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The Smiths: De picnic en el cementerio

Una reedición celebra las tres décadas de «The Queen is Dead», la verborreica obra maestra del grupo: el capitalismo, la religión, los grandes poetas muertos, y, por supuesto, la monarquía

The Smiths, en una actuación en 1986, el año antes de disolverse
The Smiths, en una actuación en 1986, el año antes de disolverselarazon

Una reedición celebra las tres décadas de «The Queen is Dead», la verborreica obra maestra del grupo: el capitalismo, la religión, los grandes poetas muertos, y, por supuesto, la monarquía.

or suerte, el mundo ya conocía a Morrisey. Cuesta imaginar cómo habría sido recibido «The Queen is Dead», el tercer disco de The Smiths, si hubiera sido el primero. Dardos a la monarquía, mofas a la iglesia, insultos a su propio jefe discográfico y metáforas sobre verse enterrado en vida dieron forma a un disco emocional, tan afectado como mordaz, tan sentimental como deslenguado. Por suerte, el ya por entonces vegetariano y bocazas Morrisey fue tan duro con el mundo como consigo mismo. Expuso su soledad y el desgarro funcionó como consuelo para una generación hace ahora 31 años, que se celebran con una reedición en una caja de 2 CD, más un DVD y una actuación en directo, del 5 de agosto de 1986, en Boston. El álbum es grande por canciones como «Cemetery Gates», «The Boy With The Thorn In His Side», «Some Girls Are Bigger Than Others» y, especialmente, «There’s a Light That Never Goes Out», un tema inmortal, un himno popular. Pero en este disco había mucho más: un universo poético propio en el que cabe Oscar Wilde, la madre del cantante como demiurgo y las angustias personales y políticas del Reino Unido de los 80, en la penumbra de Margaret Thatcher.

Una obra maestra

«The Queen is Dead» es el mejor disco de The Smiths y la obra de una de esas parejas emblemáticas condenadas a malograrse tan características la música británica, como Lennon y McCartney, Jagger y Richards (casi, al menos), igual que les pasaría a los Gallagher después. La parte de Johnny Marr, polo opuesto de este grupo magnético, es capital en este álbum como autor de varias canciones y por la factura de unos arreglos de guitarras soberbios y algunos riffs inolvidables. En el resto de los discos de The Smiths Morrisey seguirá cantando igual de bien y siendo igual de ácido, y Marr también hará su parte en compañía de de Mike Joyce y Andy Rourke pero nunca volverán a estar tan concentrados.

Una de las mejores noticias de la reedición es que un libreto incluye las letras de las canciones, ambrosías envenenadas. Por ejemplo, aunque el autor después intentó retractarse y aseguró que su intención no era atacar a la monarquía, a Morrisey no se le da bien ser políticamente correcto y de poco sirve intentarlo cuando se ha sido tan explícito en lo que se canta. «The Queen is Dead», la canción que da título al trabajo, es transparente. Llama «su bajeza» a la reina Isabel, fantasea con el príncipe Carlos travestido con el velo nupcial de su madre y se autoubica en el puesto 18 a la sucesión, no sin considerarse «suficientemente reina» para aspirar al trono. En el tema, Morrisey delira con entrar en Buckingham Palace, hablarle a la reina y dar un paseo para conversar sobre «el amor, la ley y la pobreza (esas cosas que me matan)». A continuación, llega otra joya corrosiva, «Frankly, Mr. Shankly», una canción dedicada a Geoff Travis, el jefe de Rough Trade, la discográfica independiente en la que The Smiths publicaron sus primeros trabajos (y el propio «The Queen is Dead») y al que Morrisey le dedica alabanzas tales como «eres un flatulento dolor en el culo» y se mofa abiertamente de la poesía que Travis escribía y enviaba al propio Morrisey para conocer su opinión. El jefe de Rough Trade reconoció después que no imaginaba que la letra iba sobre él hasta que escuchó esos versos y rompió a carcajadas. Él y Morrisey eran amigos, después de todo, pero así es como Moz trata al resto de insectos humanos. Lo tomas o lo dejas. En todo caso, si en el primer corte del disco se anuncia la muerte de la monarquía, en el segundo Morrisey escupe a su propio jefe. No puede decirse que no empecemos fuertes.

