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Se busca entrada por 2.000 dólares

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La nueva entrega de la saga llega rodeada de grandes números y una reventa que alcanza cifras galácticas.

Desde hace casi cuarenta años vivimos bajo la sombra del imperio galáctico creado por George Lucas, que de una aparentemente sencilla película de aventuras para todos los públicos construyó una saga multimedia prácticamente interminable, que ha colonizado el imaginario de varias generaciones y amenaza de nuevo con adueñarse de Hollywood, pasando por encima del propio Lucas y de quien se ponga por delante.

El cineasta independiente estadounidense John Michael McCarthy, autoproclamado hijo ilegítimo de Elvis y creador de joyas trash como «Teenage Tupelo» o «The Sore Losers», que recuperan y rinden homenaje al espíritu de la Serie B y Z de los años 50, el rock’n’roll, los drive-in y el genuino «grindhouse», lo tenía muy claro: «1976 fue el año en que Star Wars mató el Pop», me dijo una noche, allá por 2001, atusándose el tupé de genuino «psychobilly» mientras bailábamos pogo en una fiesta del Festival de Sitges. No le faltaba razón. Hasta aquella fatídica fecha, las aventuras y fantasías espaciales eran cosa del cine de bajo presupuesto, los seriales, la televisión y las matinales infantiles. Pero la irrupción de «La guerra de las galaxias» acompañada por las triunfantes fanfarrias de John Williams y una batería de efectos especiales nunca vista hasta entonces, más algunas genuinas estrellas de la pantalla en su reparto, cambió esta idea para siempre. Como chaval de doce años que era yo entonces, sumergido hasta el cuello en las páginas de los tebeos de Flash Gordon, Brick Bradford o Valerian, agente espacio-temporal, y en las novelas de Edgar Rice Burroughs, Jack Williamson o Edmond Hamilton, no pude sino saltar de emoción al ver pasar sobre mi cabeza el primer navío espacial del Imperio surcando la galaxia, atravesando de parte a parte la gran pantalla del Real Cinema Cinerama. Era el sueño húmedo de un chico aficionado a la ciencia ficción y la aventura hecho realidad. Poco podía sospechar ese mismo chico que aquél sueño tendría también, como la Fuerza, su lado oscuro y que, cuarenta años después, cuando se estrena ya «Star Wars: Episodio VII: El despertar de la Fuerza», el sueño ha adquirido tintes de pesadilla.

Menos frescura

La pesadilla es que, tal y como sentenciara el cineasta rockero aquella noche en Sitges, «Star Wars» –es decir, la película antes conocida como «La guerra de las galaxias»– acabó con el Pop, en el sentido claro y definido de que obligó a la industria cinematográfica del fantástico en particular y a la cultura popular en general a reificarse en objetos de lujo, sustituyendo en poco tiempo el sentido de la maravilla, la frescura, la falta de pretensiones, la ingenuidad y la diversión por efectos especiales de alta tecnología, estrellas millonarias (y no solo las del cielo), historias alambicadas, personajes infantiles e infantilizados y, lo peor de todo, pretenciosidad vacua y banal. Ello no implica, por supuesto, que «La guerra de las galaxias» e incluso su inmediata continuación «El imperio contraataca» no fueran buenas películas por derecho propio, e incluso que quizá la resurrección de la saga por parte de J.J. Abrams pueda serlo a su vez, partiendo de su obvia intención de recuperar el estilo y look del original. No implica tampoco que la irregular «El retorno del Jedi» o hasta la en tantos aspectos nefasta segunda trilogía (que es la primera, ya saben) pergeñada por Lucas entre 1999 y 2005 no tengan también momentos cinematográficamente rescatables y disfrutables (estoy convencido de que entre las tres yo podría hacer una película de hora y media bastante divertida: el montaje del crítico). Implica que, sobre todo, nos hemos vuelto locos. O tontos. O ambas cosas. Porque se ha perdido la medida justa del fenómeno, un fenómeno que debería ser puro Pop pero que, ya sabemos por qué, ha matado el Pop.

Resulta difícil de entender, al menos para mí, que «Star Wars» sea hoy mucho más popular incluso que en su día. Que sea un crisol de generaciones donde hay más padres fanáticos de la saga que hijos. Que exista una religión de la Fuerza, registrada oficialmente como tal en los Estados Unidos (y así exenta de impuestos, por cierto). Que el fenómeno cinematográfico –más que eso: videojuegos, televisión, cómics, novelas, muñecos, merchandising... ad infinitum y ad nauseam– del año y quizá de la década sea la continuación de una aventura juvenil de princesas espaciales, tiranos galácticos y héroes sin tacha iniciada hace cuatro décadas. Que para hablar de «Star Wars» haya que citar a Thomas Mallory, Miyamoto Musashi, Joseph Campbell, la filosofía zen o el mesianismo cristiano, en vez de a Flash Gordon, Doc Smith o Buck Rogers, como sería lo suyo. En definitiva, que el lugar en nuestras pantallas de cine, pero también en nuestro imaginario y nuestro intelecto, que ocuparan antaño producciones como «Lawrence de Arabia», «El hombre que pudo reinar», «Grupo salvaje» o «Lord Jim» (obsérvese que cito filmes de aventuras y no de ciencia ficción, porque, por si no lo sabían, «Star Wars» no es «exactamente» ciencia ficción) es ocupado ahora por robots parlanchines, princesas reconvertidas en heroínas seudofeministas, héroes de una pieza (o dos, por mucho que pretendan otra cosa), la lucha entre el Lado Oscuro y el Lado Luminoso de la Fuerza (o sea, entre el Bien y el Mal, vaya novedad) y, en el filme de Abrams y como no podía ser de otra manera tratándose de Disney, por el canto a la familia que caracteriza buena parte del Hollywood actual.