Literatura

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Fernando Aramburu: «La condición de víctima es para siempre»

Fernando Aramburu / Escritor. Lleva dos décadas narrando el sufrimiento del pueblo vasco por el terrorismo. Ahora publica la monumental «Patria», donde repasa los dos lados de la tragedia y el futuro de la región

El escritor Fernando Aramburu
El escritor Fernando AramburularazonLa Razón

Lleva dos décadas narrando el sufrimiento del pueblo vasco por el terrorismo. Ahora publica la monumental «Patria», donde repasa los dos lados de la tragedia y el futuro de la región

Dos familias guipuzcoanas, amigas de toda la vida. El padre de una de ellas es un empresario de transporte que fue asesinado en un atentado de ETA en el que participó el hijo de sus vecinos. Antes del asesinato, hubo pintadas, insultos, cartas de extorsión, el vacío del pueblo... El plomo no terminará con su vida, sino que alterará la existencia de todos. En su anterior obra, «Las letras entornadas», Aramburu contaba que fue durante el entierro del senador Enrique Casas, en 1984, cuando se planteó: «Algún día escribiré sobre todo esto». El resultado es esta monumental novela, «Patria» (Tusquets), destinada a ganar todos los premios, desde la que grita que la paz no es el olvido... ni el silencio.

–«Me habría gustado no tener que escribir un libro como ‘‘Patria’’, pero la historia de mi país no me permite otra opción»... ¿Concluir la novela le ha «dejado en paz» como escritor y como vasco?

–Yo ya estaba en paz conmigo mismo antes de escribirla. La tarea está hecha. Toca a otros juzgarla. Vivo lejos y allí seguiré, ocupado en mis asuntos cotidianos mientras me dure la respiración.

–Narra los últimos 30 años de la vida del País Vasco bajo el terrorismo de ETA, hasta ahora... ¿Hay linimento para el dolor de esa resaca violenta?

–No creo que haya una respuesta única a esta pregunta. Bajemos a lo concreto, al dolor individual, que es el que de verdad existe. Hablemos con una madre a la que le mataron al hijo, a un hombre al que le mataron, quizá de una manera muy cruel, al hermano. ¿Qué linimento le puede aliviar su tragedia? Algunos, con el tiempo, lograron interiorizarla, vivir mejor o peor con ella, expuestos a rachas de desánimo. Otros no la superarán jamás.

–Nueve personajes que encarnan todos los arquetipos: la «ama» que aspira a que le pidan perdón, la «ama» radicalizada por su hijo etarra, el empresario extorsionado, el «aita» subyugado, los hijos abertzales, los hijos apolíticos... ¿Qué perfil le resultó más duro dibujar?

–Los personajes no opusieron grandes dificultades. A modo de anécdota puedo contar que tuve algo de desbarajuste cuando llevaba medio centenar de páginas escritas. Había cambiado entretanto el nombre de algunos personajes y estuve unos días atribuyendo a uno lo que correspondía a otro. Por suerte descubrí pronto el error.

–El ecosistema del pueblo, como un protagonista más: o te integras o eres sospechoso de «españolista»; o víctima o verdugo... ¿Aquello fue fruto de la violencia o de la idiosincrasia?

–El totalitarismo lo tiene fácil en los pueblos pequeños, donde todo el mundo se conoce y no es posible dar un paso sin que lo vean los demás. En la ciudad es más fácil encontrar refugio.

–¿Se ha inspirado en algún empresario en concreto?

–No fue necesario. Hubo multitud de casos. Lo que sí hice fue documentarme sobre esta cuestión con la idea de que a mi historia no le faltase la verosimilitud.

–Pasó mucho tiempo hasta que escribimos sobre la Guerra Civil, sobre los campos de exterminio, el Gulag... Ha sido muy valiente al abordar el tema tan pronto (y con elecciones vascas en breve). ¿La pluma no entiende de tiempos?

–De tiempos entiende, creo yo, una pluma consagrada a dar cuenta de la actualidad. La de un periodista, pongo por caso. Una novela, más si tiene las dimensiones de la mía, que exigen un trabajo de años, no se puede simultanear así como así con los hechos del momento, ni falta que hace.