Sentimental y corrosivo

Sin embargo, tras semejantes mandobles Morrisey se pone sentimental. «I Know It’s Over» y «Never Had No One Ever» son dos temas sobre el aislamiento y el
desamparo en los que la diva pone su otra cara, la de perrito abandonado, y su voz suena como un centenar de corazones pisoteados durante seis torturantes minutos. Pero suena tan bien, y la capacidad interpretativa del cantante es tan fuerte, especialmente en el primero de esos cortes, que resulta imposible resistirse. Tras el momento emotivo, llega otra cumbre lírica del disco: «Cemetery Gates» es un poema sobre poetas. Morrisey dirige una expedición a través de un cementerio imaginario (solía colarse de joven en el de Manchester, pues tenía esas costumbres «raritas») y mientras mira las tumbas de los poetas muertos, especialmente las de Keats (John) y Yeats (William Butler), dice a su acompañante: «Ellos estaban en tu lado, Wilde (Oscar) en el mío», es decir, que toma partido por un bando de la literatura, el más dionisíaco (y popular) en lugar del académico. El escandaloso autor de «De profundis» era el ídolo del cantante que mientras mira las lápidas se pregunta: «Esta gente, estas vidas, ¿dónde están ahora? Con amores y odios y pasiones como las mías. Nacieron, vivieron y después murieron». En la letra, Morrisey plagia y censura a los que lo hacen, cita a Shakespeare y asegura que su bando de rapsodas está venciendo a los ilustrados Keats y Yeats.

Pero el gran bocazas golpea de nuevo: «Big Mouth Strikes Again» es una canción de supuesto arrepentimiento en la que está claro que Morrisey no se está disculpando por ser un capullo el noventa por ciento del tiempo. A pesar del título, aparentemente autocrítico, es imposible creerse nada cuando el cantante dice que ahora sabe cómo se sintió Juana de Arco en la hoguera: «Cuando las llamas acechaban su nariz romana y su walkman comenzó a derretirse». Eso, por no hablar de la voz en segundo plano que parece un pitufo haciéndole los coros. «No tengo derecho a ocupar mi lugar en la raza humana», dice Moz dejando claro que está de coña. Las provocaciones siguen con «Vicar in a Tutu» («Un sacerdote en tutú»), en el que pide a un clérigo que lleve su vil alma a una limpieza en seco antes de adentrarnos en «There is a Light That Never Goes Out», síntesis de todo lo que hizo grandes a los Smiths: elogio de la vulnerabilidad y de una enorme nostalgia. La pérdida, el abandono y la completa indigencia emocional en la boca de Morrisey junto con una composición de Johnny Marr en puro estado de gracia. Al narrador le han echado de casa y busca refugio mientras va en el coche de alguien y piensa en la luz que nunca se va de su cabeza, seguramente, la del amor no correspondido. Pero claro, la tragedia en la pluma de Morrisey no es convencional: «Y si un autobús de dos pisos choca ahora mismo contra nosotros, morir a tu lado sería celestial». Esta truculencia se canta como mínimo una vez cada fin de semana en algún pub de Inglaterra o un estadio de fútbol. Es decir, la mayor altura que el pop puede soñar.

Al disco aún le quedaba la estupenda «Some Girls Are Bigger Than Others», pero ¿a quién le queda aliento? Solo han sido 37 minutos de álbum, una duración escasa aunque tan cargada de voltaje que casi parece una saga medieval. Este tema, algo frívolo y muy pegadizo, nos devuelve a la tierra, a la obsesión de los hombres por el sexo. No está mal después de haber dialogado con poetas muertos, la reina de Inglaterra y sobre todo de hablar solos, perdidos por completo, metidos de lleno en la tragicomedia.