Historia

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La resurrección del cura de dos caminos

Año 1937: el pelotón de fusilamiento disparó contra el sacerdote Diosdado Uralde, que cayó al suelo. Allí le asestaron dos tiros más en la cabeza. Sin embargo, su sangre se fue coagulando hasta cerrar sus heridas y vivió para contarlo.

La persecución religiosa durante la Guerra Civil se llevó las vidas de más de 6.000 religiosos
La persecución religiosa durante la Guerra Civil se llevó las vidas de más de 6.000 religiososlarazon

Año 1937: el pelotón de fusilamiento disparó contra el sacerdote Diosdado Uralde, que cayó al suelo. Allí le asestaron dos tiros más en la cabeza. Sin embargo, su sangre se fue coagulando hasta cerrar sus heridas y vivió para contarlo.

Diosdado Uralde fue uno de esos raros supervivientes que pudieron contar su particular infierno durante la Guerra Civil española. Antonio Montero, doctor en Historia eclesiástica y Arzobispo de Mérida-Badajoz hasta julio de 2004, nos ha legado el testimonio impagable de este sacerdote en su obra de referencia «La persecución religiosa en España 1936-1939», del cual me hice eco en su día en mi libro «Los horrores de la Guerra Civil», elogiado por el hispanista Stanley G. Payne.

Durante varios años de paciente trabajo, Montero recopiló valiosos testimonios gracias al manejo de una copiosa documentación de primera mano. Desde informes diocesanos o de institutos religiosos femeninos, hasta obras inéditas de enorme interés, pasando por una exhaustiva investigación en las hemerotecas.

Pues bien, volviendo a Diosdado Uralde, el pelotón de fusilamiento disparó contra él y cayó desplomado al suelo. Uno de sus verdugos se le acercó y le descerrajó dos tiros en la cabeza. Igual que la milagrosa sangre de San Pantaleón, la de este joven clérigo fue coagulándose hasta cerrar sus heridas.

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Aunque parezca increíble, el sacerdote pudo relatar luego el horror que padeció durante el asalto a la prisión bilbaína de Larrínaga, en enero de 1937: «Al verme pasar por uno de los corredores –contaba el propio protagonista– gritaban desde la calle»:

–¡Ese es el cura de las gafas de Dos Caminos! ¡El que tocaba el órgano!

–«Mi tribunal –agregaba el sacerdote– no necesitó más pruebas: el cura de Dos Caminos. Ésa fue mi sentencia. Y me llevaron al patio más pequeño de la prisión. Después de varios preparativos me colocaron a un metro de la pared y ellos a tres metros de mí. Me preparé mentalmente para morir, si es que ya no estuviéramos haciéndolo todos los días. Y descargaron sobre mi pecho un tiro de fusil. Me eché a tierra como había visto hacer a los bravos oficiales de Garellano fusilados en Derio. Uno de los dos milicianos que me ejecutaban, no muy seguro de mi muerte, sacó su pistolón y descargó dos tiros sobre mi cabeza, atravesando uno la frente por detrás de los ojos y otro la mejilla izquierda, saliéndome la bala por debajo del oído derecho. Eran la cinco y cuarto de la tarde».

–Qué sereno ha estado –comentaron los milicianos–. Y ha estado rezando... Pero ya no dirá más misas.

–Estuve yéndome en sangre un rato –proseguía Uralde–. Creí morirme de un momento a otro. Pero el frescor de la noche de enero fue coagulando la sangre y taponando las heridas. Al estirar el brazo tropecé con un cuajarón de sangre. Así pasé sobre el suelo hasta las once y media de la noche.

«De pronto sentí que venían a por mí. Un fingido intento de mejorar la imagen, que hizo al Gobierno ordenar el alto el fuego en cárceles y barcos y la recogida de los supervivientes. Patearon a los heridos por si alguno vivía».

–Levántate y ven –dijo alguien–.

–No veo.

–Agárrate al brazo.

«Mi lazarillo me llevó a una celda contigua, me sentó sobre un colchón y exclamó»:

–Quédate ahí hasta que te mueras.

«Me llevaron luego en camilla al hospital. Llegaron los médicos hasta la puerta de mi habitación. “Está gravísimo”, oí que decían. El oculista doctor Castiella dijo a alguien al oído: «Me he enterado de que es sacerdote, que se prepare».

«Allí estaba el gran capellán don Gregorio Garay, gran sacerdote y gran amigo mío, jugándose el físico todos los días en el hospital civil. Le dije»: «Ayer yo confesé a otros. Hoy tú a mí».

«Hice, además, declaración de mi última voluntad. Me sentía morir de un momento a otro, con mi cabeza despedazada y abultada, hasta dar pánico a los que me veían. Tal era la monstruosidad de mi cabeza. Moría en defensa de la religión; yo moría por Cristo. Ésa era mi convicción en aquella hora de la verdad. Ésa era también la idea de los que me dispararon al fusilar al cura de las gafas para que ya no dijera más misas».

Fue así como Diosdado Uralde volvió a nacer aquel día, aunque se quedase ciego para siempre. Su testimonio es uno de los más sobrecogedores de la persecución religiosa, que se cobró las vidas de una docena de obispos, 4.000 sacerdotes y más de 2.000 religiosos. Con razón, Antonio Montero sostiene que en la historia de la Iglesia no hay precedentes de tanto derramamiento de sangre en tan breve espacio de tiempo.