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Sabina: después de la fiesta y la náusea

El periodista Julio Valdeón publica una exhaustiva biografía musical del artista que repasa todas sus etapas creativas y vitales y le da perspectiva a la obra de uno de los mejores escritores de canciones en español, ahora que ha vuelto a publicar un trabajo en el que «lo niega todo».

Sabina: después de la fiesta y la náusea
Sabina: después de la fiesta y la náusealarazon

El periodista Julio Valdeón publica una exhaustiva biografía musical del artista que repasa todas sus etapas creativas y vitales y le da perspectiva a la obra de uno de los mejores escritores de canciones en español, ahora que ha vuelto a publicar un trabajo en el que «lo niega todo».

Hoy, Joaquín Sabina (Úbeda, 1949) descansa las punzadas de una hernia en casa. El músico tuvo que interrumpir incluso las entrevistas promocionales de su nuevo disco, «Lo niego todo», que siguen pendientes. Ha aplazado algunos conciertos americanos. En la anterior gira sufrió un achuchón de pánico escénico que él explicó burlón: estaba, como las señoras de bien, «delicá» del estómago y de algunos otros achaques. A esta etapa de su vida ha llegado Sabina tras pasar una depresión y un «marichalazo», como él mismo denominó al ictus que sufrió en 2001. Basta el parte médico para imaginar las facturas por los usos y costumbres del genio de los excesos, el escritor de canciones con el que se agotan los epítetos. Trataremos de no abusar de ellos, pero es que Sabina se ha tragado la vida y ha destilado ya tantos versos como los que cuenta Julio Valdeón Blanco en «Sol y sombra» (Efe Eme), biografía que acaba de ser publicada y que le sitúa en el ruedo con más miedo que vergüenza y vestido de purísima y oro, como salía Manolete.

A Sabina lo fagocitó su (bien merecida) fama de calavera. Etiqueta que, como dice Valdeón, «ha llegado a aborrecer». «La leyenda del golfo sin pausa y el profeta del vicio... qué cansancio. Pero cuidado. No había impostura en ella. Vivía así, de noche, y escribía en los bares, y mantuvo sus hábitos durante 30 años. Como sucede con todo mito, al cabo de un tiempo, corres el peligro de que la máscara devore a la persona. Sabina, que tiene ya poco que ver con el que alargó su airada juventud hasta los 50, ha encontrado un filón creativo en la hora de reinventarse, de despojarse de la caricatura y escribir de ellos en su último disco», explica el autor desde Nueva York. Pero hubo una época de las grandes farras, de las noches interminables y esas «20 o 30» personas que tenían las llaves de su casa en Tirso de Molina. En 2008, el documental sobre su vida «19 días y 500 noches» estuvo a punto de llamarse «La llave» en alusión a las copias que tantos decían tener de ellas. «Y de la pareja de ‘‘okupas’’ que estuvo una semana viviendo en su sofá, de las fiestas simultáneas en las habitaciones», escribe Valdeón. Que si tuvo camellos a sueldo, que si uno vivió una temporada en casa o si le dedicó una canción a otro, lo cual es un bulo, pero indica algo del arquetipo. «Fuimos unos salvajes. Aquello era fiesta, concierto, fiesta, concierto, sesión de grabación, fiesta... Estábamos embalados y a Joaquín se le caían las canciones de los bolsillos, una diez, veinte. Fue una época tremenda, escribía a todas horas, era impresionante», evoca Pancho Varona, colaborador del de Úbeda, en el volumen. Ayudado por la farmacopea, claro, pero sin su talento...

Sonido de plástico

Los años de formación del músico le definen para siempre. De «Inventario», el primer disco de Sabina, del que renegó tanto que requisaba ejemplares para destruirlos, Valdeón escribe: «Habiendo leído a César Vallejo y escuchado a los Stones, habiendo interpretado a Brecht y proyectado películas de Buñuel en Londres, Sabina busca una forma de romper con el discurso convencional. Forjará el modelo hispánico de cantautor eléctrico con ecos de Norteamérica, Francia e Italia. Y cerca de ser, junto a Moris, el primero en descubir la poética de Madrid». A Sabina la Movida le miraba con «prevención y rechazo, algo que no funcionaba de forma recíproca», dice el autor. Por su compromiso político y su estética, no encaja con la corriente «oficial» de los pelos de colores y los imperdibles. La Mandrágora, sin embargo, supone toda una revolución en la gran pluralidad que era la escena de Madrid, y eso que sufrieron un revés cuando TVE censuró, por orden del PSOE, «Cuervo ingenio», crítica con la entrada en la OTAN de España.

