Crítica de libros

José Luis Pardo: «Al populismo no le interesa hacer crecer a la clase media»

José Luis Pardo / Filósofo. Publica «Estudios del malestar», un ensayo donde describe el proceso de desgaste político y social de nuestro país

José Luis Pardo, filósofo
José Luis Pardo, filósofolarazon

Publica «Estudios del malestar», un ensayo donde describe el proceso de desgaste político y social de nuestro país

Es la crónica de la erosión de nuestra instituciones. La radiografía amarga de las causas que nos han conducido a una crisis que va más allá de los índices bursátiles y que cuestiona los logros de convivencia que habíamos alcanzado. En «Estudios del malestar», Premio Anagrama de Ensayo, el filósofo ofrece la fotografía completa de lo que ha sucedido y nos ha conducido a este punto.

–¿Una democracia puede sobrevivir en un perenne estado del malestar?

–La democracia que hoy disfrutamos, que es la democracia social de derecho, nació precisamente de ese gigantesco malestar que fue la Segunda Guerra Mundial, y nació para contrarrestarlo mediante un pacto social renovado. El malestar que hoy vivimos es el resultado de la erosión de ese pacto. No sabemos cuánto puede resistir la democracia en estas condiciones, y no merece la pena averiguarlo.

–¿Qué riesgos trae el malestar?

–El malestar que ahora nos afecta es el deterioro del vínculo social, que ha sustituido la lógica del pacto por la del enfrentamiento, al menos en el nivel del discurso. El riesgo es la desagregación social y la decadencia de las instituciones públicas.

–Habla de una brecha en la sociedad española. ¿Cuándo y por qué se produce?

–Lo que llamamos pomposamente «el consenso» del 78 es el acuerdo político de las fuerzas de centro-derecha y de centro-izquierda que dio lugar a la Constitución, y que hizo posible su desarrollo, y no es más que la versión española de lo que, como decíamos, sucedió en las democracias europeas después de 1945. En España, este consenso siempre fue mirado con sospecha por una izquierda «auténtica» que se quedó sin representación parlamentaria, e igualmente por el nacionalismo independentista, que no se vio representado en la Constitución. Durante muchos años, ETA –una banda armada en la que confluían el izquierdismo y el nacionalismo– fue la expresión violenta de ese descontento residual, pero también el símbolo de muchos descontentos de ese pacto que no compartían explícitamente sus métodos. Es difícil decir cuándo se abrió una brecha en el consenso, pero desde luego es seguro que estaba abierta cuando, tras los atentados de Atocha, PP y PSOE fueron incapaces de presentarse juntos frente al terrorismo, como habían venido haciendo en el caso de ETA desde los tiempos de la Transición.

–¿Cómo ha afectado el independentismo catalán para agrandar esta brecha?¿Cuál es su reflexión sobre el 15-M, al que menciona en su libro?

–El independentismo catalán y el 15-M (y sus derivados políticos) son dos estrategias que entendieron perfectamente la oportunidad política que esa brecha entre el centro-izquierda y el centro-derecha abría para opciones que desde la Transición habían sido «descartadas» por el consenso, y aprovecharon el descontento nacido de la crisis económica para intentar agrandar esa brecha hasta transformarla en ruptura, forzando la apertura de un nuevo periodo constituyente.

–¿De dónde procede el cuestionamiento de los marcos institucionales que, a pesar de sus evidentes defectos, nos han aportado una largo periodo de convivencia?

–Desde que en la modernidad emergió esta forma de organización social que llamamos «Estado de Derecho», la política se caracteriza por el ejercicio del poder público en el marco del derecho. El cuestionamiento de los marcos legales no es nuevo, ni es en absoluto un resultado de la crisis. Los tiempos de opulencia financiera que la precedieron fueron ricos en el fomento de la desregulación –bancaria, pero no sólo–, en la crítica de los tribunales de Justicia por su obsolescencia, de las leyes por su excesiva rigidez, de los parlamentos por su lentitud... Lo que ha hecho la crisis económica es rematar este proceso de deterioro institucional dándole, eso sí, un aire mucho más siniestro.

–Comenta el resurgimiento de un nuevo comunismo que se aprovecha del hundimiento de las clase sociales. ¿Es populismo realmente? ¿Hay una rentabilización, como usted ha declarado en alguna ocasión, del malestar?

–Es evidente, para mí, que hay una rentabilización política del malestar por parte de aquellos que, lejos de pretender eliminarlo o mitigarlo, quieren explotarlo electoralmente, y eso creo que puede llamarse populismo en un sentido incluso bastante técnico. Como la esencia de esta explotación política del malestar social es la división y el enfrentamiento, prospera no cuando se hunden las clases sociales, sino cuando se hunden las clases medias, como está sucediendo, porque el crecimiento de la clase media es el crecimiento del bienestar material y jurídico, y su disminución fomenta el combate entre los extremos. El populismo no está interesado en crear bienestar o hacer crecer a la clase media, que siempre fue la bestia negra de los comunistas y de los fascistas (la odiada «pequeña burguesía»). El malestar es su elemento y no puede prescindir del discurso del enfrentamiento, como lo prueban todos los regímenes de este tipo que hemos llegado a conocer.

