Literatura

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Juan Rulfo: ¿Qué nos queda de él?

Juan Rulfo: ¿Qué nos queda de él?
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Cambió con sólo dos libros la literatura de América Latina y se consagró como referencia indiscutible; para el Nobel Kenzaburo Oe sería «el mejor del mundo». Se cumplen hoy cien años de su nacimiento y su obra continúa vigente en las nuevas generaciones de autores, que reconocen al padre de «Pedro Páramo» como un maestro

Solo dos libros publicados y un largo y prolongado silencio parecen ser las señas de identidad de Juan Rulfo, escritor mexicano que hoy cumpliría cien años y cuya obra, a pesar de su brevedad, sigue siendo una referencia, no sólo para la literatura latinoamericana y española, sino también para la literatura en general. Precursor, como el argentino Antonio Di Benedetto, del «boom» de los años sesenta; reconocido por escritores tan distintos como Borges, Nicanor Parra o Augusto Monterroso y referencia indiscutida, también, para autores como Enrique Vila-Matas, Juan Villoro o Roberto Bolaño, la obra de Juan Rulfo, con el correr de los años y las lecturas ha ido trascendiendo, sin embargo, las fronteras de su lengua y su territorio para ser, hoy en día, un patrimonio de la literatura universal: sus únicos dos libros han sido traducidos a más de cuarenta idiomas, suelen ser leídos con atención en países como Grecia, Japón y Estados Unidos, y escritores como Susan Sontag, que se encargó de escribir un elogioso prólogo para la edición en inglés de «Pedro Páramo», habló maravilla de él y Kenzaburo Oe, después de leerlo, no dudó en afirmar que Juan Rulfo era el mejor escritor del mundo.

Sea verdad o no lo afirmado por el autor japonés, lo cierto es que cien años atrás nadie podía pensar que Juan Rulfo (nacido en Jalisco el 16 de mayo de 1917 y bautizado como Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno) llegaría a ser considerado algún día como «el mejor escritor del mundo» por un premio Nobel. Huérfano de padre a los siete años y de madre cuatro años después, criado primero por una abuela y luego en un orfanato de Guadalajara, entró en la literatura como quien no pide permiso, de casualidad, primero escuchando las historias que le contaba su tío Celerino, con quien recorría los llanos que cubrían aquel paisaje de su infancia, y después plasmando en sus libros lo que escuchaba de bocas de la gente.

Primero se mudó a Ciudad de México, donde trabajó como fotógrafo y agente viajero, donde se casó y fue padre de familia. Después, poco a poco (mientras leía desde autores escandinavos hasta escritores rusos o estadounidenses) fue pergeñando una obra breve que, en apenas dos años, primero con la publicación de los relatos de «El llano en llamas» en 1953 y después, en 1955, con la novela «Pedro Páramo», cambió las coordenadas de la literatura mexicana y de América Latina.

Con una escritura oral, muy atenta para captar el habla cotidiana de los habitantes del llano (pero también la intensidad de lo que a través del habla transmiten, incluso mediante el silencio) y de expresar con diálogos breves un paisaje bucólico que envuelve pero que, también es el paisaje desolado, en llamas, que arde en el corazón de los hombres, Juan Rulfo compuso, con su primer libro, el mapa inédito de un territorio propio que, no obstante, se convirtió en un territorio universal, expresado, como en los relatos de «El llano en llamas», en un lenguaje llano pero intenso, cercano, por momentos visionario, como si tuviera un don innato para ser, en palabras de Juan Villoro, una especie de «taquígrafo del habla».

Un antes y un después

En cualquier caso, no fue sino en 1955, dos años después de «El llano en llamas», con la publicación de «Pedro Páramo», que Juan Rulfo marcó un antes y un después en la narrativa mexicana e inauguró, en palabras de Sergio Pitol, una época diferente, en la que aparece un mundo cuya peculiaridad se debe al modo en que el propio autor lo moldea. «Un mundo de un ser casi desconocido que vive al margen de la civilización, excluido de la sociedad moderna –afirma el autor de «El arte de la fuga»-; un hombre a quien vemos a diario, pero del que únicamente sabemos lo que nos dicen los tratados sociológicos; un hombre cuyas costumbres y vida son investigadas y descritas por los antropólogos: el indio mexicano.»

Agudo retratista del hombre de su época, aún así, detrás de la breve historia de Juan Preciado, que viaja a Comala en busca de su padre cargado de rencor, todavía aparecen en escena, según Villoro, dos temas importantes en la historia del México del siglo XX, como son la Revolución Mexicana y la Guerra Cristera, dos tópicos que, si bien representan la cultura mexicana, también representan «la historia de los hombres», lo cual, junto con una construcción narrativa sólida y una capacidad prodigiosa para la invención literaria, hacen que el creador de «Pedro Páramo» sea considerado, sino el mejor escritor del mundo, al menos un escritor universal, un elogio que bien podría compartir con Borges, quien, por otra parte, después de haber leído «Pedro Páramo» dijo que se trataba de «una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aún de la literatura».

Moderna y clásica al mismo tiempo, oral y detalladamente escrita, «Pedro Páramo», detrás de la aparente sencillez de su argumento (el relato en primera persona de Juan Preciado, quien le prometió a su madre en su lecho de muerte que regresaría a Comala para reclamarle a su padre lo que les pertenece) esconde, no obstante, un arquitectura sólida, de complejo entramado, un artefacto literario en el que lo prima, a veces, es el puro juego verbal, literario. No es extraño, en ese sentido, que la novela no sólo haya cautivado a escritores como Borges o a García Márquez (leer la novela, afirmó el autor de «Cien años de soledad», le produjo una conmoción similar a la que le provocó la lectura de «La metamorfosis» de Kafka) sino también a escritores más afines con los juegos literarios, como por ejemplo Vila-Matas. «Es una novela perfecta, escrita por uno de los cinco mejores narradores del siglo pasado. Es tan perfecta que apenas se puede añadir algo más a esto, acaso tan sólo añadir: sin comentarios. Y evocar aquí que, cuando la leí, sentí que me había quedado aún más solo de lo que sentía que estaba, aunque extrañamente en comunidad, quizá en la comunidad de lo indecible», afirmó. Algo similar dijo Susan Sontag al escribir en el prólogo de «Pedro Páramo» que Juan Rulfo lograba establecer complicidad con un lector asombrado que ya nunca querrá salir de la densa telaraña de esas páginas.

Quién sabe si Juan Rulfo al escribir «Pedro Páramo» habría querido salir también de las telarañas de las palabras que lo envolvían. Según explicó en su momento, antes de escribir la novela quería hacer algo diferente, algo que no estaba escrito, algo que no encontraba, una obra inexistente. Hasta que pensó que la única forma de encontrar esa obra inexistente y que no estaba escrita era escribirla él mismo y fue entonces cuando la escribió y después, como si entrara a formar parte de la comunidad de lo indecible, se llamó al silencio y dejó de escribir.

En 1974 le preguntaron por qué ya no escribía y respondió que ya no lo hacía porque se le había muerte el tío Celerino, el que le contaba las historias. Ya no era necesario, en cualquier caso, que siguiera haciéndolo. Había entregado a la literatura dos libros que eran patrimonio de la literatura universal. Con eso era suficiente. El resto es silencio.