Arte, Cultura y Espectáculos

Una máquina de música para olvidar el pasado

Tangerine Dream expresaron la mezcla de tradición y vanguardia con tres Mozart al comando de un sintetizador
Tangerine Dream expresaron la mezcla de tradición y vanguardia con tres Mozart al comando de un sintetizadorlarazon

El «krautrock» comenzó siendo un término despectivo pero estaba anticipando el futuro, mientras que el «techno» de Berlín pasó de marginal a hegemónico.

Debía de resultar muy difícil ser artista en Alemania después de los horrores cometidos tras la Segunda Guerra Mundial, y, sin embargo, era la única opción. Sólo a través de la música y el cine el país podía seguir adelante y concebir la posibilidad de un futuro sobre la ruina moral de la gran nación alemana. Todavía hoy las palabras y el pensamiento son insuficientes para explicar el nazismo, pero en la década de los setenta una generación de músicos de vanguardia intentaron comenzar de cero. Sus estilos, totalmente diversos, estaban enlazados por la radicalidad de sus propuestas de sonido y una actitud común: olvidar el pasado, buscar un lenguaje nuevo. Se les conoció despectivamente como «krautrock» y su aventura se cuenta en «Future Days. El krautrock y la construcción de la Alemania moderna» (Caja Negra Editora), un libro que aparece, por fin, traducido al castellano. Su testigo lo recogerán en los primeros noventa los primeros DJ del «techno», que convertirán a eventos como la Love Parade en el símbolo de la nueva Alemania.

A este lanzamiento en España se suman «Der Klang Der Familie («El sonido de la familia)» (Felix Denk y Sven Von Thulen, editado por Alpha Decay), un libro que aborda la escena electrónica surgida en Berlín, la ciudad con la gran cicatriz del Muro, símbolo de la vergüenza nacional. También ha sido recientemente estrenado «B-Movie. Lust & Sound in West Berlin» (de Mark Reeder), un documental que abarca la escena desde finales de los setenta hasta la fecha simbólica del 89 (con artistas como Nick Cave o Einstürzende Neubaten), y la serie de televisión «Deutschland 83», aclamada en la Berlinale y emitida en EE UU y que cuenta la historia de un joven de la Alemania Oriental de familia comunista y austera que es enviado al Berlín Occidental. La escena musical de la Neue Deutsche Welle (la nueva ola alemana), es decir, la rama más comercial del pop de la época, cuenta también esta historia.

El «krautrock» tuvo un papel esencial en la posguerra. «Hablamos de un grupo de artistas que buscaron reinventar la música, crear un nuevo legado sonoro que se conectaba con tradiciones alemanas más antiguas; que se negaron a replicar las formas del blues y el rock que eran dominantes en esa era y que, al hacerlo, crearon nuevos patrones que años después han sido tomados como referencia una y otra vez», sostiene el autor del libro, David Stubbs, periodista británico que vivió su propia epifanía escuchando esos discos, a veces plácidos y otras tormentosos, desde el lejano Leeds. En el libro, Stubbs trata de explicar la historia más amplia del contexto en el que surgieron y de la cultura que contribuyeron a crear bandas como Kraftwerk, Can, Neu!, Guru Guru, Amon Düül y Tangerine Dream, en lugar de considerarlos como planetas lejanos entre sí, rodeados de tinieblas y esoterismo. La etiqueta «krautrock», nacida como un nombre peyorativo («kraut» significa repollo en alusión al típico chucrut alemán y era una forma de designar a los soldados alemanes durante la guerra), sobrevivió a la burla y la indiferencia de su tiempo para constituirse en un marchamo que ayudó a dar forma a la música moderna. «Nació del trauma y de las turbulencias de la historia y marcó el resurgimiento de una nación», señala Stubbs, que sufrió en su adolescencia las risas de sus amigos por escuchar esos chirridos de vanguardia. Tiempo después, el ruido se pondría de moda. «Ellos inventaron el ‘‘post-rock’’ antes de que el rock estuviera agotado», explica.

