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Orson Welles

«Yo me follaba a todo quisque; y eso, para una mujer, es muy duro»

Prepublicación del libro «Mis almuerzos con Orson Welles», exclusivo para LA RAZÓN.

Las escenas finales de «La dama de Shanghái», además de ser un prodigio técnico, retratan un amor fatal entre los dos protagonistas, quienes, en la vida real, se divorciaron en 1948
Las escenas finales de «La dama de Shanghái», además de ser un prodigio técnico, retratan un amor fatal entre los dos protagonistas, quienes, en la vida real, se divorciaron en 1948larazon

Cinco años duró el matrimonio entre el cineasta y Rita Hayworth. Peter Biskind recoge lo que le contó a Henry Jaglom en «Mis almuerzos con Orson Welles», que publica Anagrama el día 21.

Cinco años duró el matrimonio entre el cineasta y Rita Hayworth. Peter Biskind recoge lo que le contó a Henry Jaglom en «Mis almuerzos con Orson Welles», que publica Anagrama el día 21.

Henry Jaglom: Rita trabajó para Harry Cohn en Columbia Pictures, ¿verdad?

Orson Welles: Sí, y a ella le parecía un amante fuera de serie. Se levantaba de su mesa y la perseguía cada vez que iba a verle. Pero ella le daba largas.

HJ: Hace poco he vuelto a ver «La dama de Shanghái». Rita está estupenda.

OW: ¿Lo dices en serio? ¡Está maravillosa! Aunque ella creyera que no. Además, en esta ciudad nadie le dio ningún mérito a su interpretación.

HJ: Ya, qué triste. En cierto sentido, tuvo una carrera malograda.

OW: Era una actriz de verdadero talento a quien jamás dieron una sola oportunidad.

HJ: Dicen que en «La dama de Shanghái» la destruiste: le cortaste sus famosos tirabuzones pelirrojos y la teñiste de rubio sin decírselo a Harry Cohn.

OW: Sí, dijeron que era mi venganza por haberme dejado. Que por eso interpretaba a una asesina y por eso le corté el pelo y todo lo demás. Cuánta perspicacia, ¿verdad?... ¿Por qué iba yo a querer vengarme? Yo me follaba a todo quisque; y eso, para una mujer, es muy duro.

HJ: ¿Se creyó ella la teoría de la venganza?

OW: No, nunca. Siempre pensó que «La dama de Shanghái» fue su mejor película. Me defendió y defendió la película. Yo iba a rodar una peliculita de serie B con una chica que me había traído de París, y zanjar todo el asunto en veinte días, ya sabes. Y no iba a recibir un solo dólar. Pero entonces llegó Rita y me pidió que le diera el papel, me lo suplicó. Por supuesto, yo se lo di, así que me vi de pronto con la mayor estrella de los estudios, de la que me había separado hacía un año. Me vi arrastrado de nuevo a mi matrimonio y a la película.

HJ: Pero no os habíais divorciado todavía.

OW: No, todavía no. Así que volvimos a vivir juntos. Era necesario, no había otra forma de sacar adelante la película. Y, en realidad, no era como trabajar con tu ex mujer, porque aún nos queríamos. Luego las peluqueras y otra gente malmetieron. Le contaron a quién me estaba tirando... Es una de las constantes de Hollywood: toda esa gente que vive a costa de las estrellas. Rita sospechaba de todo el mundo. Le habían hecho tanto daño a lo largo de su vida, que no podía confiar en mí. Y me echó. Fue devastador para mí.

HJ: ¿Tenías intención de volver con ella? ¿Aunque fuera alcohólica y depresiva?

OW: ¿Volver para siempre? Sí. Porque yo sabía que me necesitaba desesperadamente. Me habría quedado siempre a su lado. Nadie habría cuidado mejor de ella. Yo, además, no sabía que iba a ponerse tan enferma.

HJ: ¿Y no te importó?

OW: Da igual que te importe o no, simplemente lo haces, te ocupas.

HJ: Hay personas que lo hacen y personas que no lo hacen.

OW: Ya, pero yo soy proclive al sentimiento de culpa.

HJ: Y la querías.

