Literatura

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Señas de un escritor

La Razón
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En diciembre de 2008 moría, a los cuarenta y cinco años, el ya entonces reconocido escritor Francisco Casavella. Le recordamos ahora ante la inminente y definitiva reedición, en Anagrama, de su ciclo narrativo «El día del Watusi», formado por las novelas «Los juegos feroces» (2002), «Viento y joyas» (2002) y «El idioma imposible» (2003). Con textos de Kiko Amat, Carlos Zanón y Miqui Otero, que testimonian la renovada vigencia de esta ambiciosa obra, volvemos a vivir las peripecias de Fernando Atienza, atrabiliario personaje al que se le encarga un kafkiano informe confidencial sobre la Barcelona profunda, entre obrera y marginal, de la época de la Transición; en su camino se cruzará con el Watusi, excéntrico pícaro de vida canalla, a quien acusan de la violación y asesinato de una muchacha del vecindario. Así arranca esta historia que radiografía desde la modernidad desarrollista de los primeros años setenta a la complaciente sociedad postolímpica de nuevos ricos y variadas corruptelas. Heterodoxia, rebeldía y violencia que ya aparecía en «el triunfo» (1990), una primera novela oscura y deslumbrante a la vez, en la que se atisbaba al escritor de raza, pura literatura él mismo que sería Casavella, comenzando por la anecdótica circunstancia de ser éste el pseudónimo que amagaba sus apellidos del registro civil, coincidentes con los de su admirado Juan García Hortelano. Destacarán obras como «Un enano español se suicida en Las Vegas» (1997), «un ingenioso juego de verdades y mentiras» o «Lo que sé de los vampiros», Premio Nadal 2008, sátira sobre el carácter depredador de la condición humana, ambientada en el espíritu de la Ilustración dieciochesca. Estamos también ante un excelente articulista, capaz de escribir con solvente ironía sobre música, cine, cómic, la actualidad social o la literatura misma como una obsesiva forma de vida y un valiente encaramiento con la realidad. Supo edificar una idiosincrática personalidad intelectual, que respondía a la imagen del ceñudo e intransigente fustigador de cuanto le desagradaba; no en vano contó con la declarada influencia de Juan Marsé, Antonio Rabinad o Eduardo Mendoza. Una pulsión autodestructiva, la facilidad con la que transitaba de lo popular a lo culto, sus bien formados criterios literarios –inolvidable su radical defensa de Joseph Roth, frente a tanta banalidad de consumo instantáneo–, y su generoso sentido de la amistad le definen como un irrepetible artista, imaginativo creador de señeras ficciones de nuestra modernidad.