Historia

Rusia

La maldición de los Romanov

Al cruel final que vivió la dinastía rusa en el sótano de Ekaterimburgo hay que sumar la tendencia familiar a sufrir hemofilia

Posado del último zar, Nicolás II, junto a su familia
Posado del último zar, Nicolás II, junto a su familialarazon

Al cruel final que vivió la dinastía rusa en el sótano de Ekaterimburgo hay que sumar la tendencia familiar a sufrir hemofilia

La noche del 16 al 17 de julio de 1918 llegó para el zar Nicolás II y su familia la muerte más horrible que se recuerda en la convulsa historia de las dinastías reales europeas. Aquella maldita velada, en casa del comerciante Ipatiev, en Ekaterimburgo, donde los Romanov habían sido confinados, la zarina Alejandra escribió por última vez en su diario: «Jugué al bezique –baraja de cartas– con Nicolás».

A las 22:30 horas, la zarina añadió: «A la cama. Quince grados». Ésa fue toda su despedida sin que ella supiese, naturalmente, que lo era. Sobre las dos de la madrugada, el siniestro Jacob Yurovsky, miembro de la policía secreta bolchevique, despertó a los zares y los hizo bajar al sótano. Nicolás llevaba en brazos a su hijo Alexis, hemofílico. Al llegar a la habitación, comprobaron que estaba completamente vacía. Alejandra pidió unas sillas y les trajeron tres. Olga, Tatiana, María y Anastasia permanecieron inmóviles junto a su madre.

Los Romanov aguardaban, desolados, su final incierto, acompañados de la sirvienta, la cocinera, el lacayo y el doctor Eugenio Botkin. Afuera rugía el motor de un camión, estacionado en marcha para amortiguar los disparos que estaban a punto de producirse, cuando eran casi las tres de la madrugada.

La hora de Yurovsky

Poco después llegó la hora triunfal del indeseable Yurovsky, quien, a su regreso al sótano, sentenció ante el zar Nicolás II:

–Sus parientes han intentado salvarlos, pero han fallado. Ahora no tenemos más remedio que fusilarlos a todos.

Sin dar crédito a sus palabras, el emperador replicó:

–¡Qué significa esto!

Yurovsky apuntó con el revólver a su víctima, gritando:

–¡Esto mismo! ¡Tu estirpe debe morir!

Un proyectil impactó en la cabeza del zar, quien, antes de precipitarse al suelo, había intentado proteger a su mujer. Lo que sucedió a continuación fue espantoso. Alejandra cayó fulminada de otro disparo mientras se persignaba. Sus hijas debieron sufrir un calvario aún mayor pues sus ejecutores, un destacamento de doce letones, repararon con estupor en que las balas rebotaban en sus cuerpos a causa de los diamantes y otras preciosas joyas que las niñas llevaban cosidas en el interior del corsé. Los guardias echaron mano entonces de sus cuchillos y las apuñalaron repetidas veces. El malvado Yurovsky comprobó que el joven Alexis seguía aún vivo en brazos de su padre. Empuñando de nuevo su pistola, le dio un tiro de gracia en la cabeza.

Los Romanov acababan de pasar a la Historia, víctimas de una matanza inhumana semejante a la de Servia. La espeluznante escena fue recordada así por un hombre frío y despiadado como Pavel Medvedev: «La imagen del homicidio y el hedor de la sangre me descompusieron. Observé a toda la familia del zar tirada en el suelo, con múltiples heridas por todo el cuerpo. Aquel sótano era un río de sangre».

Río de sangre

Precisamente una hermana de la zarina Alejandra, Irene, propició otro «río de sangre» en la familia al desposarse con su primo Enrique de Prusia. Dos de los tres hijos varones de la pareja nacieron hemofílicos: Waldemar y Enrique. El primero falleció en circunstancias también trágicas mientras era perseguido por las tropas soviéticas en Schloss Kamenz (Silesia), durante la Segunda Guerra Mundial. Su enfermedad le pasó factura en la clínica donde fue ingresado con 56 años, la cual carecía entonces de reservas de sangre para hacerle las preceptivas transfusiones. Su hermano Enrique no tuvo mejor suerte: murió de una hemorragia a los cuatro años, apartado del resto de niños de su edad por temor a que se lesionara.

A esas alturas, la maldición de la peste sanguínea se había cebado ya con el único hijo varón y heredero de los zares, Alexis. Antes de su trágica muerte a manos del perverso Yurovsky, el zarévich Alexis se convirtió en el hemofílico más célebre de toda la Historia. Su desdichada vida fue llevada a la gran pantalla, en Hollywood, por el realizador Sam Spiegel, autor del filme «Nicolás y Alejandra», basado en el libro de Massie R. K.

Alexis sufrió e hizo sufrir lo indecible a su madre durante su breve vida. A las seis semanas de nacer, presentó ya su primera hemorragia umbilical. Cuando el zarévich contaba ocho años, su madre le llevó a dar un paseo en coche desde su lugar de vacaciones en Spala. Al regresar a casa, el príncipe estaba semiinconsciente. El médico detectó varios hematomas en el muslo y en la ingle por el simple balanceo del carruaje. El Gólgota de los Romanov sólo cesó con su violenta muerte.

EL MAGO RASPUTÍN

Cierto día, el calvario del zarévich Alexis desapareció como por ensalmo. ¿Qué razón puso fin al sufrimiento del chiquillo? La asombrosa «curación» coincidió con los telegramas que la emperatriz Alejandra cruzó con el siniestro Grigory Rasputín, pidiéndole ayuda. Tan pronto como ella cursó su primer telegrama, el príncipe recuperó el color en su pálido semblante, siendo ya capaz de conciliar el sueño. Pero aquel «portento» escondía una sencilla explicación médica: en realidad Rasputín, tras serenar al pequeño, lograba que éste se durmiera reduciendo así su presión sanguínea y las hemorragias. Además, sus poderes hipnóticos propiciaban la vasoconstricción de las arterias, calmando los dolores. Desde entonces, el monje se convirtió en un mago y sanador que dominó la voluntad de los Romanov, hasta el punto de imponer al zar su candidato a la presidencia del Consejo de Ministros.

@JMZavalaOficial