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Basura blanca con el alma rota

Un libro de memorias cuenta la decadencia de la subcultura «hillbilly», un numeroso grupo de blancos que viven a lo largo de la inmensa cordillera de los Apalaches, en EE UU, el mundo rural que explica el ascenso del presidente

Padre e hijo en su casa, a orillas del río Mississipi: blancos, clase trabajadora y desencantados con Obama
Padre e hijo en su casa, a orillas del río Mississipi: blancos, clase trabajadora y desencantados con Obamalarazon

Un libro de memorias cuenta la decadencia de la subcultura «hillbilly», un numeroso grupo de blancos que viven a lo largo de la inmensa cordillera de los Apalaches, en EE UU, el mundo rural que explica el ascenso del presidente

Hay que ponerse en su lugar. ¿Cómo se comporta una sociedad que cree que camina hacia la extinción? ¿Qué harían ustedes si la gente con su acento fuera menospreciada, si sus valores ofendieran a los demás y el paro se extendiera como una plaga? Seguramente quieran darle un volantazo al mundo, probar algo drástico. Algo así le ha sucedido a los «hillbillies», americanos descendientes de irlandeses y escoceses (pueblos de segunda entre los colonos, por cierto) que se adaptaron con facilidad a la inmensa cordillera de los Apalaches, en el este de EE UU. Nunca han dejado de ser «hombres de segunda», aunque tampoco es que eso les importase. Se refugiaron en las montañas y en sus costumbres, en su manera de hacer justicia y de interpretar las señales de Dios. Hasta que su propia denominación, «hillbilly», se convirtió en un insulto dentro de su país. Durante las últimas décadas, las comunidades blancas del ámbito rural han sido las más castigadas por la pérdida de empleos y el abandono social. Según los resultados de las últimas elecciones, en esas ciudades medianas y pequeñas arrasó Donald Trump y gracias a ellos es hoy el presidente. J. D. Vance nació y creció como un paleto hasta llegar a Yale, donde se licenció en Derecho, y después a Sillicon Valley, lugar enel que dirige una empresa de inversión. En un libro de memorias plasma cómo es sentir que caminas hacia el precipicio.

«Quizá sea blanco, pero no me identifico con los Wasp (blancos anglosajones y protestantes) del Nordeste. En cambio, sí lo hago con los millones de americanos de clase trabajadora que no tienen un título universitario. Para esa gente, la pobreza es una tradición familiar: sus antepasados fueron jornaleros en la economía esclavista del sur. Después de eso, aparceros y posteriormente mineros del carbón. Con el tiempo, maquinistas y empleados de acerías. Los estadounidenses les llaman ‘‘red neck’’ (cuello rojo, literalmente: paleto, en español) o basura blanca. Yo los llamo vecinos, amigos y familia», escribe el autor en el prólogo. Vance nació en Jackson (Kentucky), pero su familia se mudó a trabajar a las acerías del norte, a Ohio –un lugar seductoramente llamado el «cinturón del óxido»–, donde cada día les hacían sentir que estaban «fuera de lugar». Su padre abandonó a su madre cuando era pequeño, pero la familia tenía dos presencias poderosas: sus abuelos, a quienes todos llamaban «mamaw» y «papaw», portadores de las esencias «hillbilly».

Paletos no, mi familia

¿Qué esencias? Principalmente, una violencia verbal y física desmedidas y un no menos desaforado sentido del honor. Es decir, que aparentemente odiaban a todo el mundo sin excepción, pero mantenían un amor incondicional a la familia... aunque éste se expresara a base de insultos y agresiones. Sus abuelos se criaron en los tiempos en que las escuelas tenían un solo aula para todos los alumnos y la asistencia era bastante extraordinaria. «Mamaw» tuvo nueve abortos y su marido bebía como un cosaco. Los dos eran violentos y malencarados. La buela era experta en arrojar jarrones a un blanco ebrio hasta que un dia se cansó. «Si vuelves a venir borracho, te mataré», le dijo. «Papaw» se despertó en el sofá con una ducha de gasolina. Su mujer le arrojó la cerilla y salvó la vida milagrosamente por la ayuda de la hija de once años de ambos. Después de muchas escenas de este tipo, se separaron e intentaron paliar el daño que habían hecho a sus propios hijos... ingresándoles en rehabilitación por drogas, animándoles a romper sus matrimonios violentos y cuidando a sus nietos por el fracaso de su vida conyugal.

Vance va intercalando algunos datos demográficos entre los recuerdos de su familia desenfundando el revólver o amenazando a dependientes bordes. «Existe una segregación residencial. El número de blancos en barrios muy pobres está creciendo», reflexiona el autor sobre la política de vivienda. El que puede permitírselo, abandona una ciudad condenada al fracaso. «Por supuesto, la gente atrapada suele ser la que tiene menos dinero, y ya no son sólo negros». Atrapados por el derrumbe social o la deslocalización de grandes compañías americanas como Procter & Gamble, Armco Steel, Champion Paper, que se aprovecharon de los emigrantes de los Apalaches. Eran buenos trabajadores, llevaban a sus numerosas familias completas al nuevo destino, e incluso a sus amigos y sus familias. Aguantaban los trabajos más duros sin rechistar.

