la Florida, junto a un pergamino que sentenciaba: «Falta en el esqueleto la calavera, porque al morir el gran pintor, su cabeza, según es fama, fue confiada a un médico para su estudio científico, sin que después se restituyera a la sepultura, ni se encontrara a quien verificase la exhumación, en aquella ciudad francesa».

Pero no se tardarían ni diez años en volver al asunto. En la celebración del centenario de su muerte se presentó un cuadro de Dionisio Fierros, «Cráneo de Goya» (1849), en el que, cuatro décadas antes de conocer la decapitación, la calavera había servido de modelo. ¿Cómo era posible? Tras esta pista corre Alarcón para levantar un documental que acude a la familia del artista y a un texto del nieto, Dionisio Gamallo Fierros: «¿Robó mi abuelo la calavera de Goya?». Probable intervención de un triunvirato político-médico-artístico. El parietal derecho y una mandíbula, únicos restos de la genial cabeza» (1943). Artículo que daba por hecho que la calavera que adornó la casa Fierros era la de Goya, que, como todavía hoy comentan los descendientes del pintor en Ribadeo (Lugo) –adonde se trasladó la viuda después de su muerte–, llegó hasta allí tras un peliculero hurto a manos de Fierros, el marqués de San Adrián –primer propietario de la pintura de 1849– y Mariano Cubí y Soler –propagador de la frenalogía en España–. Con este asunto, especularía después Juan Antonio Gaya Nuño en «La espeluznante historia de la calavera de Goya» (Edizioni dell’elefante, 1966).

A todo tipo de pistas se mantuvo expectante Eugenio Gallego, que ayudado por «La póstuma peripecia de Goya» (1949), de José Almoina, relataba así el desenlace de los huesos goyescos: «En 1911, uno de sus hijos, Nicolás, estudiante de Medicina en Salamanca y necesitando una calavera para hacer prácticas, se trae la que había en casa. Un día después de una clase en la que el profesor se habría referido a la fuerza expansiva de la germinación, él y otros compañeros se deciden a comprobarlo. llenan la calabaza de Nicolás con garbanzos mojados y esperan los resultados. Al cabo de 24 horas la calavera estalla y queda hecha añicos. Solo se salvaron un parietal derecho y un fragmento del maxilar inferior, que, sorprendentemente, Nicolás no solo guardó, sino que conservó». «Oscuro y Lucientes», guardado con recelo por su realizador hasta la presentación en los próximos meses, tendrá que confirmarlo.