Literatura

Praga

Hrabal, el obrero de la taberna

Hrabal, el obrero de la taberna
Hrabal, el obrero de la tabernalarazon

Hoy se inaugura en la Casa del Lector, en el Matadero Madrid, la exposición «Bohumil Hrabal, 1914-1997. Los frutos amargos del jardín de las delicias», cuya comisaria, Monika Zgustova, es la autora de la biografía del escritor checo que con el mismo título aparecerá en librerías dentro de una semana, más de tres lustros después de su primera edición, en la editorial Destino. Todo ello cuando el 28 de marzo se cumplió el centenario de este autor que no ha dejado de obtener notoriedad gracias precisamente a las traducciones de Zgustova de obras como «Una soledad demasiado ruidosa», «Personajes en un paisaje de infancia» o «Bodas en casa». Con todo, era muy necesaria la recuperación de esta maravillosa biografía, que en su día vio la luz en un discreto formato de bolsillo y que ahora resurge no sólo revisada sino ampliada y actualizada. En la muestra, el visitante podrá repasar la trayectoria de Hrabal por medio de ocho secciones con fotografías, papeles personales, primeras ediciones de sus obras y carteles de cine. En el libro, el lector conocerá la personalidad de un hombre fascinante: obrero y tabernario, inseguro y senequista, amante de los gatos y del pensamiento de Lao-Tse, que fue fiel a su país pese a que sus historias fueron prohibidas por las autoridades comunistas en diversas ocasiones; historias cuya fama se internacionalizaría merced a sus adaptaciones al cine; la más exitosa, «Trenes rigurosamente vigilados», Oscar en 1966 a la mejor película de habla no inglesa que, sin embargo, no impedía una existencia angustiosa; sólo seis años antes, en la celebración de su sexagésimo cumpleaños, rodeado de «personas prohibidas, ilegales, en vías de liquidación», había sufrido la intimidación súbita de policías «con los revólveres apuntando a los invitados». Era el tiempo de las sospechas, de pedir la documentación e investigar por si se era «cómplice del enemigo del Estado y traidor de la patria», de llevarse a la gente a la comisaría de Praga, de la que salía Hrabal «deprimido, destrozado».

Sentimiento de culpa

De esa trayectoria de continuas amenazas –la ocupación hitleriana en 1939, ejecuciones a los patriotas checos y eliminaciones de pueblos enteros; los procesos políticos del partido comunista, que condena a muerte a 178 personas; décadas de censura, encarcelamientos, prohibiciones de revistas, exilios de amigos, hasta la democracia de 1990– surge un Hrabal acomplejado, desde niño, por un sentimiento de culpabilidad del que nunca se libró y que es preponderante en la biografía, lo cual se refleja en sus personajes: entrañables, inseguros, aturdidos y que contribuye a cincelar su propio instinto artístico, enfatizado por el pesimismo de sus lecturas de Schopenhauer. Esa culpable inseguridad perseguirá al autor checo, que usa a sus personajes como catarsis personal; caso de «Yo que he servido al rey de Inglaterra», escrita en 1971 y publicada en 1989, en la que su protagonista, el camarero Jan, hace de hilo conductor para mostrar el fondo de todas sus obras: el cambio de época. «Escuchad bien lo que voy a contaros», dice al inicio de los cinco episodios de esta novela, terrible y humorística a partes iguales; en ella, la invasión nazi y la eclosión comunista no impiden al protagonista ascender en la escala social con gran éxito. Como en casi todos sus textos, la narrativa de Hrabal es un río que no descansa –apenas emplea el punto y aparte–, y ese aliento de oralidad nos envuelve como si el mejor cuentacuentos nos contara una grata historia.

Y es que «la acción de escribir suele ponerle en una especie de éxtasis y terror a la vez, es algo que al mismo tiempo desea y rechaza, que le atormenta y le causa una especie de alegría maliciosa», explica Zgustova, en torno a la redacción de «Una soledad demasiado ruidosa», impresionante texto inspirado en el depósito de papel viejo en el que trabajó Hrabal de 1954 a 1958. «La escribió en 1976, o sea que la dejó madurar en su interior durante veinte años», añade. Este anticonformismo literario le llevaría a rescribir, repensar lo escrito mil veces en su mesa de trabajo para luego refugiarse en su lugar preferido, la cervecería El tigre de oro, tan célebre entonces que todo el mundo quería ir a ver allí al tan apreciado escritor (curiosa la foto con Vaclav Havel, presidente de la República Checoslovaca de 1989 a 1992, y Bill Clinton, bebiendo una jarra de cerveza).

Pero Hrabal despreciaba la fama; él se sentiría siempre un obrero siderúrgico, un poeta de arrabal, un bebedor melancólico.

Nunca dejó de tener presente la salida a toda culpabilidad, el camino para la liberación de todo arrepentimiento: la misma de algunos personajes narrativos y de algunos artistas y filósofos admirados, como su amigo el pintor Vladimir Boudnik, o Séneca, que dijo aquello de que «un hombre es aquel que no sólo se impone la muerte, sino que sale a su encuentro». Suicidas, como el protagonista de «Trenes rigurosamente vigilados», que se corta en vano las muñecas. En ellos pensó Bohumil Hrabal, a los ochenta y dos años, al asomarse a una ventana antes de su postrero viaje, como fabula Zgustova en un artículo de Prensa, en febrero de 1997, tres días después de irle a visitar en un hospital de Praga donde llevaba ingresado dos meses por una artritis crónica. «Yo no veo el suicidio como una vergüenza, sino como un atributo de la persona. Es una idea que todos hemos pensado en algún momento de nuestra vida, y creo que es obligación de todo joven poner en duda su propia existencia», había dicho dos años atrás, durante su última visita a Madrid.