El «acento de la tele»

Vance aprende grandes lecciones de su familia, como cuándo es justa una pelea y que no está mal mentir en un juzgado si tu madre está acusada de violencia doméstica. También presencia cómo se puede derribar una puerta de una patada y sacar la pistola si se tiene la intuición (generalmente errónea) de que existe una amenaza. «En el juzgado fue donde percibí por primera vez el ‘‘acento de la tele’’, esa forma de hablar de los presentadores de las noticias. Ninguno de nosotros tenía ese acento. Había media docena de familias a mi alrededor y se parecían a nosotros. No llevaban trajes como el juez, sino pantalones de chándal o elásticos y el pelo un poco cardado. La gente que llevaba el juzgado era distinta de nosotros. La gente sujeta a él, no», escribe el que será después un abogado de traje y corbata. El autor tuvo al menos cuatro «padres» y llegó a fastidiarle llevar el apellido de un hombre al que no quería y explicar por qué se lo había cambiado al de otro, que lo adoptó legalmente, y que también había desaparecido. «De todas las cosas que odiaba de mi infancia, nada es comparable a la puerta giratoria de figuras paternas. Nunca me sentí maltratado, pero no podía evitar ver a los hombres con escepticismo», explica.

El fin de los tiempos

La religión también juega un papel dramático en la vida de Vance, que recibió un discurso de «cristianos que no lo eran suficientemente y laicos que adoctrinaban a nuestra juventud, exposiciones de arte que insultaban a nuestra fe y la persecución de las élites que hacían del mundo un lugar aterrador y ajeno», recuerda. «En mi iglesia, oía hablas más sobre el ‘‘lobby gay’’ y la guerra contra la Navidad que de cualquier rasgo de carácter al que un cristiano deba aspirar. La moralidad se definía por no participar en esta o aquella enfermedad social:los intereses gais, la teoría de la evolución o el sexo fuera del matrimonio», reflexiona Vance, que deja esta reflexión sobre el apocalipsis que le anunciaban constantemente en su iglesia: «ver el fin de los tiempos es lo natural para una cultura que se desliza rápidamente hacia el abismo». Un enorme pesimismo y victimismo atenazan a la sociedad «hillbilly», consciente de su marginalidad.

«Vivir con mamá era como tener un asiento en primera fila para ver el fin del mundo», dice Vance acerca de su cuarta pareja sentimental. Por entonces, su madre le pedía tarros con orina limpia porque estaba enganchada a los antidepresivos. Resulta increíble ver al joven J.D abrirse camino incluso cuando, con 14 años, le mandan a terapia por una supuesta conducta violenta y él acaba contándole la historia de su vida a la especialista. Por supuesto, al escuchar semejante narración con un tono tan maduro, la doctora le dejó marchar sin avisar a servicios sociales. La historia de Vance se complica hasta extremos increíbles, pero persevera hasta llegar a la universidad, eso sí, con la injusta sensación de ser un «enorme fraude». «En el fondo, ni las asignaturas en Yale eran tan difíciles, ni mis compañeros tan inteligentes», dice. Como explica el autor, «si una cosa pudo enseñarme ‘‘papaw’’ fue la diferencia entre conocimiento e inteligencia. Lo primero se puede remediar con paciencia y trabajo. ¿Lo segundo? Es como remontar un torrente de mierda sin remos».

Un enorme legado musical

En el libro de J. D. Vance no se le da apenas importancia, pero el rasgo cultural que ha unificado más a los «hillbilies» de EE UU y que perdurará àra la historia, aparte del acento, ha sido la música. Como buenos descendientes de escoceses e irlandeses, la tradición de canciones populares y baladas antiguas ha acompañado siempre a esta cultura, y, por eso, el término también se aplica a su estilo musical, que está en la raíz del country y el bluegrass. Mandolina, banjo y violín eran instrumentos que habitualmente acompañaban a la guitarra para cantarle a las mujeres, la nostalgia y a Dios. El origen de la popularización del género está en A.P. Carter, un vendedor de fruta de Rye Cove que tenía un programa de radio en Nashville, llamado «Grand Ole Opry», que se emitía en directo y que llegó a ser redifundido en todo el país en otras estaciones de radio. Gracias a ese programa, Jimmy Rogers se convirtió en una de las primeras superestrellas del género, que vivió su época dorada en el Nashville de los años 50, cuando se mezcla con la música negra y da origen al «rockabilly». De esa maravillosa época para la música son, por ejemplo, Johnny Cash (que se casó con June Carter, hija de A.P.), Hank Williams y Jimmy Dean. Mississipi, Carolina del Sur, Kentucky, Tennesee son los ecosistemas en los que esos sonidos se fue cocinando lo que algunos consideran el «verdadero country».