–En la renovación de este comunismo, que cuestiona la Transición, ¿existe algo de revancha?

–La Transición puso fin a la Guerra Civil, que se había prolongado durante cuarenta años como posguerra. El cuestionamiento de la Transición (cuyos detractores la ven ahora como una continuación del franquismo) es un intento de restaurar el enfrentamiento social, que los comunistas siempre analizan en términos de lucha de clases, para que acabe con la victoria de los buenos, que por supuesto son ellos. Eso no significa que haya un riesgo de guerra civil, porque esta restauración es por ahora simplemente retórica.

–¿Cómo ha actuado la crisis económica en el descontento de la sociedad?

–Como un acelerador, en el mismo sentido en que se habla de aceleradores de la combustión en la provocación de incendios. Pero insisto en que el malestar era previo a la crisis, y estaba asociado al discurso eufórico de la globalización, la revolución tecnológica y el posmodernismo, que generó la utopía de una «economía sin política». Faltó poco para decir que los estados eran un obstáculo para los buenos negocios... Al llegar la crisis y vaciar los bolsillos de dinero y las velas propagandísticas del aire que hinchaba sus discursos, la única utopía posible ha terminado siendo la de una «política sin economía», sólo para traficantes de sueños.

–Critica a los políticos y filósofos que anteponen los idearios a las personas. ¿Algunas fuerzas políticas recientes están tropezando de nuevo en esta piedra?

–En nuestro país, cuando se habla, por ejemplo, de «totalitarismo», es frecuente escuchar aún que no se puede confundir el fascismo con el comunismo porque en este último caso «la idea era buena». No niego que lo fuera, pero dejó de serlo cuando sirvió para justificar las atrocidades que hicieron muchos hombres en su nombre. No acepto esa tesis generalizada de que la idea era buena pero fueron los hombres los que fallaron y la corrompieron. Creo más bien que la idea es mala si hace que los hombres se corrompan. Hay filosofías que se construyen a sí mismas como justificaciones de lo que sucede o debería suceder en la historia. Hay otras que justamente intentan generar ideas con las que no se pueda justificar el crimen o la masacre, que intentan al menos introducir arena en los mecanismos discursivos de esas justificaciones.

–¿Cuáles son las consecuencias de valores propugnados por el consumismo: dinero, fama, riqueza? ¿Se ha intentado desprestigiar la cultura?

–Si nos tomamos la molestia de leer algún diálogo de Platón, veremos en seguida la crítica a quienes lo apuestan todo al dinero, la riqueza o la fama y, por tanto, la vigencia social de esos valores es muy anterior a la sociedad de consumo contemporánea. Estos «valores» erosionan las sociedades cuando excluyen cualquier otra fuente de valor y, en ese sentido, excluyen también lo que usted llama «cultura». Claro que ha existido una voluntad de desprestigio, y hasta de escarnio de la cultura. Algo así como «el que quiera cultura que se la pague por lo privado». Pero lo más grave es que esa consideración ha hecho que la cultura –e incluso la lengua– no pueda pensarse o tolerarse más que si es negocio. Y, por desgracia, no todo en la vida puede convertirse en negocio.

–¿Cuáles han sido los errores de la Universidad en este tiempo?

–Los mismos que los del resto de las instituciones: intentar reducirse al modelo del negocio, lo cual es una forma de privatización sin cambiar la titularidad jurídica de las instituciones, pero modificando el mecanismo de gestión del conocimiento superior y la propia dinámica de la docencia y la investigación, privando a los productores de conocimiento de las herramientas para sostener su autonomía, por ejemplo, para valorar la calidad de sus investigaciones. Una vez hecho esto, la llegada de la crisis no ha encontrado dificultades para recortar los presupuestos, subir las tasas o fomentar la movilidad y la flexibilidad, porque ya las propias titulaciones están desarticuladas y la coartada de «servir al mercado de trabajo» se había convertido en una apisonadora en una sociedad con la tasa de paro juvenil que nosotros tenemos. Esto, desde luego, no quiere decir que no haya nada que cambiar en la Universidad.

–Se ha criticado a los políticos, pero ¿cómo hemos fallado como ciudadanos? ¿Cuál es nuestra responsabilidad?

–Es enorme, porque somos nosotros quienes elegimos a esos políticos, aplaudimos sus gracias y lloramos sus desgracias. En la democracia parlamentaria no existe un «pueblo», por una parte, y una «clase política» por otra; el pueblo sólo tiene existencia política en tanto representado en el parlamento por los diputados. Si tenemos políticos irresponsables, y alguno tenemos, creo yo, es porque tenemos ciudadanos irresponsables.

–¿Estamos equivocándonos al juzgar una crisis económica con una crisis jurídica?

–El Estado de Bienestar es, inseparablemente, estado de bienestar político, o jurídico, y estado de bienestar económico. Para contrarrestar esas dos funestas utopías a las que antes me referí, diría que no puede haber política sin economía –porque sería simplemente retórica o algo peor, enfrentamiento directo– ni economía sin política. Esa entelequia llamada «capitalismo» sólo puede realizarse de manera plausible en estados con estructuras jurídicas y políticas bien fundadas.

«Estudios del malestar»

José Luis Pardo

Anagrama

296 páginas,

18,90 euros