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Cultura del ruido

La Razón
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Ha de reconocerse que nuestra sociedad ama el ruido ya que son muchas las muestras de ello que se nos ofrecen en la vida diaria. La reflexión viene a cuento del cierre del Paseo del Prado el pasado domingo por la mañana. No voy a entrar en la idoneidad de la medida bajo el prisma de la movilidad, sino en el efecto que la ha acompañado. Desde las nueve de la mañana obligaron a toda la zona, de Atocha a Cibeles, a «paladear» a todo volumen canción tras canción pop. A los vecinos de Atocha, a los del barrio de las Letras, a los de las Cortes, a los de Los Jerónimos, a los visitantes del Prado, del Thyssen... Nada contra la música pop, sí contra su difusión a todo volumen, como si fuesen sordos todos aquéllos que fueron a pasear por el Paseo del Prado. Me pregunto si no les resultarían más agradables los sonidos de un cuarteto de cuerda, porque no creo que esos paseantes saliesen de un «afterhours» con ganas de seguir la marcha de un DJ. Me pregunto también quién es el concejal o responsable del Ayuntamiento madrileño para este tema, que ama tanto el ruido y posee una cultura tan amplia. Se lo preguntaba también el domingo a la Policía Municipal, con quienes tuve una muy agradable e instructiva charla, que habían enviado una patrulla para hablar con dicho responsable ante el colapso de llamadas vecinales que experimentaba el 092.

Pero lamentablemente no estamos ante un fenómeno aislado. En San Lorenzo de El Escorial, por ejemplo, vecinos y restaurantes sufren las músicas de lo que denominan «discoteca móvil», que duran hasta las seis de la mañana durante siete días. No se puede ir a cenar a las terrazas de Floridablanca, no se puede dormir... ¡Son las fiestas! responde la Policía Municipal y «las leyes contra la contaminación sonora no rigen para estos días». ¿Qué dirán quienes hayan pagado un hotel? No es de extrañar que vayan cerrando uno tras otro.

Valencia quizá se lleve la palma en la cultura del ruido, al haber elevado a atracción turística la «mascletá». Vale, sin duda puede emocionar y dura lo que dura. Las secuelas son otra cosa. ¿Cómo parar a tanto gamberro aficionado a los petardos?

Recuerdo la pasada noche grande de San Sebastián, con Teresa Berganza en el puerto, disfrutando de los fuegos artificiales en La Concha, pero sin podernos dirigir la palabra durante toda la cena porque no nos oíamos.

¡Qué pocos son los restaurantes, los trenes, los aviones, los ascensores, las centralitas telefónicas, etc. que respetan el silencio! Quizá es que tengamos miedo a enfrentarnos a él. Y sí, le pasa hasta al público de los conciertos. ¿Acaso vítores y aplausos no se redoblan ante un final apoteósicamente sonoro? Bien lo sabe Dudamel, pero en el polo opuesto también los directores cuando quieren zanjar el turno de propinas: ahí está por ejemplo. la «Gymnopedie n.3» de Satie orquestada por Debussy. Por favor, ¡un poco de silencio!