Crítica

Antonacci, una gran dama

Crítica de clásica. «La Dame de Monte Carlo» y «La Voix Humaine», de Poulenc. Voz: A. C. Antonacci. Piano: D. Sulzen. Auditorio Nacional, Madrid 9-III-2016

La Razón
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La voz de Antonacci, ferraresa de 1961, es cremosa, oscura, tornasolada, de emisión homogénea, bien asentada, libre de gangas. El grave bien provisto, el centro denso y terso, una zona alta que crece sin perder posición son otras tantas virtudes. Es muy característica la manera en la que Antonacci penetra en los dramas que se esconden tras las palabras, sean estos recogidos en el estrecho ámbito de una chanson, una mélodie, una canzonetta, un lied o una canción, a las que otorga su correspondiente peso específico a través de recreaciones enjundiosas. Se ha dicho de ella que posee “la gravedad de las madonas”.

Hay que alabar en esta artista la expresividad, muy moderna, sin temor a emplear el vibrato natural de la voz. Esas virtudes casan excelentemente con estos dos minidramas, estos dos monólogos de Francis Poulenc. En “La voz humana” una mujer habla por teléfono con un amante que la ha dejado por otra. La situación da oportunidad al compositor para dibujar una partitura refinada y cargada de tensión. En esta sesión se ha escuchado la versión con piano, que adopta el papel del amante huido y subraya y contrapuntea el recitativo, a veces muy violento, de la protagonista. Antonacci ha dado una exhibición de bien decir, de bien frasear y expresar, con un francés exquisito, con diligente atención a las milimétricas instrucciones del compositor en cuanto al cariz expresivo y a la intención de cada palabra: “exageradamente articulado”, “tierna y cariñosamente”, “Sin fuerzas”, “En un suspiro”...

La cantante, que recortó algunos párrafos del relato, subrayó, siempre contenida y concentrada, con una mínima y apuntada acción, los mil y un matices. Algún agudo falto de tersura, algún grave descolorido no deslucen la gran interpretación, que se extendió a la breve “La Dama de Montecarlo”, un retrato de ocho minutos de una mujer madura y desencantada, aficionada al juego y al alcohol. Para redondear la noche, a sala llena, cerrada con grandes aplausos, hacía falta un pianista sensible, sutil, atmosférico, preciso y servicial. Éste fue el norteamericano Donald Sulzen.