–Otegi, por cierto...

–Es un hombre manchado por la historia, de la que participó directamente. Tanto la política como el sentimentalismo o el fanatismo conducen directamente a la mala literatura, por tanto, su figura no va conmigo.

–¿Qué críticas teme más: las de los abertzales, las de las víctimas, las de los que «pasaban por ahí», o la de los expertos literarios?

–No temo ninguna crítica. Si están razonadas, me parecen legítimas, sean o no adversas con el libro o con mis opiniones. Es más, juzgo imposible que mi novela guste a todo el que la lea. Me apenaría, claro está, comprobar que un texto mío pudiera ofender a las víctimas del terrorismo. Eso es lo último que yo quisiera.

–Su prosa es cuidada: vasca, cuando es preciso y castellana pura cuando lo necesita. No cae en tópicos y las voces se superponen de un modo directo e indirecto, magistralmente. Confiese: ¿cuántas horas de pie –sé que escribe de pie– le ha llevado?

–No escribo de pie todo el rato. En esa postura ahora ya sólo hago correcciones sobre papel. Dejando de lado sus elogios, que me sacan los colores, y sin incurrir en falsa modestia, creo que la circunstancia de vivir en un país donde no se habla mi lengua materna me ha ayudado a desarrollar unas aptitudes camaleónicas con respecto al idioma. Me he acostumbrado a ver la lengua española como un objeto y no sólo como algo que llevo interiorizado.

–En «Los peces...» había una toma de posición a favor de las víctimas pero, en este libro, víctimas son todos. Trata con idéntico rigor a la familia del asesinado y a la del verdugo. ¿Es así o son figuraciones mías?

–No he escrito con conciencia de dar un trato de favor a nadie. No es esa la finalidad de la ficción. Lo que yo hago es narrar. Entiendo que las víctimas son tales porque ha habido agresores y viceversa. Por eso, para que la foto sea completa, han de entrar todos en ella. Todos componen la historia y han de ocupar un espacio en la narración. La mía no es una novela de buenos y malos. Las conclusiones morales son competencia exclusiva del lector. Fuera de la novela, cuando opino, no hay duda de que me pongo del lado de las víctimas.

–Pero, ¿le asusta la reacción de alguien?

–Quizá me asustaría si yo hubiese escrito un libro de historia y hubiese manejado datos erróneos. Pero mi libro es una obra de ficción. Mis personajes no existen fuera de mi libro, aunque hayan existido, sí, ciudadanos a los que sucedieron hechos similares. No descarto que una crítica negativa, según de dónde proceda, pudiera ser honrosa para mí.

–Aún hoy nos preguntamos: ¿cómo se pudo vivir en aquel caldo de cultivo?

–Se trata de un interrogante para el que no hay una sola respuesta. Responder antes que sea tarde y se hayan muerto los testigos se me figura a mí una tarea tan necesaria como urgente, que requiere diferentes perspectivas.

–En el libro se dice: «Las víctimas estorban». ¿En qué situación cree que están ahora las víctimas?

–La condición de víctima es para siempre. Hoy día muchas de ellas se han organizado en diversos colectivos y fundaciones. Si les prestamos atención, sabremos qué piensan, qué sienten, cómo les va. No hace falta que yo hable por ellas.

–«Somos víctimas del Estado y ahora víctimas de las víctimas», dice la madre, ya radicalizada, del etarra Joxe Mari... ¿En qué situación cree que están los etarras encarcelados y sus familias?

–No sé sino lo poco que llega a los medios de comunicación. Dudo, eso sí, que con dos adjetivos se pueda describir, como si no hubiera diferencias de un individuo a otro, la situación de cada uno de los etarras encarcelados.

–El «aita» que pierde a su mejor amigo a manos de ETA dice: «Lo mejor es que olvidemos, ahora que hay paz»... A tenor de estas páginas, usted no contempla esa opción, ¿no?

–Si yo fuera un personaje de «Patria», contradiría al personaje de Joxian. De hecho mi novela, por su mera existencia, ya lo contradice. Sospecho que la afirmación de Joxian está relacionada con el deseo, como padre de etarra que le ha tocado ser, de que todo acabe cuanto antes, de que se cierre un capítulo negro del pasado y su hijo vuelva algún día a casa.

