Crítica de libros

El club de los escritores suicidas

El club de los escritores suicidas
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Un mundo en el que todo es «pregunta, antagonismo y límite». Eso representa para Ramón Andrés el suicidio, como apunta en una nota inicial dedicada tanto a la memoria del editor Jaume Vallcorba como a exponer por qué ha vuelto al campo de trabajo al que se había consagrado muchos años atrás y del que ahora ofrece una nueva versión. Aunque, por otra parte, en propiedad no pueda haber nuevas teorías, por eso dice al comienzo del ensayo en sí: «Nos damos muerte por lo mismo que hace miles de años. Apenas alguna variación estadística, algún repunte o descenso en la tabla de la desesperación modifican una línea de trazo lejano e inalterable».

Y a tal cosa se va a dedicar el autor a lo largo de esta historia del suicidio en Occidente, a presentar ese acto letal repetido desde que el hombre es hombre; a leerlo entre líneas, por así decirlo, buceando en siglos lejanos, en el ayer europeo y en nuestro hoy sociológico hasta ofrecer una clase de historia implacablemente interesante: analizando por ejemplo la terminología propia del tema en cuestión, en el capítulo «Llamar “suicidio” a la muerte voluntaria», viajando a la Mesopotamia y al Egipto en los que el método habitual era «ingerir veneno o clavarse un puñal»; internándose en la «mors voluntaria» del mundo grecolatino, en el que la ahorcadura era «juzgada deleznable» por su escabrosidad; presentando una Edad Media marcada por la religión y por el desprecio al que cometía el mayor pecado, quitarse la vida concedida por Dios; y así hasta llegar al siglo XXI y sus cifras anuales de suicidios. Pero que nadie se lleve a engaño: hablar de suicidio siempre será hablar, ante todo, de la vida o, como le hubiera gustado leer al desaparecido editor de Acantilado, de «la existencia y sus paradojas», apunta Andrés en la citada nota.

Aprender a no servir

En uno de sus inmortales ensayos, Montaigne afirmó: «El que aprende a morir, aprende a no servir. El saber morir nos libera de toda atadura y coacción. No existe mal alguno en la vida para aquel que ha comprendido que no es un mal la pérdida de la vida». Este punto de vista tan consciente y sobrio expresa un estado de ánimo contrario al que caracterizaría al suicida: la desesperación por mil motivos, sobre todo en individuos de vida aislada, muchos en el campo, u obreros. En este sentido, Andrés proporciona un estudio estadístico de la Francia de 1994, en la que, de los diferentes sectores profesionales de la sociedad, destacaba el número suicida de agricultores y ganaderos, en contraste con el de los artistas, muy inferior, apartando la idea de que en este terreno, aunque trasciendan, hay una singular profusión de suicidios. De hecho, «mientras el artista albergue en su mente el proyecto de una obra, el término de sus días aparece como un horizonte lejano. (...) El arte es un modo de dar libertad al espíritu, y también un sentimiento de dominio supremo que permite a su autor escapar de la destrucción, salvarse».

No obstante lo dicho, evidentemente el arte ha reproducido casos de suicidios célebres –pinturas que representaron suicidios de la Antigüedad o de personajes históricos se pueden hallar en la obra de Giotto, Jean Colombe, Derick Baegert, Botticelli, Raibolini, Lucas Cranach, Durero, Nicolas Poussin, Millais, Manet...– al tiempo que la obra y vida de aquellos que se dieron muerte o hablaron de ello han dejado una huella indeleble en nuestra cultura: las reflexiones de Aristóteles, John Donne, Erasmo, Goethe, Kierkegaard, Leopardi, Foucault, Cioran... y los suicidios de Sócrates, Robert Burton –el autor de «Anatomía de la melancolía»– y de escritores como Sylvia Plath, Virginia Woolf, Hemingway, José Agustín Goytisolo, Georg Trakl o Thomas Chatterton (o los numerosos personajes suicidas de las obras de Shakespeare). Andrés cita un sinfín de ellos para abordar las diferentes posturas de cada ante el suicidio, como el proceso de secularización que se vivió a partir de la Ilustración, o la idea moderna de que «quienes mueren por una causa patriótica o religiosa no deben ser llamados suicidas»; por ejemplo, «Occidente califica de suicidas –y no de mártires– a los pilotos que se inmolaron en el atentado de septiembre de 2001 en Nueva York, mientras que ocurre lo contrario entre los islamistas seguidores de Al-Qaeda», refiere el autor, que acude a la obra imprescindible de Durkheim, la pionera «El suicidio», de 1897, para advertir cómo hay cosas que no han cambiado a lo largo de los últimos cien años, como que ayudar a morir a un enfermo siga siendo considerado delictivo.

Con todo, la clave para entender el acto suicida estará presidida por la ambigüedad y el misterio: imposible conocer las verdaderas e íntimas razones del suicida, pues, como dijo Primo Levi al respecto del filósofo Jean Améry –esté también superviviente de Auschwitz–, «todo suicidio permite una nebulosa de explicaciones». A veces, se querrá encontrar una justificación en lo psicológico –a este propósito Andrés dice que es erróneo atribuir el 90 por ciento de los suicidios a dolencias patológicas, como afirma la medicina psiquiátrica–, y en efecto habrá casos en que así sea en torno a la depresión, como estudió Juan Antonio Vallejo-Nájera.

La actitud del depresivo clínico que ahora podemos tener en mente –abatido, con los brazos caídos y la mirada perdida– estaría relacionada con el antiguo tedio que analizaron R. Klibansky, E. Panofsky y F. Saxl en «Saturno y la melancolía», en el que hablaban de la melancolía como de una «tristeza sin causa» que en algunos casos podía derivar en suicidio. El tema sería caldo de cultivo para el melancólico romántico que sólo vería posible el fin de su «taedium vitae» mediante una soga, un cuchillo, un disparo.