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Crítica de libros

Bailando, una revolución sexual

Bailando, una revolución sexual
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Todas las formas de arte en la segunda mitad del siglo XX han reflejado los cambios sociales, pero ninguna ha sido capaz de provocarlos a excepción de la música popular. No ha habido novela, película, y no digamos instalación artística o sinfonía clásica capaz de provocar alteraciones en las sociedades como lo han hecho sucesivamente el rock & roll, el folk, la música electrónica o el hip-hop. Habitualmente considerado un estilo menor, la música disco tuvo también un impacto decisivo en la sociedad americana que el periodista musical Peter Shapiro rastrea a fondo en «La historia secreta del disco». Entre los cambios sociales que originó, al margen de una espantosa forma de vestir (y éste es un dato objetivo, creo), está la integración racial real de la población a través de la pista de baile, y el primer movimiento colectivo de autoafirmación homosexual. Ésta es la historia de una revolución que se hizo bailando, sudando un enorme deseo carnal. También tuvo su cara oculta: el narcisismo y la desmedida promiscuidad traerán la primera epidemia de sida. En cuanto a lo estrictamente musical, sin el disco no se podrían entender el house y el techno. Fue este movimiento el que inventó el DJ, y sus discos fueron los que sirvieron de base a los primeros raperos para mezclar e improvisar.

Música decadente

Shapiro hace muy bien su trabajo y rastrea los orígenes del disco hasta la Alemania nazi, nada menos. En Hamburgo, disidentes que se negaban a cortarse la melena y se hacían llamar los Jóvenes del Swing (Swingjugend) bailaban sus discos en sótanos arriesgándose a ser detenidos por bailar «música decadente». Organizaron una red clandestina de locales y también de adquisición de álbumes de jazz de altas pulsaciones. Algo después, la palabra «discoteca» nacerá en París (promovida por los Zazous, cuya historia podría servir de argumento para una buena serie de ficción de la HBO) y finalmente fueron los soldados americanos quienes, al regresar a Nueva York, llevaron consigo un concepto que sobrevivió gracias a los homosexuales más acaudalados, por ser el único lugar donde podían relacionarse. Pero vayamos a 1968. Martin Luther King y John F. Kennedy acaban de ser asesinados y Nixon gobierna un país con tejado de plomo. Nueva York vive una absoluta bancarrota financiera y las clases medias (blancas) abandonan la ciudad, dejando su hueco a inmigrantes latinos y a afroamericanos que toman Manhattan.

Hoy puede parecer algo normal, pero de repente, en Nueva York, cualquiera podía entrar en un club y bailar con un desconocido sin mirar su propio color de piel o preferencia sexual. Y ese hecho hizo más por los derechos civiles que cien manifestaciones. Aunque, en realidad, más que bailar eran simulaciones del coito. Si en los 60 el baile y la experimentación alucinógena buscaban un viaje mental, en los 70, bajo las influencias de una buena cantidad de drogas y una música repetitiva, la danza era tribal: más ligada a la entrepierna que a la cabeza.

La música disco nació en el club de baile. Algunos disck-jockeys pioneros, como Francis Grasso, Nick Siano y David Mancuso, comenzaron a mezclar discos de la Motown con sonidos tribales y pronto aparece la demanda de hacer temas propios. Sumemos a las líneas de bajo de aquel mítico sello la incipiente electrónica europea y el alma de una voz negra. Con unos buenos arreglos cortesía del sonido Filadelfia, aparece la música disco. Bajo esta oleada fue también la primera vez que la música no se detenía: el DJ enlazaba unos temas con otros hasta el amanecer. Clubes como el Peppermint Lounge, el Paradise Garage y el ilustre Studio 54 eran los verdaderos templos, porque a los artistas de la música disco se les pedía un hit grabado pensado para el club, nada de conciertos en directo. Las luces estroboscópicas y la bola de espejos girando en el techo habían sustituido a las saunas gay, locales donde la música disco había dado sus primeros pasos. Como tiempo después dirán de los oscuros sótanos del techno, los clubes eran el gimnasio del erotismo. Shapiro ofrece un exhaustivo (hasta desproporcionado) conocimiento de cada artista, cada local y cada estilo. Y ofrece sentido crítico sobre la falta de discurso de la música disco, aunque también recoge los tímidos intentos por convertirla en vehículo de denuncia de la población negra. Hay debates místicos de músicos del funky que sostienen que la música negra no puede sustituir al bajista humano por las bases grabadas sin perder el alma, y Shapiro dedica sendos capítulos a derivaciones como el Northern Soul y el Eurodisco. Por supuesto que un capítulo completo narra las dionisíacas correrías del interior del Studio 54, «donde uno, si tenía suerte, podía acabar consumiendo cocaína del monóculo de Truman Capote». De la sordidez de algunos pasajes, el barroquismo de su decoración y el despilfarro de su parroquia podría dar buena cuenta Alec Baldwin, camarero del Studio 54 cuando tenía apenas 21 años.

También tuvo un final, que casi se puede detallar con fecha exacta: el día del estreno de «Saturday Night Fever» (1977) todo se fue al traste, según Shapiro. Travolta domina la pista de baile como un Nuereyev muy macho anunciando que el capital de las corporaciones se ha apoderado del movimiento disco. Los Bee Gees ponen voz al álbum más vendido de la historia hasta ese momento, la banda sonora de la película. Abba, Diana Ross y Village People harán el resto para certificar la defunción de un estilo que se acababa de convertir en un chiste malo, desposeído de toda su animalidad. Shapiro, en un brillante paralelismo, compara el efecto de esta entrada del capital de la industria del entretenimiento con el que tuvo la construcción de las Torres Gemelas, apenas tres años antes: a Manhattan volvían los blancos con traje y maletín, y la próxima revolución se bailará con otro ritmo, nacido más allá de las frías avenidas financieras.

En 1979 se certificó la muerte comercial de la música disco y en 1980, la conocida como la «enfermedad del santo» (por el club gay The Saint) apareció entre los hombres blancos de Nueva York, cayendo como un espeso telón de donde colgaba la bola de espejos en el medio de la pista. Los más guapos fueron los primeros en morir. La fiebre (sexual y musical) del disco había terminado. La resaca no fue fácil y la saturación de estereotipos provocó una reacción homófoba y el resurgir del racismo en la sociedad americana más conservadora, que interpretó el sida como una venganza divina. La música disco nació como utopía y se consumió en su propia autoindulgencia. Se puede decir que era un estilo un tanto descerebrado, repetitivo y facilón. Sin duda, era puro escapismo, pero muchos en su huida se llevaron unas cuantas convenciones morales por delante.