-Hay una frase que se repite varias veces: «Que esto que nos han hecho no nos haga peores personas»... ¿Sería esa máxima la esencia de esta novela?

–Quizá no la esencia, pero sí una parte de ella. También me complacería que la novela se entendiese como un alegato contra el dolor inferido por unos seres humanos a otros.

–¿Vuelve de vez en cuando por Donosti?

–Voy allí dos o tres veces al año. La ciudad me produce ahora una sensación de tranquilidad y limpieza, y está llena de turistas. Es raro ver pintadas o patrullas de policías antidisturbios. Es como si nada hubiera ocurrido.

–Una vez dijo que «a nadie le sucede lo que sucede en una novela», pero en «Patria», todo es real.

–Sí, pero lo real no son las palabras, simples signos ordenados de modo que sean capaces de sostener una historia. Lo real, en todo caso, si es que esto se puede demostrar, es lo suscitado por la novela, no la novela misma, que no es más que un puñado de palabras. Ahora bien, si mi libro despierta en usted una sensación de realidad, entonces yo he hecho bien mi tarea.

–Lleva 30 años en Alemania... ¿La distancia le ha dado la perspectiva para abordar este novelón?

–Pero es que no tenía otra elección salvo escribir desde mi perspectiva. Soy el primero en reconocer que mi testimonio es parcial. Yo pongo una pieza, aunque el mosaico completo sólo puede ser obra de muchos.

–Es un libro que se cruzará en la biografía de numerosos lectores. ¿Qué sentirá cada cual desde su posición?

–No me siento capaz de responder. Esto es muy personal. No descarto que a algún lector que vivió de cerca hechos como los descritos en mi novela se le empañen los ojos durante la lectura. Si esto ocurre, seguramente no estaré cerca para verlo.

–¿Cree que son terapéuticos los encuentros restaurativos entre víctimas y presos de ETA?

–No es que yo lo piense. Es que quienes participaron en dichos encuentros ponderaron después en público los efectos positivos que había tenido en ellos la iniciativa. Y creo que para la sociedad, la idea tuvo una repercusión pedagógica notable.

–Nació el año de la fundación de la banda armada. ¿En la adolescencia no sitió curiosidad por ellos?

–Estuve expuesto a caer en el abismo como algunos chavales de mi barrio, que ingresaron en ETA. No me terminaba de convencer que se pudiera hacer el bien matando. Finalmente, fueron los libros lo que terminaron de vacunarme contra cualquier conato de fanatismo.

–A nivel personal: ¿alguna vez ha sentido miedo, cuando vivía en San Sebastián?

–Por supuesto.

Un alto al fuego que no cierra todas las heridas

«El alto al fuego no es sinónimo de paz –opina Aramburu–, porque la paz es algo mucho más complejo que el hecho de que tres tipos con la cara tapada digan que ya no van a matar más. Hay un punto que todavía no me permite hablar de paz y es el dolor de las víctimas. Aún hay muchas preguntas pendientes». El escritor aún recuerda el impacto que la muerte del senador Enrique Casas tuvo en su vocación: «Cuando fue asesinado, fui por curiosidad al barrio de Gros y vi cómo introducían su ataúd en la Casa del Pueblo. La presencia física de la muerte supuso una conmoción. No podía creer que todo ese dolor fuese sólo con el fin de sacar réditos políticos. Al llegar a Alemania estuve unos años sin escribir. Vi el modo como los alemanes afrontaban su pasado nazi y comprobé que la mayoría no querían mirarse en aquel espejo atroz y para no hacerlo se pusieron unos ojos pedagógicos. Aquello terminó de ayudarme a entender el problema vasco». Y es que la tentación del silencio siempre está presente, considera: «Ya sabemos que el miedo dicta comportamientos de supervivencia. Uno de ellos consiste en guardar silencio y someterse. Es una constante en las sociedades donde impera el totalitarismo».

«Patria»

Fernando Aramburu

Tusquets

648 páginas,

22,90 euros