Sin embargo, Sabina quiere electrificarse (musicalmente) y encuentra su banda con Viceversa, una buena idea para sus años de formación, pero no será hasta que forme tándem con Pancho Varona y Antonio García de Diego que publicará sus mejores trabajos. Tan buenos como para dibujar Madrid, conquistar Buenos Aires y hacer que hasta el último mariachi del D.F. piense que «Nos dieron las diez» es una ancestral canción mexicana. Eso sí, prácticamente hasta 1999, cuando publicó «19 días y 500 noches», no hay un disco que suene aceptablemente de principio a fin. Sus trabajos hasta ese año dejan casi todos que desear en términos de producción y arreglos. Cierto sonido de rock de plástico, «reverb» y una completa galería de horrores de ingeniería, cuando no desatinos con sus aproximaciones al reggae o al rap. Queda la pregunta de por qué no se regraban algunos de sus mejores temas con un sonido decente, pero no estaríamos hablando de Sabina si no hubiera escrito algunos de los mejores textos de la música en castellano. Ese es el hechizo del artista: ser un canalla y un golfo y luego cantarle la soledad a la luna. Menudo zalamero Sabina, vaya embaucador. En el fondo, todos sus textos funcionan en la dirección de construirle a él, dar forma a su personaje. Da igual que cante que hay mucha mucha policía o que espera una gatita a esa hora maldita en la que los bares están a punto de cerrar. Por eso su figura ha engullido a tantos colaboradores, desde Hilario Camacho hasta Benjamín Prado. Por ejemplo, su último disco suena a puro Leiva y en cada ripio se adivina la mano de Prado, pero, al final, él pone la verdad de su personaje y todo lo demás desaparece. Como dice Miguel Ríos en el volumen, es «imposible “desabinizar” un tema que haya grabado antes. La fijación emocional que produce cuando canta hace que su voz autentifique las palabras. Nunca te quedará tan emocionante y convincente». Sobre colaboradores y arrimados, Valdeón dice: «En su biografía son decenas los que le extrañan, los que dicen amarle pero le envidian, los que no perdonan las deslealtades, los que se hartaron de llamar para que no responda, los que pensaban que podían seguir chupando eternamente de su tarjeta, los que lo necesitaron y no estuvo ahí, los que creen que algo les adeuda... una corte de espectros perdidos y encontrados». Mientras, muchos otros ensalzan su generosidad con los «royalties».

De purísima y oro

«Hasta que el cuerpo dijo basta –afirma Valdeón–. Curiosamente, meses después de dejar la coca sin trauma alguno». En 2001, cuando su modo de vida ya había empezado a cambiar, sufrió un «accidente isquémico cerebral». ¿Que cómo reaccionó? Lanzó un vídeo a las redes totalmente disparatado en el que universaliza el término «marichalazo» en honor al entonces marido de la infanta Elena y, según recuerda Pancho Varona: «Se hizo una foto vestido de torero y envió un ‘‘crismas’’ con una frase de Machado agradeciendo el apoyo». ¿Pueden sintetizarse más elementos hispánicos, tan burlescos como trascendentes, en un suceso que casi le manda al otro barrio? Esa imagen captura a Sabina y puede que a nuestro país. Tanto como en «De Purísima y oro», esa canción que es un poema como una tesis doctoral sobre la posguerra y la represión, un tema en el que duele España. Sin embargo, según los médicos, la depresión sigue a la isquemia como las moscas al cadáver. Y así, «no era capaz de espantar al perro triste de la náusea», como explica Valdeón. Se encerró en casa mirando libros sin leerlos, unos años misántropos de los que salió para la gira con Serrat, en 2007, pero no ha sido hasta una década más tarde que parece que llegan mejores señales. Dicen que Sabina ahora quiere negarlo todo. Por mucho tiempo.