Entre las obras maestras de la época sobresalen tres: «Tago Mago» de Can (1971), «Trans-Europa Express» de Kraftwerk (1977) y el disco homónimo de debut de Neu! (1972). Sin embargo, la reacción del público fue en «un 90 por ciento, indiferencia, un 5 por ciento, hilaridad (de algunos periodistas) y un 5 por ciento, interés (de algunos periodistas)», según Stubbs. Sin embargo, no era del todo cierto a tenor de las citas de Geoff Barrow (Portishead), Steve Shelley (Sonic Youth), Brian Eno y una larga lista de ilustres que se declaran seguidores del «krautrock» en el volumen.

Burla e indiferencia

La vergüenza y el trauma pesaban en la conciencia de los alemanes, un pueblo que se siente destinado colectivamente –ya sea por culpa de Hegel o de Wagner– y que, en lo que respectaba a la música popular, permanecía apegado a unas tradiciones cargadas de contenido político. Hasta 1963, lo único que se escuchaba en el país era el «schlager», un estilo musical caduco, bien ario y rural. «Ni siquiera se conocía a Frank Sinatra», comenta Stubbs. Y al mismo tiempo, el Plan Marshall americano, que había aliviado las penas de las generaciones de posguerra y pospuesto el examen de conciencia por el progreso material, empezaba en los setenta a ser percibido como una ocupación cultural americana. Así que los jóvenes de esa década tenían una tarea doble: crear un estilo nuevo vinculado a la tradición alemana pero que no fuera tan insoportable como las canciones de sus padres ni tan ajeno como blues. «Pero eso implicaba una reelaboración radical del lenguaje musical. Y optaron por seguir lo que define al espíritu alemán: la innovación». Hitler había prohibido las vanguardias artísticas por considerarlas «degeneradas» y, en respuesta a todo lo anterior, los grupos «krautrock» abrazaron el futurismo y rechazaron el consumo, se agruparon en comunas y se conformaron con condiciones de vida deplorables. El anecdotario recogido en el libro en torno a esa moral es, como se puede imaginar, inagotable.

Había más tradiciones propias válidas, como la Bauhaus y el gusto del pueblo alemán por el maquinismo: los sintetizadores acababan de irrumpir y eran perfectos para servir de cimientos nuevos. «Para los “krautrockers”, lo inauténtico no era emplear máquinas en lugar de instrumentos tradicionales, sino seguir el dictado de la tradición», señala el autor. El krautrock no nació en Berlín, sino que fue un producto específico de la Alemania Occidental y de las industriales Colonia y Düsseldorf, que rivalizaron como Manchester y Liverpool para ser la urbe musical, con sus héroes respectivos: Can versus Kraftwerk. En esas ciudades, glorias industriales, no hacía falta más que mirar alrededor para percibir la vibración «motorik».

Pero había elementos que definían a esa generación y que calaron durante las siguientes décadas en lugares distantes. El primero era el rechazo al culto a la personalidad del rock. Enfatizaban lo grupal, tenían malos cantantes (o ninguno) y le prestaban más importancia a las texturas de sonido que a las letras. Todo era horizontal porque cualquier día el líder podía convertirse en «führer». Denunciaban el «estalinismo del verso y el estribillo», y en su lugar preferían la repetición y los «loops». «Los conciertos tenían lugar más a menudo en galerías de arte que en locales de rock porque era una música pictórica, esculpida, forjada», dice el autor. En contraste, los músicos del rock británico, que sí se habían formado en escuelas de arte, huían de esa pretenciosidad, fingían no ser hijos de la burguesía. Stubbs se afana en describir en el libro el tipo de música que hacían y se refiere a ella como «un estilo que oscila entre una fealdad desafiante y una belleza magnífica». «Con tonalidades que varían de lo caótico y lo brutal a lo sereno y pastoral. Como una paz embravecida formada por guitarras oceánicas», escribe el autor. «La oscuridad y la frialdad son hoy en día parte esencial del rock. Pero durante mucho tiempo no existía eso. Era todo rayos de sol y optimismo. Había canciones tristes, pero eran temas de amor. Y de repente apareció esta ola de alemanes». El libro aborda la historia reciente de Alemania de una manera simbólica, presenta las dificultades del proceso de «desnazificación» y el viaje que las nuevas generaciones tuvieron que hacer para extirpar de su sociedad y de sus conciencias la terrible herencia de sus padres, la única manera de hacer «tabula rasa». Para hacerlo, escucharon a Stockhausen, que decía que, para empezar a tocar, necesitaba «vaciar la mente de pensamientos». Nunca el pasado sonó tanto a futuro.