Crítica de libros

Cómo nos hicimos posmodernos

Cómo nos hicimos posmodernos
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El sueño de la razón, rezaba el grabado de Goya, produce monstruos. Pero, ¿qué razón? La razón lógica, dialéctica, que nació con Descartes y atravesó la modernidad y el desarrollo de la ciencia y cuya fecha de defunción se sitúa a finales del siglo XX, cuando nuevas corrientes artísticas y filosóficas pusieron en jaque los valores teóricos y sociopolíticos que hasta entonces habían sostenido el mundo moderno y dieron paso a la posmodernidad, una palabra que, sin embargo, con el correr de los años, fue reemplazada por otras como globalización, capitalismo tardío o era tecnológica.

Publicado por primera vez en 1998, «La razón estética» de Chantal Maillard nació en un contexto donde esas nuevas maneras de entender el mundo proponían, más que desestabilizar los valores aprendidos, ir más allá de la razón lógica, al tiempo que ofrecían una perspectiva distinta: participar en la elaboración de un mundo que, como señala Maillard, «arranca de la percepción y responde no a conceptos, sino a una percepción, llamémosla, “estética’’». El libro, que en su momento fue calificado de «optimista», sigue vigente casi veinte años después, ya que resulta imprescindible para comprender cómo se produjo la transformación de la conciencia moderna en una conciencia posmoderna y, de paso, para tomarle el pulso a un presente en el que el pensamiento disidente, preso de una lógica binaria, «ha quedado reducido a un movimiento de poca trascendencia».

A pesar de que, como apunta Maillard en el prólogo a la nueva edición, el libro es demasiado optimista para como entiende las cosas ahora («ya no creo –dice– que sea posible ni necesario salvar el mundo»), «La razón estética» puede servir de guía y de faro para entender, si no los tiempos actuales, una manera de observar la existencia con otra mirada, desde otra razón: una razón creadora más que creativa, cuyo objeto no es el ente ni el fenónemo sino el suceso, que se vale de la ironía y de una «extraña ternura» y que se reduce, quizá, a un gesto: saber que compartimos el absurdo de la existencia y que el sentimiento que ese aburdo genera no es el orgullo de la razón en su libertad sino, afirma Maillard con acierto, algo bastante más humilde: la compasión.