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Juan Vilá: «El amor es un incordio»

Juan Vilá: «El amor es un incordio»
Juan Vilá: «El amor es un incordio»larazon

Publica «Señorita Google», su tercera novela, una historia despiadada y llena de humor.

Habla muy serio y a veces despista. Resulta difícil saber cuando bromea y cuando se cree lo que está diciendo. Lo mismo sucede con sus libros, en los que las ideas y situaciones disparatadas se alternan con las reflexiones más lúcidas a ritmo de vértigo. Y no deja títere con cabeza. En su anterior novela, «El sí de los perros», le hacía la autopsia a esa clase media alta que se desmoronaba mientras España ganaba el Mundial. En su nueva obra dispara contra el amor y contra Internet. Se llama «Señorita Google» y la ha publicado Jot Down Books.

–Le han calificado de «alunicero literario», ¿debo asustarme?

–No, al revés, puedo resultar un poco bestia escribiendo pero luego soy muy buen chico.

–También han dicho de usted que nunca le darán el Planeta porque podría montar una carnicería en la cena.

–Otra exageración. Si me dieran el Planeta, sonreiría mucho, estrecharía todas las manos que hicieran falta y me lo comería todo en la cena.

–¿Entonces usted no es de los que rechazan los premios?

–Qué va, no me lo podría permitir. Pero vamos, hablo un poco por hablar: nunca me han dado un premio, así que no tengo ni idea de cómo podría reaccionar (risas).

–Cuénteme de qué va «Señorita Google».

–Es una historia de amor, o de no amor, cuenta lo difícil que resulta el amor en la actualidad.

–¿Difícil por qué?

–Falta de generosidad y capacidad de entrega, falta de compromiso... En muchos sentidos, el amor es un incordio y te obliga a hacer un montón de cosas que no te apetecen nada. Si te pilla con cierta edad, es lógico que quieras salir corriendo.

–¿Y lo de Google?

–Es la empresa para la que trabaja ella, la mujer de la historia. Él, en cambio, es un escritor y periodista cada vez más precario. Quería hablar de esa nueva economía que nos ha traído internet y que destruye sectores enteros mientras crea gigantescas fortunas y empresas con un poder inmenso sobre nuestras vidas.

–O sea, que internet, además de más tontos, nos hace también más pobres.

–Usted, como yo, es periodista. Seguro que lo sabe bien. Y el problema ya no es la Prensa, la literatura o la música, sino todos los sectores que vienen después: los taxis, los hoteles, el pequeño comercio... Hay un estudio muy citado de la Universidad de Oxford que dice que el 47% de los empleos actuales podrían dejar de existir de aquí a 20 años por culpa de la tecnología. Hablamos de administrativos, profesores, abogados y hasta diseñadores de chips.

–Pero a eso se podría responder que el consumidor sale ganando porque bajan los precios.

–Hasta que él también se queda en paro. Pasa un poco como con las deslocalizaciones: tarde o temprano te acaban afectando y si no es a ti, es a tu entorno. Además, internet ha creado esa mentalidad del gratis total y de la búsqueda constante del chollo, del consumidor cada vez más empobrecido pero que aspira a seguir y seguir consumiendo a cualquier precio, a costa de empobrecerse a sí mismo aún más y a costa de llevarse por delante lo que sea. No parece un modelo muy sostenible ni muy deseable.

–En un capítulo incluye como personaje a Sergey Brin, fundador de Google, y a su exmujer.

–La pareja se separó mientras yo escribía la novela y me pareció una oportunidad estupenda para cambiar la perspectiva y profundizar en los temas que estaba tratando: las nuevas élites tecnológicas y el fin del amor. Tiene también algo de venganza y de ajuste de cuentas: le permite al bufón, mi desastroso protagonista, burlarse de ese nuevo Rey Midas e imaginar sus pequeñas miserias privadas.

–La relación entre los dos protagonistas es muy poco tecnológica, muy real.

–Completamente real: se conocen una noche en un bar, como se ha hecho toda la vida, quedan, se ven las caras, se besan... Es que a veces oyes hablar a la gente y parece que vivimos todos en la nube, en Facebook o en una foto de Instagram, pero lo cierto es que aún vivimos aquí, en el mundo, tenemos cuerpos, y hacemos cosas como tomar cañas, salir a pasear, comer, etc.

–Al final, ella envidia la vida de él y él la de ella.

–Supongo que es lo que pasa siempre: queremos lo que no tenemos e idealizamos las vidas ajenas. A él le fascina el dinero de ella y ese entorno tan sofisticado en el que se mueve, aunque en el fondo lo desprecia, y a ella le gustaría tener la libertad de él, aunque le considere un pelagatos: sin horarios, sin rutinas, sin un trabajo estable... El problema radica en hasta qué punto están dispuestos a sacrificarse y a renunciar a determinadas cosas para conseguir la vida del otro.

–Usted no tiene ni Facebook ni Twitter.

–Facebook no, me daría mucha vergüenza: no sabría ni a quién aceptar como amigo ni a quién rechazar. En Twitter tengo un par de cuentas para seguir a algunas personas y cotillear, pero casi no lo miro. Cada vez me irrita más.

–¿Y eso?

–No soporto esa avalancha constante de información ni el afán de notoriedad ni esa tendencia a frivolizar y a hacer un chiste de todo. El mundo estalla en mil pedazos y nosotros retuiteamos una gracieta de 140 caracteres que nos hace sentir muy listos y moralmente muy superiores.

–Pero usted utiliza mucho el humor en sus novelas.

–Sí, pero espero que mi humor sea distinto, más amargo o que al menos pique un poco, que no sirva para desactivar los conflictos sino para ponerlos sobre la mesa y cuestionarnos a nosotros mismos.

–Además de la profesión, ¿qué más cosas comparte con su protagonista?

–El perro. Los dos tenemos un schnauzer. Aunque el suyo se llama Klaus y el mío, Max. Las críticas, tanto las buenas como las malas, también son compartidas. En la novela he utilizado algunas de las que me han hecho a mí.

–Cuénteme alguna mala.

–De mi primera novela alguien dijo que era ideal para leer en el baño o para padres con hijos hiperactivos porque era muy rápida y muy fragmentada. Supongo que pretendía resultar ofensiva pero a mí me hizo mucha gracia. Al margen de eso, creo que las críticas malas, aunque molesten, ayudan mucho más que las buenas. Las buenas ya no se las cree nadie, pero las malas sí que pueden despertar cierto morbo en quien las lee o ciertas ganas de contribuir al linchamiento del autor (risas).