OW: Claro que la quería. Mucho. Pero para entonces ya no sexualmente. Tenía que hacer esfuerzos por follar con ella. Se había convertido en alguien tan..., en un objeto de deseo. Y ella sólo quería ser ama de casa. Marlene la llamaba la perfecta Hausfrau. ¿Y sabes qué decía ella? «Se acuestan con Rita Hayworth y se levantan con Margarita Carmen Cansino». Y se portó maravillosamente conmigo, maravillosamente. Cuando tuve hepatitis y estuve a punto de morir, pasó cinco meses a mi lado, mientras me recuperaba. Y nunca hizo otra cosa que cuidarme. Cuando le dije: «Quiero dejar el cine y el teatro», ella me dijo: «Adelante». Más tarde, cuando yo estaba en Roma trabajando en Otelo me llamó y me dijo: «Ven esta noche a Antibes». No me dijo por qué, así que pensé que le habría ocurrido algo grave. No encontré avión y tuve que volar en un avión de carga, de pie, entre un montón de cajas. Llegué al hotel, ya sabes, a ese hotel, subí a la mejor suite, ya sabes, esa suite, y me abrió la puerta. Llevaba un salto de cama y el pelo suelto, su maravilloso pelo suelto. Había flores por todas partes y la suite tenía una terraza con vistas al Mediterráneo. Y el olor, ya sabes, ese olor. Yo estaba abrumado. Rita me miró con lágrimas en los ojos y me dijo: «Yo estaba equivocada y tú tenías razón: estamos hechos el uno para el otro». Pero en aquel entonces yo estaba loco por aquella italiana fea y delgaducha que no me hacía ningún caso.

HJ: Aquella con cara de torta.

OW: Estaba obligado a decírselo a Rita y se lo dije: «Lo siento mucho, pero está esa chica... Estoy enamorado; es demasiado tarde». Se echó a llorar y dijo, con enorme tristeza: «Quédate esta noche. Duerme abrazado a mí». Y me quedé, y dormimos abrazados, nada más. Se me durmió el brazo, no dejaba de mirar el reloj por el rabillo del ojo, no quería perder el avión a Roma. Cinco días después, Rita se casó con Ali Khan. Se moría por dejar de ser una estrella de cine. Por eso se casó.

HJ: No hay quien entienda las relaciones amorosas. Yo estoy destrozado desde que me dejó Patrice [Townsend]. Creía que el nuestro era un matrimonio perfecto.

OW: Las mujeres son de otra raza. Son como la luna, siempre cambiantes. Con ellas, la única forma de ganar es ser el frío y sereno centro de su existencia. Tienes que representar algo sólido y amoroso. Ser el ancla. Aunque no lo seas. Y no puedes decirles la verdad. Tienes que mentir, fingir, jugar a ser otro. Nunca he estado con ninguna mujer con quien haya podido ser exactamente como soy.

HJ: ¿De verdad querías dejar el cine y el teatro?

OW: Sí, en cierto momento decidí que lo mejor que podía hacer, el mejor uso que podía dar a mis cualidades congénitas, un uso desinteresado, por mis hermanos los hombres, estaba en el terreno de la educación. De modo que me pasé cinco meses visitando fundaciones: «Voy a dejar mi carrera», les decía. Yo por entonces había cosechado muchos éxitos y era muy famoso. Y pensaba: «Quiero hablar con esta gente de la forma de educar a las generaciones más jóvenes, para que la juventud sepa lo que está ocurriendo en el mundo, y para hacer del mundo un lugar mejor. Emplearemos todos los métodos que se nos ocurran. Y me entregaré a esta tarea con todas mis fuerzas». Pero nadie aceptó, nadie dio un paso al frente. ¡Qué feliz me habría hecho! Mi llama se había apagado. En el fondo soy un aventurero. Ya había hecho cuanto había querido hacer en la vida y quería ser útil. ¿Y sabes qué hice a continuación? Otra película.

HJ: ¿Te sientes culpable de llevar la vida que llevas en Hollywood cuando hay tantas personas que mueren de hambre en el mundo?

