Bob Dylan

Dylan, deseo de ser juglar

Dylan se muestra reacio a mostrarse en público e, incluso, en el escenario se parapeta detrás del micrófono para evitar que tomen una imagen de él con claridad
Dylan se muestra reacio a mostrarse en público e, incluso, en el escenario se parapeta detrás del micrófono para evitar que tomen una imagen de él con claridadlarazon

El genio de Minnesota regresa a España para agrandar su leyenda con varios conciertos, primero en Barcelona y ayer Madrid, enmarcados dentro de su interminable gira «Never Ending Tour», que le ha llevado a todos los países.

Es difícil hoy en día escribir algo nuevo sobre Bob Dylan. Da la sensación de que ya se haya dicho todo sobre él y que lo único posible sea repetirse. Y, sin embargo, cada vez que hace una nueva visita a nuestro país aparece algún rasgo, algún trazo que su biografía nos había oscurecido, pero que, ahora, la edad y el tiempo subrayan mejor a la luz de los momentos presentes. En ese sentido, existe una contribución de Dylan que, sólo ahora, con la larga perspectiva de toda una carrera, puede intentar fijarse. Para percibirla, hay que contar con cierta experiencia profesional y, lo que es más, haberla obtenido a lo largo de unas cuantas generaciones. Entonces, se hace visible una más de esas innumerables facetas en las que Dylan ha sido punto y aparte, provocando un antes y un después.

En mi infancia, todos los cantantes debían tener o una voz melodiosa o un pulmón potente. No había otra opción. A nadie se le hubiera ocurrido ni siquiera intentar ingresar en la industria y el negocio de cantar canciones sin disponer de, al menos, una de esas características. Ese criterio cambió con la llegada de Dylan. Él provenía de un mundo –el del folk– que era minoritario y se escuchaba sólo en pequeños clubes donde lo más importante no era el tono o la apostura del cantante, sino lo que decían las letras de las canciones. La importancia del significado hacía que la intención que imprimía el intérprete a sus palabras se antepusiera a la necesidad de una voz bella o potente.

Humanidad vil, inmoral

De golpe, la capacidad para transmitir desde el escenario era más importante que el timbre bello y la apariencia apolínea. Simplemente se trataba de transmitir humanidad. Humanidad fea, vil, inmoral, a veces; humanidad consoladora, afectiva, otras. Una cuestión de matices aún más sutiles que los matices morales. Cuestiones irrepetibles como el timbre individual, la entonación, la convicción, el registro, la respiración natural de uno, sin impostaciones. En general, la comunicatividad era involuntaria, no se adquiría como aptitud, ni practicando, ni pagando. Quien la tenía poseía un tesoro de expresividad, una manera directa de transmitir sobreentendidos. Creo que es muy difícil que un oyente hispano pueda captar en su total significación la intención irónica que el tono nasal de Dylan imprime a sus frases, cambiando el significado aparente de sus versos. Hay que haber crecido en tratos con el inglés coloquial de los barrios americanos para captarlo en su plena dimensión. Debido a ese ejemplo, en los siguientes años, un montón de jóvenes que escribían canciones se decidieron a intentar cantarlas ellos mismos, en lugar de buscar a un trozo de carne con bella voz que les sirviera de vehículo para hacerlas llegar al público. Eso modificó también las canciones que llegaban hasta nosotros. En primer lugar, porque se acabó la tiranía del bello cantante que no componía, quien generalmente escogía canciones de diversos autores en lugar de una obra individual completa. Aumentaron en las canciones, por tanto, los universos personales y los mundos individuales. En segundo lugar, muchas de las canciones que los autores llevaron a sus propias interpretaciones no hubieran visto nunca la luz de haber tenido que pasar por el escalafón filtrante del antiguo criterio. Muchas de ellas eran extrañas, experimentales, innovadoras; sólo alguien íntimamente convencido de defenderlas sería capaz de llevarlas al escenario.

Un ejemplo para Bowie y Lou Reed

Es decir, sin el cambio que Dylan provoca, gente como Lou Reed, David Bowie, Randy Newman, Elliot Murphy, David Byrne de Talking Heads y unos cuantos más dudo que ni siquiera se hubieran planteado subirse a un escenario. En cierto modo él les había dicho: tú también puedes hacerlo, cualquiera puede hacerlo. Asimismo, en lo que a nuestro país respecta, sé que escritores de canciones como Jaume Sisa, Kiko Veneno o Loquillo nunca se habrían planteado una carrera de cantante de no haber sido claramente influenciados por el ejemplo de Dylan. Hubieran escrito probablemente canciones y transitado los pasillos de la industria buscando dónde colocarlas; pero muchas de sus propias producciones, que ellos mismos han llevado al escenario, se hubieran quedado en un cajón y no hubieran visto la luz. Ahora que parece que remite esa tendencia y vivimos el reflujo de esa onda, presenciando la vuelta de los cantantes estéticos, cabe preguntarse: ¿de dónde brota esa vocación de convertirse en juglar, incluso a pesar o en contra de las exigencias objetivas de la profesión? Es difícil saberlo, pero es fácil constatar que se trata de una vocación atemporal y universal. De hecho, mucha gente ignora (y a veces lo desconocen hasta los propios católicos) que ya San Francisco de Asís, antes de convertirse en ese santo de la pobreza que pasaría a la Historia, fue un seguidor de los trovadores provenzales. Quiso ser como ellos y recitaba sus versos en francés. Luego, cuando salió al mundo, llamó a los suyos juglares de Dios, refiriéndose a aquel juglar que era un poco más callejero y popular que el cortesano trovador. Esa especie de adicción a la expresividad individual, a decir las cosas como y cuando uno quiere para la gente de a pie, explicaría muchas de las misantrópicas conductas del Dylan último: su voluntad de no halagar al seguidor fiel, su cambiar constante de repertorio y arreglos hasta hacer irreconocibles sus clásicos. Al fin y al cabo, si uno ha puesto la vida en las palabras es lógico que quiera administrarlas. Porque si las pierde, pierde también la vida.