Literatura

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La nada se muere

La nada se muere
La nada se muerelarazon

La adversativa de Ángel Valente «sed, pero no de agua», o la de Octavio Paz «sé cuanto me sobra, pero no cuánto me falta», podrían encauzar la senda nadadora de Miguel Ángel Curiel (Korbach Valdeck, Alemania, 1968) de no ser por su directa adscripción a la poesía europea, con Paul Celan, una vez más, en el introito: «Pon en la tumba para el muerto las palabras que dijo para vivir, / Pon sobre los párpados del muerto la palabra que ha negado a aquel que le decía tú». Tras su trilogía «El agua (2002-2012)», Curiel vuelve a sus temas recurrentes, como la mismidad entre vida y muerte («El nombre de la muerte es Vitae») o los límites que existen entre poesía y vacuidad de la existencia («Lo que encierra la poesía es un puñado de moscas»). Sólo que ahora, con el poemario que nos ofrece, justamente, como una nadada (también, por asociación, como una nada en movimiento), su habitual esencialismo deriva hacia una mayor narratividad.

A partir de que «En el agua el ojo es un camino», la lectura avanza hacia una confusión semejante a la imaginería de un nadador a la intemperie. A través del río del poema, la escritura supone para el creador una especie de catarsis por exclusión; toda vez que «nadar es olvidar», y que, finalmente, «el cansancio es vegetal –tiene raíces en la boca, en los ojos y sube desde el yo; si lo cortas, cortas la vida que va del sol a la muerte–». Sabe de las limitaciones («Casi puedo volar con la voz y ese casi es todo»; «Llenar de agua el vacío: nadar por las estancias», etcétera), pero dejar de nadar y salir del agua, sería reencontrarse con la nada. Además, duplicando la gravedad del dictamen de Heráclito, sabe que «No hay más lugares que no sean ya de baño».