OW: Yo creo que la mayoría de las personas que viven aquí se sienten culpables de tener la increíble suerte de vivir en Estados Unidos. Hay un sinfín de ciudadanos con mala conciencia, con una conciencia romántica de las cosas, aunque eso depende de cada persona.

HJ: Si es como dices, nadie lo confiesa.

OW: Porque parece pretencioso. Cómo me voy a sentar aquí a la mesa a comer y decir: «Estoy hablando con Henry en Ma Maison sobre esas personas que se mueren de hambre en África y pienso que debería estar allí, ayudando». La respuesta sería: «Pues cierra la boca y márchate a África». Si dices que tu problema es no ir, nadie va a empatizar contigo.

HJ: ¿Se te ha ocurrido pensar que, si fuéramos a África e hiciéramos ciertas cosas, podríamos vernos atrapados, seducidos, obligados a cambiar drásticamente de vida?

OW: Lo pienso todos los días. Y me atormenta. Vivo con ello. Igual que convivo con la idea de la muerte, igual que convivo con la vejez...

HJ: ¿Y qué te dices a ti mismo al respecto?

OW: Bueno, yo no soy como tú. Yo no me juzgo. Yo digo: «Aquí estoy yo, y no voy a África». Pero no digo: «¿Por qué no te vas a África?» No discuto conmigo mismo. Porque si lo hiciera, me marcharía. Es el diablillo autoindulgente que hay en mí el que impide ese diálogo.

HJ: Pues yo llevo diciéndome eso desde que tenía diecisiete o dieciocho años, que es la época en que lo sientes de verdad.

OW: Ésa es la voz que debería guiarte. Hace falta toda la presión de la comunidad de nuestros iguales, y toda nuestra autoindulgencia y todo lo demás para silenciar esa voz.

HJ: ¿No te deja perplejo que hagamos tan poco para aliviar todo ese sufrimiento tan inconcebible?

OW: No. Porque no es más que otro aspecto de nuestra esencia de pecadores. Somos pecadores en muchos sentidos.

HJ: Siempre me he negado a creer que tuvieras inclinaciones religiosas, pero lo cierto es que las tienes.

OW: Lo sé. Creo que es más sano pensar en nuestro egoísmo como en un pecado, que es lo que es: un pecado. Aunque ahí afuera no haya otra cosa que un movimiento azaroso de gases y objetos desconocidos, el pecado existe. No hace falta un demonio con rabo y con cuernos. Es la definición social de pecado. Todos aquellos actos que son fruto de la autoindulgencia, y que además son egoístas y nos alejan de nuestra dignidad como seres humanos son un pecado contra lo que somos al nacer, contra nuestras capacidades, contra lo que podría ser este planeta si nos decidiéramos a actuar. Nuestra época en su conjunto cree a pie juntillas que uno puede dejar de sentirse mal consigo mismo si se esfuerza en conseguirlo, aunque para ello tenga que recurrir a un psicoanalista. Hacer así, ¡chas!, y ya está solucionado, ya eres feliz. Pero es que de esa sensación no hay que librarse, hay que ocuparse. Y no hay otra solución para lo que yo entiendo por pecado que hacer algo útil. El confesionario ejerce la misma función que el loquero, pero es más rápido y más barato. Tres avemarías y se acabó. Sólo que yo nunca he sido religioso hasta el punto de creer que un avemaría me pueda salvar.

HJ: El concepto de pecado me resulta muy complicado, porque da por hecho algo que va más allá de nuestra existencia animal, material. En mi opinión, todo es cuestión de impulsos. Y, simplemente, los hay buenos y los hay malos.

OW: Ya, pero somos nosotros los que controlamos esos impulsos. Yo creo en el libre albedrío. Creo que somos dueños de nuestro destino.

HJ: Pero eso quiere decir que crees también en una suerte de plan maestro.

OW: Exacto. Mira, soy religioso, pero no hace falta creer en Dios y en los ángeles para serlo. «La culpa, querido Bruto, no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos».

HJ: Ya, bueno. En apariencia somos libres, pero...

OW: Es real. Con mi historia, ¿por qué no me he convertido en un borracho y en una figura patética que da tumbos por Hollywood? Si no tuviéramos libre albedrío...

