Literatura

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La patria más amarga de Fernando Aramburu

Después de «Los peces de la amargura», el novelista regresa al terrorismo de ETA en una excelente novela sobre la violencia y el odio que se enquista en la sociedad. Una perfecta radiografía que combina el retrato testimonial con el emotivo intimismo que toma como punto de partida a dos familias vascas

Con sombrero, pero al descubierto. Aramburu habla con sinceridad del terrorismo
Con sombrero, pero al descubierto. Aramburu habla con sinceridad del terrorismolarazon

Después de «Los peces de la amargura», el novelista regresa al terrorismo de ETA en una excelente novela sobre la violencia y el odio que se enquista en la sociedad.

En un ya algo lejano 1984 el siempre lúcido Fernando Savater advertía en un preclaro ensayo, «Contra las patrias», del componente esencialmente violento inherente a las radicales ideas nacional-identitarias. Su propio caso personal, que requirió escolta policial durante varios años, es buena prueba de lo que teóricamente sostenía en esas páginas. Resulta curioso comprobar cómo en las últimas décadas el conflicto vasco, el terrorismo en fin, no ha generado la cantidad –ni tal vez la calidad– de novelas o relatos que tamaña tragedia debería haber suscitado. Quizá el propio horror, complejo y primario a la vez, creó un enrarecido efecto letárgico que el paso del tiempo ha ido diluyendo. Mención aparte merece el reciente y sobrecogedor libro de Gabriela Ybarra, «El comensal», centrado en el asesinato de su abuelo a manos de ETA. Y precisamente Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) abordaba esta cuestión, de modo inolvidablemente desgarrador en un conjunto de cuentos, «Los peces de la amargura», donde da voz a las víctimas y cuerpo narrativo a su incesante sufrimiento. Regresa ahora de modo contundente y exhaustivo Aramburu a esta temática con una novela de definitivo título: «Patria». Se aborda aquí sin ambages ni efectismos, con el impecable realismo que el asunto merece, el drama terrorista que azotó durante décadas a gran parte de la sociedad vasca y española en general. Empleando un discurso narrativo torrencial, estudiado y minucioso, estas páginas van desgranando los orígenes, desarrollo, consecuencias y hasta las absurdas contradicciones de esta desenfrenada violencia, no tanto emparentada aquí con una situación política concreta como con los más oscuros aspectos de la propia condición humana.

El extenso relato arranca en el momento en que ETA anuncia el abandono de las armas y se plantea sobre la inicial amistad entre dos familias vascas que se verán enfrentadas por un visceral odio identitario; por un lado, el matrimonio ya maduro formado por Txato, modesto empresario asesinado por la banda terrorista, y su esposa –y veremos que también viuda– Bittori, además de sus hijos: Nerea, quien pretende vivir su vida y olvidar el terrible fin de su padre, y Xabier, médico implicado responsablemente en el inexorable recuerdo de lo sucedido; y, por otra parte, Joxian y Miren, padres de Joxe Mari, activista encarcelado y nada ajeno a este crimen, y de Arantxa, decididamente contraria a toda esta sinrazón. Amigos, vecinos, compañeros de juegos los entonces niños, y de celebraciones familiares los adultos, se verán arrasados por la intransigencia, el terror en fin, de una ideología extremista fundamentada en el acoso social, la incesante extorsión y el asesinato estratégico. Pasado el tiempo, Bittori regresa a su pueblo, a sus calles; en una de ellas, camino del trabajo, cayó acribillado su marido. Necesita saber, precisa un porqué, y para conseguirlo se encarará a quienes justifican, corean y provocan ese horror. A partir de aquí se desencadena una acción trepidante, repleta de sutiles matices que no anulan la brutalidad de esta historia, y que dejan al lector sin respiración, absorto en un laberinto de infames motivaciones, palpables injusticias y sobrecogedoras situaciones. Se cruza en esta historia el llamado «encuentro restaurativo», la entrevista reparadora entre el familiar de la víctima –aquí una Nerea que no puede superar a su pesar los años de plomo– y su agresor, adentrándonos en el dilema entre recordar u olvidar, entre un concedido o negado perdón. Bittori lo tiene claro: «¿Yo olvidar? Antes, muerta» (p. 83). Pero su hija busca cerrar un duelo que no cesa: «Pongo por caso que la herida deje de supurar. Una cicatriz quedará siempre. Pero una cicatriz ya es una forma de curación. Y no sé vosotros, pero me gustaría que llegase para mí el día en que al mirarme en el espejo vea no sólo la cara de una persona reducida a ser una víctima» (p. 130).

Atmósfera inquietante

Es esta una novela de ambientes, lugares y costumbres: la calle del crimen, la tumba del cementerio donde la viuda «dialoga» con su asesinado marido, las estrategias de la clandestinidad o la taberna que alberga la amistad vecinal configuran la densidad de una enrarecida atmósfera, tensa e inquietante. Y no faltan los dramáticos momentos en que el extorsionado recibe la carta conminatoria, una llamada telefónica que anuncia la muerte del amenazado, o el cruce de miradas entre irreconciliables enemigos; instantes que jalonan toda esta ceremonia del terror cotidiano.

Sin maniqueísmos, Aramburu no obvia espinosos asuntos como las acciones de los GAL, algunos abusos policiales o la complicidad con la violencia de cierto clero vasco, pero no hay ambigüedad alguna ni planteamiento igualitario entre víctimas y verdugos. Se profundiza en los mecanismos, incluso sentimentales, de la fanatización ideológica; Miren, por ejemplo, que había llorado la muerte de Franco, se implica emotivamente con la lucha armada que ha emprendido su hijo Joxe Mari, envuelta en la siniestra solidaridad de su desenfocado amor. No es esta una novela de tesis, pero están presentes temas como la importancia casi antropológica del matriarcado en la sociedad vasca, el abyecto concepto de la obediencia debida: nos mandan matar y matamos, o la responsabilidad personal diluida en la fuerza irracional del grupo violento. Estamos ante una perfecta radiografía de una convulsa sociedad que, durante décadas nada lejanas, soportó una habitualidad de fanatizada politización que conllevaba la fatal cercanía con la muerte. Combinando el retrato testimonial con el emotivo intimismo se ha logrado aquí una definitiva, excelente novela.