Historia

Murcia

La monja que perdonó a los verdugos de su marido

Tras el terrible asesinato de su esposo durante la Guerra Civil tomó los hábitos y fundó la Congregación de las Hermanas Apostólicas de Cristo Crucificado

La madre María Séiquer junto a algunos de los niños a los que cuidó en su congregación
La madre María Séiquer junto a algunos de los niños a los que cuidó en su congregaciónlarazon

Tras el terrible asesinato de su esposo durante la Guerra Civil tomó los hábitos y fundó la Congregación de las Hermanas Apostólicas de Cristo Crucificado

El título de esta nueva Crónica Negra de la Historia no es en modo alguno una contradicción, dado que nuestra protagonista fue esposa antes que monja. Sucedió, sencillamente, que asesinaron con vileza a su marido el domingo 13 de septiembre de 1936, dos meses después del estallido de la Guerra Civil española, a raíz de lo cual ella tomó los hábitos. Su nombre: María de los Dolores –Marita, en familia– Séiquer Gayá, viuda del afamado doctor murciano Ángel Romero Elorriaga. Recluido en la cárcel provincial de Murcia, donde se hacinaban entonces casi un millar de presos, cuando su capacidad real era para seiscientos, Ángel Romero aguardaba el fatídico momento de su muerte ante un pelotón de fusilamiento.

A última hora, un telegrama del Ministerio de Justicia, publicado en el periódico «Nuestra Lucha», le hizo concebir alguna que otra esperanza de conservar la vida: se anunciaba el aplazamiento de su ejecución y las de otros nueve compañeros de presidio hasta que no fuesen aprobadas por el Gobierno. Pero la noticia desató la furia de las turbas de milicianos, que lograron entrar finalmente en la cárcel para fusilar sin piedad a los diez infelices. Los guardias de asalto intentaron al principio contener su odio, pero acabaron ofreciendo como carnaza a los dirigentes sindicales los diez cadáveres agujereados, para evitar una matanza indiscriminada.

Crucifijo y medallas

Fue así como el cuerpo inerte de Ángel Romero quedó a merced de los buitres carroñeros, quienes, para despojarle de su alianza, le cortaron de cuajo el anular, seccionándole también una oreja antes de arrastrar su codiciado trofeo como un fardo por la calles de la ciudad. Al día siguiente, su viuda, María de los Dolores Séiquer (1891-1975), nuestra protagonista, fue requerida en el Juzgado. Tras declarar, el policía que acompañó a su marido hasta la cárcel le hizo entrega de los objetos personales que éste llevaba consigo en el momento de la muerte: su crucifijo y las medallas. «En [el pueblo de] Santo Ángel –escribía ella luego, consternada– casi todas las familias habían intervenido en la muerte de Ángel. Eran cómplices; la casa la destrozaron y se llevaron todos los muebles». ¿Y qué hizo María de los Dolores Séiquer al término de la guerra, cuando la vida de los asesinos de su marido y de sus cómplices pendía ya entonces de un hilo? Perdonarlos a todos, por increíble que parezca. María de los Dolores había consagrado su vida a Dios y fundaría la Congregación de las Hermanas Apostólicas de Cristo Crucificado, dedicada, entre otras encomiables labores... ¡a servir a las familias de los verdugos de su difunto esposo!

La aprobación pontificia de la Congregación se produjo en vida de ella, el 7 de enero de 1975, cinco meses antes de fallecer, tras 39 años de viuda y 36 de religiosa.

Declarada venerable por la Santa Sede, su proceso de beatificación se inició en Murcia el 10 de marzo de 1988. De entre el centenar de testigos interrogados, rescatamos ahora la declaración de Rafael Navarro Mascarell, secretario del Juzgado de Plenarios en la Auditoría de Guerra de Murcia al concluir la contienda civil. ¿Qué decía el testigo en relación con nuestra protagonista? Ni más ni menos que esto:

«Yo entonces era un hombre duro. Había sufrido, y entonces siempre decía: ‘‘El que lo ha hecho, que lo pague’’ [...] Por aquel tiempo venía a nosotros una señora, que era latosa y no nos dejaba vivir. Ahora he podido descubrir que aquella mujer latosa fue la fundadora de esta Congregación de Hermanas Apostólicas de Cristo Crucificado. Pero yo entonces nada más sabía y me indignaba tanto que aquella mujer, de gran genio y carácter, fuese pidiendo que no saliese adelante la ejecución de los que habían dado muerte a su marido[...] Ella buscaba al teniente coronel Sánchez Llorens. Y a nosotros, que ya teníamos preparados los expedientes para enviarlos al Consejo de Guerra, nos obligaban a no darles curso. Nosotros siempre decíamos: “Ya se ha salido esta mujer con la suya”».

Y así fue. Los verdugos de su marido perecieron todos de muerte natural o de enfermedades, pero ninguno ante el paredón, incluido uno de los más sanguinarios, motejado El Lechuga, quien, según diversos testimonios, increpaba sin compasión alguna a los presentes: «¿Queréis carne de chino [cerdo]?», mientras revolvía a puntapiés los cadáveres, haciéndoles burla.

La madre María Séiquer aceptó así permanecer crucificada de amor. Su vida heroica, camino de ser reconocida ahora en los altares, merece pasar a la historia de la Iglesia como la de «la mujer del perdón».

Gestos de caridad sin límites

La madre María Séiquer relataba ya en su ancianidad el caso de uno de los asesinos de su marido encarcelado en Madrid, cuya esposa también cumplía prisión en Sevilla. Los hijos del matrimonio, «huérfanos» entonces, pasaban auténticas penurias. Finalmente, dejaron a la madre salir de la cárcel para ocuparse de sus cinco hijos pequeños. «Los amparamos todo lo que pudimos –reseñaba la religiosa, aludiendo a los chavales–. Luego, cuando nos dieron el comedor de Auxilio Social, todos almorzaban allí. Nosotras, por la gracia de Dios, multiplicábamos ese dinero y podían comer muchos más». Pues bien, dos de aquellas niñas son hoy monjas. La religiosa regaló incluso el traje de Primera Comunión al hijo de uno de los que habían arrastrado el cadáver de su esposo por las calles de Murcia. «Él supo –escribía ella– lo que su padre había hecho y por eso nos apreciaba más». ¿Cabe un gesto de caridad mayor?