HJ: Pero hay cierta predeterminación. A causa de..., bueno, de ciertos equilibrios químicos... predeterminados.

OW: Si es cierto que están predeterminados, entonces eres más religioso que yo. Tú eres un fatalista. Cada uno de los momentos de la vida es una elección. No creo que sea posible llevar una vida cívica y moral si no aceptamos la posibilidad de elegir.

HJ: Eso no lo he comprendido nunca. ¿Por qué hay que creer en la libertad de elección? La moral proviene de nuestra comprensión de lo que es bueno: sé que es bueno ayudar a los demás; sé que es malo perjudicar a los demás. No necesito creer que poseo libertad de elección para ser un ser humano decente.

OW: ¿Crees que el azar rige nuestras vidas? ¿Crees que quiero hacer determinada película en vez de otra debido a una serie de desequilibrios químicos?

HJ: Eso es simplificar demasiado. Lo que digo es que todos somos producto de una larga, larguísima historia genética que...

OW: Pero eso no quiere decir que no exista el libre albedrío.

HJ: Que te alcance un rayo o no es..., no tiene nada que ver con el libre albedrío.

OW: Libre albedrío no quiere decir que podamos impedir que nos caiga un rayo. Libre albedrío significa, simplemente, que la posibilidad de marcharme a África, o no, está en mis manos. Nos rebaja, nos disminuye pensar que todo se debe a un accidente químico. No hay nada más estéril que una conversación entre dos personas que básicamente están de acuerdo. Si estuviéramos básicamente en desacuerdo, podríamos llegar a alguna conclusión novedosa.

(Entra un camarero.)

OW: Me gustaría tomar un expreso.

Camarero: Décaféiné?

OW: Oui, décaféiné..., oui.

HJ: Yo me tomaría una taza de... de...

C: Café au lait.

HJ: Café au lait, por favor, con espuma. Gracias. (A OW.) Hum..., ¿te apetecen unas fresas?

OW: (A Kiki.) ¿Te apetece un postre?

Oh, lo irónico de estas conversaciones es que terminan con un «¿Te apetecen unas fresas?».

HJ: No acabo de tener claro por qué se me da tan bien no hacer nada por quienes son menos afortunados que yo. Supongo que es porque, si hiciera algo, el compromiso sería total... y me cambiaría la vida.

OW: Pues verás, yo lo tengo muy claro. Tengo a mi cargo la vida de ciertas personas. Si me convirtiera en una especie de maldito santo secular, esparciría miseria entre todas esas personas. ¿Es el grito del niño africano que se muere de hambre más agudo que el de las personas que me son más próximas, que dependen de mí? Es una pregunta muy interesante desde un punto de vista moral.

HJ: He participado en muchas acciones políticas y conozco a mucha gente que también lo ha hecho y lo sigue haciendo. Y siempre me han parecido muy neuróticos, muy angustiados...

OW: La política corrompe siempre, hasta a los santos corrompe. La comunidad política es corrupta por definición. Nadie puede satisfacer ese deseo de perfección espiritual en ningún movimiento político sin traicionar o ser traicionado. Sólo el servicio a los demás, el servicio directo a los demás, la ayuda a tantos niños que se mueren de hambre en el Tercer Mundo, es impecable.

HJ: Debería sentirme más culpable de lo que me siento.

OW: La culpa es una invención masculina. Las mujeres no sienten culpa. Por eso la Biblia es tan certera, tan veraz.

HJ: Pero ¿cómo puedes decir eso? ¡La Biblia la escribieron hombres!

OW: Ya lo sé. Pero la historia del Jardín del Edén es una encarnación tan perfecta del hecho de que... ¿Quién se siente culpable? ¡Adán!

HJ: Ya, pero los hombres que escribieron la Biblia dicen que es Eva la que le da la manzana.

OW: ¡Claro, porque ella no es consciente, no se da cuenta!

HJ: Porque así es como algunos hombres creen que son las mujeres.

OW: No, a mí me parece que así son... las cosas. Yo creo que, en gran medida, la culpa es un vicio, y creo también que es un vicio típicamente masculino. Puedes encontrarlo en alguna mujer, pero no es frecuente. Cuando eres religioso, la ausencia de culpa es una tara.