Historia

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Ramón Mercader: el piolet justiciero de Stalin

Se cumplen 75 años del asesinato de León Trotsky a manos del comunista catalán, agente de la NKVD, quien se infiltró en su círculo íntimo y acabó con su vida en México DF. Una nueva biografía arroja luz sobre el oscuro militante que liquidó a petición de Stalin a uno de los padres de la Revolución

Ramón Mercader: el piolet justiciero de Stalin
Ramón Mercader: el piolet justiciero de Stalinlarazon

Ramón Mercader no quería dejar nada a la improvisación. Salió de casa armado con pistola, puñal y un piolet que había mandado recortar el día antes en una carpintería de la avenida Chapultepec de México DF. Se vistió con sombrero e impermeable y, de esa guisa, muy impropia en él, se presentó en la avenida de Viena, en casa de León Trotsky. Eran las cinco de la tarde pasadas. Había venido a matarlo.

Pero aquel era sólo el corolario de todo un trabajo previo de campo, de afianzamiento e infiltración, que iba dando sus frutos y que narra en una biografía exhaustiva pero de ritmo trepidante («Ramon Mercader, el hombre del piolet», Now Books) el historiador Eduard Puigventós López. Mercader fue, según el autor, «una persona fiel a una idea, que se inmoló creyendo que así contribuiría al surgimiento de un nuevo mundo». Tras la Guerra Civil española y su ingreso como agente de la NKVD, su «misión» en la tierra se concretó en un reto de dimensiones casi bíbilicas: matar a León Trotsky, uno de los padres de la Revolución, caído en desgracia y expulsado de la URSS en 1929. Y matarlo en nombre del pueblo y de Stalin, el hombre que se había prácticamente apropiado de la Unión Soviética tras la desaparición de Lenin. El «modus operandi» con que Trotsky fue liquidado no responde en absoluto a un arrebato visceral sino que forma parte de una trama elaboradísima que entronca con lo mejor del género de espionaje que imaginarse pueda. Mercader era sólo una pieza del engranaje y una bala en la recámara. Pero, al final, pasó a convertirse en protagonista de la historia.

Aquel jueves 20 de agosto de 1940, el magnicida ya ha cumplido buena parte del plan: ha camuflado perfectamente su identidad hasta ser conocido en México DF como Frank Jackson, canadiense, –en París, previamente, había sido Jacques Mornard– y tiene pleno acceso al círculo y a la casa de Trotsky gracias a su noviazgo con Sylvia Ageloff, una norteamericana trostskista a la que ha seducido en París bajo directrices expresas de la NKVD, la oficina precursora de la KGB. Sus dotes para este trabajo quedan más que probadas para sus «empleadores», pues, tal y como señala el periodista Isaac Don Levine, «combinaba una serie de aptitudes que podían ser dirigidas hacia el espionaje y el asesinato: tenía fluidez en muchos idiomas, podía pasar por un señor de cualquier lugar, era atractivo para las mujeres y podía ser ahalagador con los hombres cuando fuera necesario». Ni siquiera su rápida conversión política al credo trotskysta había levantado sospechas en el entorno del político exiliado y su llegada a la casa de la avenida de Viena aquella misma tarde no pasa de ser una visita rutinaria. Explica Puigventós: «Por la confianza que tenían con Jackson, ni siquiera fue cacheado; si no, obviamente, le habrían encontrado las armas que escondía deliberadamente bajo la ropa. Nunca había llevado sombrero o impermeable, pero nadie le dio importancia en aquel momento. Igual que nadie encontró extraña su repentina conversión de persona apolítica a otra entregada a la causa. Así que, sin más, pudo acceder tranquilamente al interior».

400 tiros fallidos

Trotsky andaba soliviantado en los últimos meses. Apenas hacía noventa días que había salido indemne de un espectacular atentado: un comando de 20 hombres habían tiroteado su casa indiscriminadamente: más de 400 tiros que no lograron darle muerte. Pero aquel día nada hacía presagiar la tragedia. Había estado revisando su manuscrito de la biografía de Stalin, una obra en la que pensaba compendiar sus ideas sobre el jerarca soviético y el diagnóstico de la «evolución fallida: «Stalin generalizó y clasificó su propia experiencia administrativa, en primer término la experiencia de intrigar de continuo tras la cortina, y la puso al alcance de los más íntimos asociados a él. Les enseñó a organizar sus máquinas políticas locales por el patrón de la suya propia; cómo reclutar colaboradores, cómo utilizar sus flaquezas, cómo enfrentar a unos camaradas con otros». Tras comer, Trotsky había tomado el té de las cinco con su esposa, Natalia Sedova, y había dado de comer a los conejos que tenía. Allí lo encontró Jacson-Mercader.

Natalia le ofreció un té que rehusó y, so pretexto de enseñarle una carta a Trotsky, logró quedarse a solas con él en su despacho, un extremo muy raro que, no obstante, no era la primera vez que se producía. Ya tres días atrás se había quedado a solas con el Viejo, como todos conocían a León. Cuando Mercader se percató de que Trotsky estaba absorto en la lectura, de espaldas, se quitó el impemeable y agarró con fuerza el piolet. «Prefirió utilizar esta arma antes que el puñal o la pistola. Seguramente, pensó que con el piolet haría menos jaleo y la muerte sería instantánea, sin dejar a Trotsky ninguna opción de poder defenderse», señala el autor del libro.

Ramón Mercader asestó un terrible golpe con las dos manos en el piolet. Pero un ligero meneo de cabeza de Trotsky había desviado la trayectoria, por lo que el Viejo no cayó en redondo, sino que se levantó y se encaró a su agresor. «Imagínate, aunque me habían entrenado en la guerrilla y había rematado a un guardián hasta la muerte durante la Guerra Civil española, el grito de Trotsky casi me paralizó completamente», explicó Mercader posteriormente. Puigventós recrea la escena subsiguiente: «Trotsky logró levantarse y cogió a Mercader para evitar que un segundo golpe acabara con él. Aunque estaba malherido, tuvo la energía suficiente para morder la mano de su agresor y que éste soltara el piolet, y luego forcejeó con él y lo empujó. Los papeles quedaron por el suelo, manchados de sangre; el dictáfono acabó en los pies de una estantería, la silla también se cayó».

Alertados por los gritos, los hombres de Trotsky acudieron y redujeron a Mercader, al que dieron una paliza tal que lo dejó inconsciente. El Viejo, tendido en el suelo tras la conmoción y perdiendo abundante sangre, exclamó ante Natalia Sedova: «¡Que no lo maten!¡Tiene que hablar!». Según declararon algunos testigos, Mercader, tal vez para salvar la vida, gritó: «¡Me han obligado a hacerlo!». ¿Quiénes? Todos lo sabían: la NKVD y el dedo acusador de Stalin. Un día después, León Trotsky fallecía en el hospital a los 60 años de edad. Ramón Mercader, tras un farragoso proceso judicial, pasaría 20 años en prisión antes de terminar sus días en Rusia y Cuba, convertido en héroe clandestino de la ortodoxia comunista.