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Lou Reed, el salvaje sentimental; por Alberto Bravo

Se va uno de los creadores más radicales y valientes del rock & roll. El icónico músico neoyorquino fallece a los 71 años de forma inesperada, cinco meses después de someterse a un trasplante de hígado

Lou Reed, en una imagen de archivo. Foto: Efe
Lou Reed, en una imagen de archivo. Foto: Efelarazon

Las causas de la muerte de Reed, que había recibido un trasplante de hígado en mayo, no han sido reveladas

El poeta más salvaje del rock and roll, la mente más animal, el destructor más tierno, el querido amante perverso, el genio... Ayer murió Lou Reed y con él se fue un pedazo enorme de la historia de la música contemporánea, uno de esos hombres que contribuyeron a hacer del rock and roll una de las manifestaciones culturales más enormes de nuestra era. En fin, se marchó uno de esos artistas únicos para quien unas cuantas líneas nunca son suficientes si se quiere expresar cuál es su significado. Porque Reed, con su sensibilidad e intuición, contribuyó a definir cómo se escribe una gran canción. Reed se marchó cinco meses después de recibir un trasplante de hígado, dato revelado por su última compañera, la vanguardista creadora Laurie Anderson, en mayo. Pero a pesar de esta incidencia, nada parecía sugerir que Lou estaba tan cerca de la muerte. Nacido en Long Island, Nueva York, el 2 de marzo de 1942, creció sobreprotegido por su madre y se sintió incomprendido e inadaptado desde edades bien tempranas. El odio anidó en su carácter desde muy pronto. Y, como a tantos otros chicos de su sensibilidad, el rock le ayudó a crecer menos infeliz. Con 15 años, ya montó un grupo de doo wop y publicó una canción escrita por él llamada «So Blue» («Muy triste»). Mientras, su comportamiento errático no fue entendido por sus padres, que desde finales de 1959 comenzaron a someter a su primogénito a crueles sesiones de electroshock para intentar «curar» sus supuestas taras. Aquello dejaría una profunda huella en él. «You'll Never, Never Love Me» («Nunca, nunca me querréis») fue otra de sus primeras canciones.

A mediados de los 60 conoció al multinstrumentista John Cale y ése fue el germen de la The Velvet Underground. Lo siguiente fue que Andy Warhol se convirtió en el mentor de la inclasificable banda. «The Velvet Underground & Nico» fue el primer álbum (1967), un fracaso comercial, pero al que el tiempo situaría como uno de los discos más influyentes de la historia gracias a temas brutales y valientes.

Junto a su talento, Lou Reed desarrolló otro sello distintivo desde sus comienzos: su mal carácter. Consciente de su genio para componer, desarrolló también una personalidad irascible, egocéntrica y cambiante. Ya sin Cale, la Velvet siguió sacando discos tan buenos como invendibles, aunque dejando un buen puñado de clásicos como «Sweet Jane» o «White Light / White Heat». La gran audiencia no estaba entonces preparada para escuchar obras tan vanguardistas y originales que exigían un esfuerzo para el oyente.

En agosto de 1970, Reed dejó a la Velvet y se lanzó en solitario con un álbum, titulado como su nombre, que fue otro gran fracaso. Y cuando nadie daba nada por él como artista comercial, se cruzó en su camino David Bowie para producir una obra de arte llamada «Transformer» (1972), con la canción «Walk on the Wild Side» a la cabeza. Luego vino otra maravilla, «Berlin», vuelta de tuerca del genio de Reed para tratar asuntos sucios como la prostitución, la violencia, la infancia rota o el asesinato. Se adelantó a su tiempo creando grandes temas a partir de una sensibilidad única para combinar acordes sencillos, riffs distintivos, riesgo, letras emocionantes y una voz profunda. Al tiempo, desarrolló un perverso gusto para seguir sus propias leyes, buscar caminos ajenos a la industria. Parecía disfrutar entregando álbumes («Metal Machine Music», «Street Hassle», «Growing Up in Public») que sabía que eran invendibles. Y cuando hacía una maravilla comercial («Coney Island Baby»), la crítica y el público le daban la espalda.

Como tantos otros compañeros de generación, Lou Reed sufrió una enorme crisis creativa en los años 80, pero el regreso estuvo a la altura de su biografía. Cuando nadie lo esperaba, su mente fue capaz de crear en 1989 otra de esas obras que definen el arte. Se llamó «New York», otra belleza salvaje, ejemplo de escritura elevada a la altura de arte. Luego llegó su reencuentro con Cale para homenajear a Warhol con «Songs for Drella» y en 1992 publicó «Magic and Loss», uno de los álbumes más dramáticos jamás escritos, en este caso sobre el cáncer.

Epitafio musical

Lou Reed había vuelto para quedarse mucho tiempo y discos como «Set the Twilight Reeling» o «Ecstasy» así lo atestiguaron. Además, fue capaz de juntar una excelente banda de acompañamiento más o menos fija y se le vio disfrutar de sus conciertos, en los que buscaba la emoción más sincera desestimando el artificio en favor de la esencia. Pero a partir de 2000, Reed entró en una nueva sequía creativa de la que ya nunca salió a pesar de seguir dando buenos conciertos. No volvió a publicar nada trascendente y mucho menos el que ahora es su epitafio, el discretísimo «Lulu», grabado en 2011 junto a Metallica. Pero deja un legado que forma parte de los libros de historia de la cultura, una obra marcada por la extrema sensibilidad, riesgo, crudeza y belleza, canciones que definieron un modelo único de escritura que muchos intentaron imitar para caer en el mayor de los ridículos. Porque Lou Reed siempre vivió un paso por delante de la mayoría. «La música lo es todo –escribiría en su día–. La gente debería morir por ella. La gente está muriendo por todo lo demás, así que por qué no morir por la música. Salva más vidas». Probablemente falleció más tarde de lo que pensaba cuando era adolescente, pero demasiado pronto para quienes amaron su música. Con Reed, con las lágrimas, se va una mente y un corazón únicos para el rock and roll, uno de sus creadores más románticamente salvajes. Ayer era mortal y hoy es inmortal.